Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Antes de que acabara la cara del disco tuve que levantarme a contestar a otra llamada a la puerta. Esa vez eran Karen Rothenberg y Euclid Barnes. Karen y Euclid eran amigos de Moira de Worthell House y supongo que también míos. Ahora eran, además, clientes: lo habían sido de hecho durante los tres días de juerga que habían seguido a la llegada de Arthur. Euclid era alto, un estudiante de tercero con bolsas negras bajo los ojos. Era un gay resignado y alicaído que nunca encontraba a nadie con quien practicar el sexo y que se quejaba amargamente de lo solo que estaba en Vermont. Karen era su protectora e intermediaria, una morena gruesa maquillada al estilo gótico y con una afectada actitud de hastío. A mí me daba la impresión de que buscándole sin descanso chicos a Euclid lo que en realidad hacía Karen era protegerse del terror que le despertaban sus propios deseos. Una aburrida madrugada de la semana anterior -lo cual, en Camden, equivalía a eones de tiempo- yo mismo había rechazado una aproximación doble por parte de Karen y Euclid. Ahora los dos estaban obsesionados con Arthur, el chico salvaje de Brooklyn.

Euclid se sacó el chaquetón de marinero y lo lanzó sobre una silla, e inmediatamente se puso a juguetear con los cigarrillos.

– ¿Qué estáis escuchando? -preguntó.

– Genesis -contesté.

– Tonterías, esto no suena a Genesis. Quítalo.

– ¿Dónde está Moira? -dijo Karen.

– No lo sé -respondí.

– Habíamos quedado aquí con ella.

– Vale, pero yo no tengo ni idea.

Karen se sentó en el sofá, a los pies de Arthur, despertándolo de su letargo. Por lo visto, tanta juerga le cansaba más de lo que yo pensaba.

– Estoy pelado -murmuró Euclid con el cigarrillo en los labios. Dejó cuatro billetes de veinte sobre la cómoda-. Es culpa de mis padres, que se han retrasado con un cheque. Esto tendrá que ser lo último.

– De todos modos, casi no nos queda mercancía -dije. Arthur estaba incorporándose, restregándose los ojos.

Euclid frunció el ceño, condenando mi falta de palabra.

– O sea que ¿no siempre hay más?

Miró a Arthur, reconocido como escolta personal de la cocaína durante su inevitable viaje desde Nueva York hasta Camden. Por primera vez se me ocurrió que no tenía por qué ser una venta excepcional. Pensé en el tráfico como en una especie de paráfrasis, una apropiación de Runyon y Bee. Pero tal vez Runyon y Bee también hubieran empezado en broma.

– Esta música es una tortura. Suena a música de troll.

– ¿Qué es música de troll? -preguntó Arthur.

– Pues la música que escuchan los trolls -dijo Euclid. Negó con la cabeza para demostrar que esas cosas no se podían explicar-. Siempre dije que Dylan y Matthew sucumbirían a la presión de vivir en Oswald, pero lamento que haya ocurrido tan rápido.

– Esta casa es un hervidero de trolls -convine.

– Oh, pon esto, esto me gusta -dijo Karen, tarareando como una niña de contenta. Había estado buscando en el montón de discos y me tendía uno de Psychedelic Furs.

– Joder, odio esa mierda -dijo Arthur con sinceridad grogui, y todos nos reímos.

– Tú misma -le dije a Karen.

La chica cambió un disco por otro y subió el volumen. Richard Butler gruñó «Te enamoooraaas» y, como si fuera el pie de Moira, esta entró sin llamar y se sentó con nosotros en la cama mientras Arthur preparaba rayas de coca en un trocito de acero que Matthew y yo nos habíamos agenciado en los talleres de soldadura. En cuatro días Arthur se había adaptado muy bien al estilo de traficar con cocaína de Camden, a la prueba informal de la mercancía que rodeaba cualquier entrega de billetes como la que Euclid acababa de hacer. Para Arthur, el camello estaba por encima de cosas como drogarse con sus clientes, pero esa distinción carecía de sentido en Camden.

Me alegré de ver a Moira. La juerga con Arthur, Runyon y Bee había sido cosa de chicos y la echaba de menos. Me alegró que se invitara sola con Euclid y Karen, que entrara sin llamar. Es más, mientras se colocaba a mi lado bajo el rugido de las guitarras que convertía en innecesaria cualquier conversación, decidí que probablemente la quería, que necesitaba ser algo más que su confidente. De hecho, dos semanas después, ya sin Arthur, Moira y yo volvimos a dormir juntos: un craso error en un diciembre lleno de crasos errores. Ahora me limité a sonreír, dando por sentado que ella sentía lo mismo que yo.

Todos nos metimos coca. Cuando Arthur se quejó de que había regalado demasiada le acallé comprándole un octavo con mi parte de los beneficios. En realidad, todo lo que hacía estaba destinado a disgustar a Arthur. La naturalidad con que lo trataba como a un simple segundón enmascaraba la obsesión que me producía que fuera testigo de todo. Mientras nos metíamos las rayas, Euclid y Karen lo asediaban a preguntas: ¿por qué nunca se ataba los cordones de los zapatos?, ¿cómo podía andar con los vaqueros tan caídos?, ¿alguien había intentado alguna vez quitárselos tirando de los tobillos? Cuando Arthur me miraba desconcertado en busca de ayuda, yo apartaba la mirada, abrazaba a Moira, me reía. Mira cómo me quedo con las chicas, Arthur, y con los amigos y las bromas, mira cómo molo: si hubieras adivinado que siempre tuve un futuro brillante nunca me habrías cambiado por Mingus. Tú y Mingus nunca me habríais cambiado por el otro. Arthur y yo seguíamos jugando al ajedrez como dos desdichados pardillos sentados en su portal de la calle Pacific, y ahora le había comido la reina pero le dejaba seguir jugando, herido, condenado a la derrota. ¿Lo ves, ves? Un par de días más y exiliaría a Arthur de vuelta a Brooklyn con Robert Woolfolk. Pero primero Arthur tenía que ver bien lo que se había perdido y yo había ganado.

Eran las cinco. La primera oleada de estudiantes estaría en el comedor haciendo cola con sus bandejas. Faltaban horas para que empezara la fiesta en Crumbly, pero ya había oscurecido, estábamos colocados y la música sonaba alta. Nuestra fiesta estaba en marcha. Probablemente nos saltaríamos la cena. Si teníamos hambre, Karen Rothenberg nos llevaría gustosa en coche al pueblo, nos embutiríamos todos en su Toyota. Pronto otros se sumarían a nuestro grupo, se acercarían al apartamento en busca de drogas. Seguro que vendrían Matthew y su nueva novia, aunque, por consenso general, era una sosa que estaba convirtiendo a Matthew en otro soso. Subiríamos a visitar a Runyon y Bee, a fumar de su pipa de agua de metro ochenta. Nuestras filas crecerían, luego se dividirían como un paramecio, beberíamos bebidas insípidas, veríamos a todos nuestros amigos y enemigos, visitaríamos la pista de baile, nos transmutaríamos sin dejar de ser nosotros. En un momento u otro Euclid trataría de ligarse a Arthur y los pondría a los dos en ridículo. Consolar a Euclid proporcionaría entretenimiento para rato y nos mantendría ocupados hasta el amanecer. Cualquiera lo veía venir, pero nadie podía detener el curso de los acontecimientos, y eso era lo bonito. La noche del viernes podía pasar cualquier cosa y al mismo tiempo ya estaba escrita.

La mujer de la limpieza salió a toda velocidad protegiendo con el cuerpo su cubo amarillo lleno de productos de limpieza como un menudo jugador de fútbol americano. Debía de haberse quedado agazapada en el baño después de terminar el trabajo, escuchando los avances de la fiesta y rezando para que nos dispersáramos a la hora de cenar. Pero al ver que pasaba el rato, debió de comprender horrorizada que no íbamos a ir a ninguna parte, que no tenía más alternativa que huir corriendo como una loca. Para salir del apartamento desde el cuarto de Matthew tenía que pasar entre la cama y el sofá donde estábamos nosotros y saltar la montaña de discos que Karen había esparcido por el suelo. Cosa que la mujer hizo con la gracia ágil y veloz de una presa. Tal vez musitara una disculpa, pero no la oímos. El miedo de la mujer y el modo en que había evitado mirar con sus ojillos de conejo evidenciaban que había entendido las referencias de nuestra conversación y el rasgar de la cuchilla contra el acero.

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