Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Todas las cabezas se giraron hacia mí, aunque solo eran cuatro. El camarero con patillas de boca de hacha, lo bastante grande para no necesitar gorila; dos cincuentones que jugaban al billar en la mesa más alejada de las tres que había; y un chico -o un hombre: era de mi edad, y yo me consideraba un hombre, así que…- sentado a la barra del bar. Vestía una chaqueta marrón de punto con pechera de ante bajo un abrigo de lana y una gorra Kangol, el uniforme del jugador. Yo era el único blanco. Nadie dijo nada, o al menos nada que alcanzara a escuchar por encima de la canción de los Blue Notes que sonaba en el jukebox; Teddy Pendergrass entonaba: «Mala suerte, eso es lo que tú tienes…».

– ¿Qué le pongo?

– Anchor Steam, por favor.

– Bud, Miller, Heineken.

– Vale, pues una Heineken.

Mi compañero de barra no me había quitado el ojo de encima, así que le saludé levantando el botellín antes de beber. Nos separaban cinco taburetes. Giró la cabeza hacia la ventana como molesto y cabeceó siguiendo el ritmo de la música, no para saludarme.

Me acerqué.

– Hola…

– Eh, tú, no te me acerques.

– Solo quería preguntar…

– Pues yo solo te digo que no te me acerques, menudo susto me has dado.

– ¿Puedo preguntar…?

– No, tío, déjame en paz.

Volví a mi asiento. Al cabo de un minuto se me acercó él.

– ¿Qué querías preguntarme, tío?

– Quiero pillar.

Arrugó la nariz.

– ¿Qué coño te va, tío?

La palabra «crack» me pareció demasiado obvia. Newsweek y 60 Minutes se dedicaban por entonces a comparar el crack con las plagas medievales.

– Base -dije-. Estoy intentando pillar algo de roca.

– Cállate la puta boca. ¿Qué cojones te hace pensar que yo podría ayudarte a pillar roca?

– Perdona.

– ¿Andas buscando problemas?

Bueno, sí, ¿no? Esa era la cuestión. El tipo me había captado la intención.

– No -dije.

– No vendrías aquí si no anduvieras buscando problemas. -Pero sonrió-. Mira, tío, la base y la roca son dos cosas completamente distintas.

– Perdona -repetí.

Eché un vistazo para comprobar quién podría estar observando, y me ofreció chocar los cinco. Acepté.

– ¿Cómo te llamas?

– Dee -dije.

Volvió a mirar por la sala. Nadie podía oírnos, el camarero rehuía escucharnos y los jugadores iban a lo suyo.

– Puedes llamarme OJJJ.

Oh-Jay-Jay-Jay. Supuse que en la zona por donde se movía OJJJ, «OJ» y «OJJ» ya estaban cogidos.

– ¿Eres legal? -preguntó-. ¿Te enrollas?

– Claro. -Me preguntaba si me habría tomado por un poli y por qué no me lo preguntaba.

– ¿Te quieres colocar?

– Tengo dinero.

Dio un respingo, se acercó un poco más.

– Joder, tío, calla la boca. Si quieres que OJJJ te coloque no necesitas dinero. Basta con pedirlo.

– Vale.

– Vale.

Volvimos a chocar los cinco. OJJJ luchaba contra las ganas de mirar por encima del hombro a la ventana cada pocos segundos, unas veces perdía, otras ganaba, otras volvía a perder. Mientras, pillé al camarero vigilándonos, lanzándonos miraditas de desconfianza. En la imaginación escribí una voz en off: «¿Qué está haciendo OJJJ con ese blanco?». Estaba claro que era un bar con clientela fija. Y que todos me habían tomado por poli. En realidad, según el artículo que pronto leería en el Oakland Tribune , el dueño del bar no había visto a OJJJ en su vida y no se había preguntado ni por un segundo si yo era policía. Por lo visto, no di esa impresión a todos.

OJJJ me guió hasta los servicios, pasada la mesa de billar con los jugadores que seguían sin considerarnos dignos de atención. El lugar era práctico, con un urinario de acero en el suelo, que estaba inclinado en torno a un drenaje central para facilitar el desagüe. Los graffiti no cubrían del todo las paredes verde lima. Habían arrancado las puertas de los compartimientos, pero nos escondimos en uno de espaldas a un tabique divisorio cada uno. Apestaba a amoníaco, a nada peor. Entonces OJJJ se abrió el abrigo y sacó una pipa de cristal y sí olí algo peor: el olor acre de suéter moderno empapado en sudor. Me pregunté cuántos días llevaría OJJJ sin ducharse o sin ni siquiera pasar por casa, dondequiera que la tuviera. Después descubriría que era la química del miedo.

Entonces el olor acre de OJJJ se mezcló con el penetrante aroma del crack, chamuscado en una pipa de cristal alineada con una pequeña pantalla de cobre. Observé a OJJJ e intenté hacer lo mismo que él. Yo nunca había fumado cocaína, solo se la había visto fumar a Barrett Rude Junior. Creo que OJJJ sabía que me estaba enseñando y le gustaba. Creo que la situación le envalentonaba. Me mostró lo que era una roca, un cristal y una ramita. Él y yo nos fumamos un par y noté cómo la ráfaga de frío me recorría el cuerpo. Pero era un colocón de carácter elusivo, imposible de saborear, solo podías perseguirlo. Le observé fumar y luego me pidió el dinero. Le había ofrecido cuarenta dólares y me había dicho que me los guardara, que los necesitaríamos en el lugar al que me llevaría si quería acompañarlo. Él quería que lo acompañara. Me preguntaba cuándo me haría invisible.

Había varias mujeres en el bar cuando salimos, arregladas para la noche, y al pasar por su lado una de ellas le dijo a OJJJ:

– ¿Adónde vas, guapetón?

– Cállate la boca, zorra.

El camarero meneó su cabeza de morsa pero nosotros nos fuimos, daba igual lo que pensara. OJJJ me condujo a la vuelta de la esquina por una oscura manzana residencial. Las zonas más pobres de Oakland me parecían iguales que las ricas, típicas del extrarradio, con jardines, caminos de entrada para los coches y aceras vacías. Solo los coches te chivaban lo que había dentro de las casas. Los coches de la calle Sesenta tenían veinte años de antigüedad, eran Cadillacs con capós oxidados, Olds y Chryslers herrumbrados y con guardabarros de otros modelos.

OJJJ se había adelantado, azuzándome para que le siguiera. Parecía empeñado en mantener cierto impulso especial despertado por la roca que se había fumado. OJJJ señaló con la cabeza un garaje no empotrado, con revestimientos de color rosa, a juego con la casa de la izquierda. Por debajo de la ancha puerta de entrada se escapaban ritmos de bajo y una luz amarilla.

– ¿Preparado?

– Claro.

Fuimos por el sendero hasta una puerta lateral. OJJJ llamó a la puerta y alguien la abrió sin quitar la cadena. Una cara nos inspeccionó.

– Soy yo, tío.

– ¿Quién? ¿OJJJ? -La voz llegó desde detrás de la cara silenciosa, que solo nos miraba.

– Déjame entrar.

– ¿Quién es el otro? -dijo el rostro vigilante de la cadena.

OJJJ me señaló con la cabeza.

– Es legal.

– No hagas esperar a mi colega OJJJ -dijo la voz oculta.

La puerta se cerró el tiempo necesario para descorrer la cadena y luego entramos. Una bombilla amarilla iluminaba a un círculo de hombres sentados en sillas plegables alrededor de un calentador. Los cuatro sobrepasaban lo esperado por OJJJ, en particular uno de ellos. OJJJ se volvió hacia la puerta en cuanto descubrió al tipo que no quería ver, pero demasiado tarde, ya estábamos dentro y habían vuelto a asegurar la puerta.

El hombre se levantó sonriendo y tendió la mano a OJJJ. OJJJ no le hizo caso, no le miró directamente, sino que se dirigió a otro de los reunidos y le rogó en tono adulador:

– Mierda, ¿has dejado entrar a Horton para tenderme una trampa? No está bien.

– Horton nos ha contado que le timaste -dijo la misma voz que nos había invitado a entrar-. Eso tampoco está bien.

– Cállate, tío. ¿Es que le haces caso a un cabrón como Horton?

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