Aimée era de Lyme, Connecticut, y Moira era de Palatine, en los alrededores de Chicago. Yo ya había descubierto que casi nadie era de ciudad. Si decían Los Ángeles o Chicago o Nueva York se referían a Burbank o Palatine o Mount Kisko.
Me había dedicado a alardear de mis conocimientos del centro de la ciudad para ligar, dándole la vuelta a mi malestar.
– ¿Alguna vez te han atracado? -preguntó Aimée.
Aimée, como todos los que antes o después me han hecho la misma pregunta, estaba pensando en un robo en un callejón, una transacción adulta, una transacción entre desconocidos. Aimée pensaba en El justiciero anónimo y en Kojak . Lo más cerca que yo había estado de una situación semejante fue cuando Robert Woolfolk atracó al camello, un acontecimiento que no podía explicar.
– Me estrangulaban -dije-. ¿Te han hecho alguna vez una llave?
– ¿Qué es eso?
– Tendría que enseñártelo.
Las chicas soltaron unas risitas y Matthew se quedó mirándome sin entender más que ellas.
– No sé -dijo Aimée, retrocediendo con pasos torpes.
– Vale, olvídalo.
– Házmelo a mí -dijo Moira con audacia.
– ¿Estás segura?
– Ajá.
– En realidad no duele. Pero tendrás que dejar la bebida en el suelo.
Dejamos los vasos de plástico sobre la hierba húmeda. Me incorporé demasiado rápido y me mareé. El oxígeno de Vermont era como una bebida de esas de baja graduación que se toman después de las fuertes.
– ¿Qué coño estás mirando?
Los tres volvieron la cabeza, engañados por el volumen y la hostilidad repentinos de mi voz. Pero estábamos solos en el Fin del Mundo. Era el único lugar en el que podría haber representado mi número folclórico, mi espectáculo de trovador.
Clavé la vista en Moira. Los otros no importaban.
– Eso es, chica. No mires a otro lado, te estoy hablando. ¿Qué coño crees que estás mirando?
– Para -dijo Aimée.
Moira se limitaba a sostenerme la mirada, nerviosa pero desafiante.
– Si no pasa nada. No busco problemas. Ven aquí un momento. -Señalé el suelo a mis pies-. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? No te voy a hacer nada. Solo quiero hablar contigo un momento.
Mi yo borracho estaba asombrado de lo bien que me sabía el ejercicio. Aquellas palabras nunca habían salido de mi boca.
Moira se acercó, aceptando el reto, respondiendo como Bacall a mi papel de Bogart. A mí me habría encantado dejarlo correr, pero el guión exigía llegar al final. Había rabia en aquel guión, una necesidad que nunca había destapado.
– ¿Ves? Soy tu amigo, ¿verdad? Me gustas, ya lo sabes. -Pasé un brazo por encima del hombro de Moira y la acerqué a mí-. ¿No tendrás un dólar para prestarme?
– ¡No se lo des! -chilló Matthew, entendiendo por fin la broma. Solo que apenas era una broma.
– No -dijo Moira.
Atrapando a Moira con todo el cuidado posible en el triángulo que formaban mi puño, mi codo y mi hombro, la obligué a agacharse como me lo habían hecho a mí cientos de veces. Aunque no mucho. Hasta mi pecho.
– ¿Seguro? Déjame que te mire un momento los bolsillos.
Le registré los bolsillos delanteros de los pantalones de pana, encontré los billetes y los saqué. Entonces Moira se retorció, me dio pena y la solté. Salió disparada hacia los otros, enfadada.
Levanté los billetes arrugados.
– Es solo un préstamo, confía en mí. Sabes que solo es una broma, ¿verdad?
Moira se me acercó corriendo y de un empujón me tiró al suelo. Noté la ira acumulada en su cuerpo por el modo en que la había tratado, una ira que conocía con precisión, había estado en su lugar. Pero Moira también estaba borracha y excitada y nuestras caderas se tocaban. Al estrangular a Moira también la había elegido. El ambiente estaba cargado de sexo, como lo había estado en la pista de baile de Fish House. Como lo estaba en todo Camden, esperando solo a que alguien se sirviera una porción, que era lo que Moira y yo acabábamos de hacer. Durante todo el instituto no había besado a una chica sin largas conversaciones preliminares, sin embargo en Camden era fácil. Cuando me quitó los billetes de la mano, le agarré la suya y devolvimos juntos el dinero a sus pantalones, rodando sobre el césped mojado, besándonos apasionadamente, sin acertarnos en la cara, besándonos orejas y pelo. Más allá, Matthew y Aimée se habían alejado por el Fin del Mundo y habían desaparecido en la oscuridad.
Lo que nunca habría podido explicarle a Moira era que el componente sexual de una llave estaba presente antes de ponerlo en práctica, que formaba parte de su uso tal como yo lo conocía, que estaba enterrado en sus mismas raíces.
Moira Hogarth y yo pasamos la noche en la habitación que compartía con Aimée en Worthell House, y Aimée y Matthew ocuparon la nuestra en Oswald. Moira y yo fuimos pareja durante dos semanas más: una eternidad en Camden, donde los ensayos de madurez quedaban reducidos a la más mínima expresión por la compresión del tiempo y el espacio. Una relación completa podía durar una semana, las heridas sanaban antes del siguiente viernes por la noche. En nuestro caso, para Halloween Moira y yo habíamos dejado de hablarnos. Después, en Acción de Gracias, volvíamos a ser confidentes y susurrábamos y reíamos mientras paseábamos por el campus y pasábamos noches juntos en la cama de manera que todo el mundo estaba seguro de que éramos pareja a pesar de que en realidad nos acostábamos con otros. Entonces, antes del final del trimestre, habíamos vuelto a romper. Y así siempre: en aquella universidad no había nada destacable en el hecho de reciclar a los pocos desgraciados que te hacían caso. Eran demasiado escasos para desperdiciarlos.
La llave que le hice a Moira en el Fin del Mundo se convirtió en el origen de un plan: lanzaría Brooklyn como un desafío. Necesitaba algo. Todo estaba pensado para que me sintiera como un soso en Camden, con mi pelo corto y mi estilo chaqueta de punto y mocasines, muy David Byrne o mod de Quadrophenia en Stuyvesant, pero a los ojos de quienes de verdad habían estudiado en colegios privados solo parecía un estudiante más. En cambio, nadie cuestionaría mi credibilidad callejera, porque en Camden nadie la tenía. Me gané mis galones interpretando a un robot del gueto. Fingía no saber qué era Baja o Aspen, o por qué mis compañeros de estudios apellidados Trudeau o Westinghouse resultaban particularmente altivos. Fumaba Kool, llevaba una gorra Kangol y llamaba a mis amigos con un «Eh, tú»; y esto, mucho antes de que los Beastie Boys popularizaran la expresión, fue lo bastante divertido para que una pareja de veteranos de Oswald House, un par de camellos de cocaína llamados Runyon Kent y Bee Prudhomme, lo convirtieran en un mote para mí: me llamaban Tutú. En esencia, me convertí en una caricatura de Mingus. El truco me proporcionaba un contenedor perfecto para el desdén que sentía hacia mi persona y la hostilidad que me despertaban mis compañeros de clase. Y me hizo popular.
Me habitué a engatusar y burlarme de los ricos justo hasta su límite de tolerancia. Gorroneaba, les avergonzaba para que me pagaran comidas, cortes de pelo y cajetillas de Kool, los halagaba y conmovía mencionando los temas que llevaban toda la vida preparándose para no tratar: su dinero, los fondos de inversiones que les pagaban los BMW, la ropa de diseño, los almuerzos y cenas en Le Cheval cuando no les apetecía acudir al comedor universitario, los cheques que seguían recibiendo aunque en realidad en el Vermont rural no hubiera nada que comprar en absoluto. Salvo drogas. Y las drogas fueron el otro medio por el que adquirí mis galones.
Camden nos proveía gratuitamente de cerveza, películas, anticonceptivos y psicoterapia. Eran asuntos que se debatían con total libertad, entre bromas. Pero la universidad suministraba otras cosas que no se nombraban pero que también eran gratis, como la clase de música heterodoxa, dirigida por un benevolente catedrático de pelo blanco llamado doctor Shakti que era conocido por dar aprobados seguros por muy poco que acudieras a sus clases, o los libros y las cintas que podían robarse a manos llenas de la tienda del campus porque alguien había decretado que no debía mancillarse el expediente de nadie con tales acusaciones (presumiblemente, la administración compensaba en silencio las pérdidas del tendero). Por supuesto, nuestros padres habrían respondido con una sonrisa amarga de haber oído a alguien considerar estas cosas «gratis»: los costes se incluían en la absurda y famosa matrícula. Los privilegios de Camden eran tan exuberantes que no costaba olvidar el hecho de que un puñado de nosotros no era rico. Todos viajábamos en el compartimiento de primera clase, incluso aunque alguno de nosotros tuviese también que fregar la cubierta.
Читать дальше