Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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– Sí -dijo con amabilidad-. Nos conocemos.

– Claro, hola -contesté.

– Te recogí un día en la 9A, ¿verdad? Nevaba.

– Sí.

– ¿Qué tal está tu amigo?

– Bien, creo. Bien.

– Bueno, verás, no debería interrumpir -le dijo de pronto a Sweden-. Esos papeles no corren prisa. Ya los mirarás cuando tengas tiempo.

– Bien -dijo Sweden con una sonrisa forzada.

No había nada que interrumpir. Cuando Brodeur se marchó no quedaba gran cosa por decir. Sweden me deseó felices vacaciones y suerte con el trabajo pendiente. Tuvo que encender un cigarrillo para poder despedirse con un «Cuídate, hombre». Por lo visto era todo lo que tenía que comunicarme.

La carta llegó cuando aún no había pasado una semana, a Brooklyn. Iba dirigida a mi padre. Estábamos en la mesa del desayuno cuando Abraham me la entregó, vuelta a meter en el sobre abierto, con un escueto: «Creo que es para ti». Pero la carta había llegado el día anterior: Abraham la había subido al estudio y se había pasado una tarde y una noche mirándola antes de decidirse a decirme nada.

La carta estaba escrita en el papel crema grabado de Camden e iba firmada por Richard Brodeur. Explicaba a su pesar que debido a mi incumplimiento de la política universitaria sobre el alojamiento de las visitas y la posesión de narcóticos, se me expulsaba un trimestre y posteriormente se plantearía mi caso al consejo estudiantil. En realidad lo más importante era que me habían retirado la beca de estudios al no ser capaz de superar el nivel de exigencia académica exigida. Pasado cierto período, podía volver a solicitar una beca.

La leyenda del camello de Fish House al que habían advertido de que cerrara el tenderete no iba desencaminada. Sí, Camden College podía y solía protegerse de la patrulla de narcóticos de Vermont. También podía protegerse de mí y de Arthur Lomb. Me guardé la carta en los vaqueros con la mirada baja para eludir la de Abraham. Mi padre siguió entrechocando platos y raspando tostadas, y luego, presa de una ráfaga de emoción, me leyó el obituario de Louis Aragon, poeta francés de ochenta y cinco años. Yo podría haber salido en dirección a Nevins a coger la línea 4 con la mochila cargada de deberes sin hacer y fotocopias de publicidad de grupos musicales de Stuyvesant. La calle Dean estaba exactamente igual que la había dejado, la carta que llevaba en el bolsillo era la única prueba de que alguna vez me había marchado.

8

La Universidad de California en Berkeley todavía me aceptaba. Estaba lo bastante lejos para mi gusto, a una distancia desde la que Vermont desaparecía en esa masa nudosa de viejos estados que nadie en la costa soleada se molestaría siquiera en distinguir unos de otros. Los créditos de Camden no me sirvieron de nada, de modo que volví a empezar de cero con un historial limpio, por decirlo así. Berkeley era lo contrario a Camden: un mar de estudiantes asiáticos, mexicanos, negros y blancos, una ciudad costera en lugar del invernadero siempre verde de Camden. En las clases de Camden éramos diez o doce personas sentadas alrededor de una larga mesa de roble, bromeando y discutiendo, pavoneándonos todos y siendo escuchados individualmente. En California el profesor hablaba a un micrófono en la lejana tarima mientras un estadio de estudiantes de primero tomaba notas con los brazos sincronizados como robots en una cadena de montaje. Por primera vez en mi vida aprendí a estudiar.

Lo mejor en kilómetros a la redonda era la emisora de radio del campus: KALX. El formato abierto de la emisora daba libertad a la pandilla de pinchadiscos para obsesionarse con lo que quisieran y el resultado era de una variedad espléndida. Muchos locutores mantenían sus programas años después de licenciarse, y era esta excepción a la regla habitual la que daba a KALX su especial hondura, la hondura de una familia anárquica cuyos miembros tenían todos motes para distinguir sus programas: Aviso de Temporal, Comandante Chris y Sexo para Adolescentes eran algunos de mis preferidos. Sus voces carismáticas, cáusticas y cercanas puntuaban los días y las noches sin estaciones de Berkeley. En mi cuarto, en la planta doce de un feo edificio alto, por encima de la silueta de palmeras que salpicaba el sendero de la bahía, sus voces me hacían compañía con regularidad.

La emisora estaba en un minúsculo edificio de la calle Bowditch, un bloque blanco con el nombre de la emisora pintado en una tira azul. KALX parecía un iceberg, la mayor parte de la emisora estaba sumergida: las cabinas y las colecciones de discos estaban en el sótano, arriba solo había un despacho, mesas con teléfonos y una sala de espera llena de sofás de segunda mano que perdían espuma por las quemaduras de cigarrillos. Fui de visita en cuanto tuve oportunidad y me presenté voluntario para atender el teléfono durante una maratón benéfica. Me tocó el turno de primera hora de la mañana y el locutor me miró con cara de considerarme un perdedor por haberlo aceptado. Me explicó las normas: por entregar más de veinticinco dólares, el donante podía visitar la emisora y reclamar una camiseta; por más de cincuenta, podía regalarle uno de los discos asquerosos que colapsaban la emisora. A lo largo de mi turno atendí entre quince y veinte llamadas. Me llegaba la voz del locutor desde abajo encajando de mala gana la colecta en su formato habitual, pero no me dejaron entrar en la capilla del sótano.

Después pregunté qué tenía que hacer para convertirme en locutor, pero no me animaron demasiado. Acepté cien horas de aburrido trabajo de voluntario para que me pusieran en la lista de becarios. Por entonces la lista de espera, incluso para la franja más mínima del amanecer, solía ser de un año. Me enseñarían otros locutores que preferirían que no les hiciera perder el tiempo: o iba en serio o mejor no molestar. KALX era, de acuerdo con los ideales de Berkeley, un colectivo de voluntarios pero dirigido sin una pizca del misticismo y la mojigatería de Berkeley, sino con un estoico agotamiento punk. Era marzo de 1983. A finales de año había conseguido un programa, las madrugadas de los jueves de dos a seis. Lo conservé durante tres años. Lo cual, para los estándares de KALX, era una insignificancia pero representaba el compromiso más largo de mi recién estrenada vida de adulto.

Me hice llamar Cangrejo Huidizo. De haber tenido la más mínima sospecha de que al trasladarme a Berkeley había reproducido la huida de Rachel hacia el oeste, bromearía amargamente con la idea de que tal vez ella estuviera en el radio de emisión de mi programa. Tal vez se preguntara quién era aquel fantasma doble que le había salido. Al principio de cada programa pinchaba «Reasons to Be Cheerful, Part 3» de Ian Dury, un rap blanco a lo Monty Python, y lo convertí en mi himno. Pero mi amargura, como la lista de temas que pinchaba, pronto fue puesta en cuarentena. El programa era malo. Por muchas canciones favoritas que creyera tener, todas parecían trilladas al cabo de unas cuantas repeticiones. Estaba intentando dejar huella, marcar personalidad, tal como Matthew Schrafft y yo habíamos hecho al lucir a Devo en las carpetas.

Era imposible ocultar lo evidente: aquellas horas solitarias antes del amanecer eran un vacío o un espejo. O no hablaba para nadie o hablaba para mí. Así que volví a empezar con ánimo de experimentar y descubrir. Antes de cada programa desenterraba discos olvidados de la mohosa biblioteca de la emisora y ya en el aire despertaba mi propia curiosidad, pinchaba temas que nunca había oído y siempre me habían llamado la atención. Lo que me gustaba, cuando me permitía admitirlo, era el doo-wop, el rhythm and blues y el soul. Stax y Motown, pero también las discográficas Hi y Excello y King y Kent. Otis Redding y Gladys Knight, pero también Maxine Brown y Syl Johnson. Y me encantaban los grupos de armonías vocales. Me encantaban los Subtle Distinctions.

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