Me bastó ponerme el anillo para notar la diferencia al instante. El anillo no se sentía atraído por el aire, esa parte de él había muerto. Ya no permitía volar, pero tenía otro poder. Mi mano era invisible. Como el resto del cuerpo que alcanzaba a verme. Me tropecé en el sendero pedregoso al enredarme los pies invisibles mientras giraba y me retorcía tratando de verme. En cuanto me ponía el anillo, no había nada que ver. Podía dejar marcas en el suelo con los zapatos, toser o chillar y que me oyeran, notarme la respiración contra la palma de la mano, lamerme un dedo y notar cómo el viento de la bahía secaba la saliva. Solo que no se me veía.
No sé por qué cambió el anillo. Me preguntaba si sería el efecto de California, si la naturaleza del anillo iría ligada a fuerzas geofísicas y se había alterado con el traslado. O quizá tuviese que ver con el cambio de edad, no el mío, sino el del anillo, puesto que Aaron Doily, aunque de forma poco convincente, había volado con cincuenta y pico años. Al final lo entendí en términos personales. Cuando me dieron el anillo por primera vez, a los doce años, yo creía que volar era el denominador común, la esencia de la condición de superhéroe: todos los superhéroes volaban, incluso aunque alguno tuviese que hacer trampas saltando o flotando en burbujas de fuerza o en un hovercraft. Por tanto, era un anillo volador. Cuando volví a ponérmelo en la colina de Berkeley pensaba de forma diferente. Sabía que la invisibilidad era el rasgo que en realidad compartían todos los superhéroes. Al fin y al cabo, ¿quién había visto a alguno?
Lo cierto es que si todavía hubiera sido un anillo volador tal vez nunca me habría perdido por Oakland, tal vez solo habría volado por las montañas y habría vuelto a guardar el anillo. Mi cobardía se había convertido en costumbre. Tal vez un paseo por el aire, un refresco de mi irrelevante poder secreto expiara un poco la rabia de que me estrangularan en el autobús delante de Lucinda Hoekke. Pero el cambio del anillo parecía enviar el mensaje de que Aeroman había madurado. La invisibilidad era una característica astuta y urbana y tal vez me sirviera lo mismo. Me preparé.
Mientras estaba de pie aturdido por mi transparencia, un pajarito, un gorrión que intenta aterrizar en lo que debió de parecerle un risco vacío, descendió del cielo y se estampó con fuerza contra mi sien. Los dos nos caímos al suelo. Yo me puse a gatas, aterrado, no estaba seguro de que el ataque sorpresa hubiera acabado, hasta que vi al pájaro inconsciente en el suelo, a mi lado. Pensaba que había muerto en el choque, pero luego empezó a agitar las patitas y las alas como si nadara antes de enderezarse de nuevo y levantarse cabizbajo. Me saqué el anillo del dedo y me miré las palmas de las manos: estaban arañadas. Al tocarme la sien descubrí sangre: mía, no del gorrión.
El pájaro me miró fijamente. No parecía demasiado sorprendido de que me hubiera hecho visible. Supongo que le había demostrado que existía por otros medios. Dio unos saltitos y me examinó otra vez. Después -¿satisfecho?, ¿estupefacto?, ¿cabreado?- dio media vuelta y los dos nos alejamos del lugar del encuentro a pie, no volando.
Los primeros cedés venían en cajas grandes para que encajaran en las cubetas dejadas por los vinilos que el nuevo soporte había desplazado. La primera gran oleada de recopilatorios también salió como si fueran vinilos: cedés o casetes, todo venía en paquetes que imitaban una colección de discos de vinilo. Hasta podía tratarse de vinilos: tenías que leer la letra pequeña para descubrirlo. Rick Rubin introdujo las guitarras en el rap y la MTV el rap en la televisión. Su grupo, Run DMC, obtuvo su mayor éxito con una versión de «Walk This Way» de Aerosmith, solo que invitaron a los Aerosmith a grabar los coros porque los raperos no sabían cantar. La cocaína se bifurcó y a los negros les tocó el crack, que se benefició de la mayor campaña de marketing desde… ¿el LSD? ¿El ayatolá Jomeini? En Berkeley, en plena década Reagan, los estudiantes de la Escuela de Primaria Malcolm X pasaban la hora del almuerzo en el parque Ho Chi Minh.
Mi proyecto épico de ese año, que nunca completaría, consistía en una cosa titulada Notas de presentación: el recopilatorio . El contenedor sería una de esas cajas cuadradas para vinilos que tanto apreciaban los coleccionistas como yo. Dentro incluiría hojas sueltas con las mejores notas de presentación de todos los tiempos en bellas reproducciones de los diseños originales. Incluirían viejas historias de Samuel Charters, Nat Hentoff, Ralph Gleason y Andrew Loog Oldham, así como notas escritas por los propios músicos: John Fahey, Donald Fagen, Bill Evans. Hitos como los textos de Paul Nelson en el Live 69/70 de los Velvets, Greil Marcus en The Basement Tapes , Lester Bangs sobre los Godz. Joe Strummer hablando sobre Lee Dorsey, Kris Kristofferson sobre Steve Goodman, Dylan sobre Eric von Schmidt. James Baldwin sobre James Brown, LeRoi Jones sobre Coltrane, Hubert Humphrey sobre Tommy James y los Shondells. El padre de los Shaggs sobre los Shaggs, el psiquiatra de Charles Mingus sobre The Black Saint and the Sinner Lady. Y, sobre todo, la asombrosa poesía de los textos que había leído en antena por la KALX, como la nota de Deanie Parker para Albert King:
Si alguna vez te ha herido tu pareja, te ha decepcionado tu mejor amigo o te has quedado sin un duro y has decidido tirar la toalla, Albert King tiene la solución si le prestas un minuto de atención. Quizá solo sientas curiosidad… te emocionará… pon a Albert en el tocadiscos… pon la aguja en el surco… y sumérgete en… el blues.
Nunca se me ocurrió que pudiera resultar decepcionante no encontrar una sola nota musical en Notas de presentación: el recopilatorio . No sabría decir por qué exactamente, salvo que la declaración de intenciones no escrita del proyecto se basaba en el deseo de colocar la escritura a la par que la música. A la gente le gusta que la engañen y le gusta engañarse a sí misma. Yo tenía veintitrés años y creía de todo corazón que el mundillo de los aficionados a la música necesitaba Notas de presentación: el recopilatorio . De igual modo, me convencí de que la epidemia de crack, que en ese momento alcanzaba su punto álgido en Oakland y Emeryville, era trabajo para Aeroman.
Fui a donde más temía. Que era un bar de la avenida Shattuck cerca de la calle Sesenta llamado Bosun’s Locker, un local donde todo el mundo sabía que era fácil pillar y que debías evitar si eras blanco. Grupos de jóvenes negros muy irritables paseaban por las aceras de alrededor de un modo que, cuando los veía desde el autobús al pasar, me recordaban a las esquinas de la zona de los jardines Wyckoff o las casas Gowanus de Brooklyn. Los tiroteos desde coches en marcha se habían convertido en un problema habitual en los barrios más pobres del extrarradio de Bay Area, como El Cerrito y Richmond, pero yo era el típico expatriado neoyorquino que seguía sin carnet de conducir y los alrededores de Berkeley me parecían inalcanzablemente remotos. Además, me costaba imaginar cómo podría detener un tiroteo un hombre invisible. Necesitaría un coche invisible. Fui al lugar al que pudiese llegar a pie que más me asustaba, que era el lúgubre gran billar de Shattuck.
Entré visible a las siete de la noche de un martes, jugueteando con el anillo en el bolsillo. Estaba seguro de que me atracarían: en ese momento no había nada más seguro. Y seguro también de que con el anillo me zafaría del atracador. Pero apañárselas para rescatar al chico blanco de siempre no estaba bien. La vanidad de Aeroman necesitaba alguien a quien proteger. Tal vez en algún rincón de mi mente ese alguien era un Rude, Mingus o Barrett Junior, alguien a quien había abandonado. Pero quizá también fuera Rachel. Porque Mingus me había abandonado a mí en la misma medida que yo a él y creo que yo confundía ambos abandonos. Esa era la confusión que me acechaba cuando entré en Bosun’s Locker y la razón de que mi aventura invisible estuviera destinada a ser tan neblinosa. Pero todavía no era invisible.
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