– Arthur no podía venir -dije, como si Arthur fuera el amigo infiel-. Pero os envía algo de dinero para el economato.
– Arthur siempre cuida a un hermano -dijo Mingus. No tenía intención de herirme, solo de extender su gratitud beatífica también a Arthur-. Sé que le he fallado a Arturo más de una vez, pero es un colega y siempre contesta al teléfono.
– Cuento con él para que me mantenga informado -mentí. No había mantenido más contacto con Arthur que con Mingus. Y no había tenido noticias de Mingus hasta que Abraham y Francesca sacaron el tema en Anaheim, en la cena con Zelmo Swift.
– Al hermano pequeño le va bien -dijo Mingus, liberándome de la cuestión-. El tipo está gordo y feliz.
– Bueno, gordo seguro.
Mingus resolló, demasiadas risas para semejante broma.
– Basta, por favor -dijo, fingiendo-. Ya lo sé. Mira que le digo que va a tener que soltar algún kilo si quiere pillar esposa.
La palabra nos hizo callar: casi con cuarenta años, se nos habían pasado algunas etapas de la vida. No teníamos esposa. Mingus, al menos, tenía una excusa para no haber salido con ninguna mujer últimamente. Sobre Abby no había nada que yo pudiera decir sin resultar fatuo o autocompasivo. La distancia que separaba la calle Dean de mi vida en Berkeley me pareció una brecha insalvable.
Durante el lapso de silencio escuché los murmullos que nos rodeaban: una conversación por los teléfonos de los visitantes, la cháchara despreocupada de los funcionarios de prisiones de la puerta y, de una de las cabinas, una voz llorosa.
– He visto a Junior -dije.
– ¿En casa?
– Ayer. Con Arthur.
– Mi viejo -dijo Mingus con sencillez, con la mirada tímida-. No sale de casa.
– Me alegré de verle.
– Él también debió de alegrarse de verte.
No supe qué contestar, así que volvimos a quedarnos en silencio por segunda vez. Mingus había dejado de hablar en jerga, y con ella había perdido también su falsa verborrea. Me avergoncé de echarla de menos.
Mingus se atusó los largos bigotes, se acarició la barbilla. Su lado del cristal estaba salpicado de saliva, pruebas del entusiasmo de su actuación, ya desaparecido. Le miré a los ojos, ojos legañosos de un desconocido. No podía preguntarle a Mingus en qué se había convertido -si la encarcelación lo había derrumbado la primera vez, a los dieciocho años, o qué había significado para él la vida entre las dos condenas-, como tampoco lograba imaginar cómo confesarme con él. No servía de nada contarle en qué me había convertido en California y decirle que, a pesar de todo, recordaba lo que habíamos compartido.
– Arthur dice que Robert también está aquí -dije, despreciándome a mí mismo por el modo despreocupado en que hablaba. El corazón me latía con fuerza.
– Muchos hermanos de los viejos tiempos están aquí -contestó Mingus. Tal vez sus palabras fueran de reprimenda, no estaba seguro-. Donald, Herbert, un montón.
Yo no recordaba ni a Donald ni a Herbert. Quizá Mingus lo supiera.
– ¿Robert y tú os veis mucho? -Las preguntas bobas se me ocurrían como caídas del cielo, sin poder evitarlas.
– Di la cara por Robert hasta que ya no pude permitírmelo. -Entonces la voz de Mingus adoptó cierta dureza carcelaria y dejó de mirarme-. Nuestro Robert no para de buscarse problemas. Le tuvieron que trasladar a una zona protegida.
– Oh.
– Mira que le avisé, pero el muy capullo no escucha.
Para desviar la rabia que parecía haber destapado, dije:
– En realidad, el dinero que envía Arthur es para los dos.
– Pon el mío a nombre de Robert. Le hará falta.
– ¿En serio?
– Tal vez aún esté a tiempo de pagar su deuda. De todos modos, yo estoy en medio de una protesta contra esos cabrones, me quitaron los sellos.
– ¿Los sellos?
– Para las cartas. Sellos de correo, tío.
– ¿Qué pasó?
– Tenía treinta dólares en sellos de correo en mi litera, en Auburn. Cuando me trasladaron aquí se suponía que los mandarían…
Mingus se lanzó a una tortuosa narración sobre errores burocráticos. La penitenciaría de Watertown prohibía los sellos porque eran dinero en papel, podían usarse como pagarés. Los sellos de Mingus deberían haberse convertido en fondos para su cuenta del economato, pero los habían colocado con las pertenencias que le esperaban para cuando saliera. Mingus rellenó los formularios de queja, pero los sellos en cuestión se habían perdido en un limbo entre ambas prisiones, entre los reglamentos de una y otra. Mingus me contó la historia disfrutando del hecho de sentirse perseguido, con un placer que solo cabía calificar de kafkiano. Supongo que en un mundo de privaciones la cosa más pequeña puede convertirse en un fetiche. Me dolió. Quería gritarle: «¡Olvida los sellos, por amor de Dios, te compraré treinta dólares más en sellos si los quieres!». Pero los sellos eran la causa de Mingus, y siguió clamando por ella. ¿Qué eran treinta dólares comparados con una causa? Además, la palabrería de cualquiera solo tenía una dirección posible, contener la herida por la que sangraban horas, días, años. Intenté que el monólogo no me hiciera perder la paciencia.
– Te he traído otra cosa -dije cuando Mingus hizo un parón para recuperar el aliento.
Me miró con expresión confusa.
Me metí la mano en el bolsillo con la máxima discreción.
– Te lo he guardado -dije, y empujé el anillo hasta el borde del plexiglás, como en un cajero.
– Guarda eso -dijo. Gesticuló disimuladamente con la mano para indicarme que lo escondiera bajo la mesa-. Lo confiscarán.
Tapé el anillo con la mano. Pero no podía abandonar la misión de rescate.
– He venido para esto… O sea, quería verte. Pero el anillo te pertenece.
– Nunca fue mío.
– Pues ahora sí.
– Mierda.
Mingus se había vuelto frío y precavido, como si le hubiera pedido que recordara cosas que no podía permitirse rememorar.
– ¿Cómo puedo hacértelo llegar? -dije, pensando como un imbécil «Si hubiera sabido lo del sello hermético, habría preparado un pastel».
– Guárdalo.
– Podría servirte para escapar de aquí -dije, en voz baja.
Esa vez Mingus se rió con amargura pero sinceramente.
– ¿Por qué no?
– Eso no serviría ni para entrar aquí.
El resto, hasta que agoté mi tiempo, fue charla superficial. Mingus quería saber de mi padre, de modo que le conté el homenaje recibido en Anaheim. Mencioné a Abby, omití el color de su piel. Incluso volvimos a hablar de los sellos. Mingus preguntaba pero no escuchaba mis respuestas. Se había levantado un muro entre los dos. Después, me sacaron de allí, inspeccionaron mis nudillos en busca del sello fosforescente del hombre libre. De salida, fiel a lo prometido, deposité doscientos dólares en la cuenta del economato de Robert Woolfolk.
Invisible en la puesta de sol, descubrí cosas que no había visto la primera vez que había cruzado el patio.
Sobre el hormigón limpio hasta del más mínimo arañazo, porquería u hoja, alguien había olvidado con las prisas un guante de látex vuelto del revés.
Colgado de la verja, un cartel escrito a mano decía: «¡NO DEN DE COMER A LOS GATOS!».
Pasada la verja, los árboles hacían sombra. Las sensuales colinas se elevaban inalcanzables. La luna era un pálido disco que se había colado en el cielo antes del anochecer.
No era ni de día ni de noche cuando regresé a la prisión de Watertown, sino algo intermedio: la hora del cambio de guardia.
Solo había tenido que tumbarme media hora en la cama del motel cambiando de cadena la tele -un partido de los Mets, La cocina de Emeril , Un verano diferente con Farrah Fawcett y Charles Grodin, y Teddy Pendergrass: detrás de la música - para por fin comprender las palabras de Mingus en toda su profundidad: «Esa cosa no te serviría ni para entrar aquí». Las había tomado por una mofa cuando en realidad aludían a toda una vida renegando de lo verdaderamente importante: que no era California, tonto, sino Brooklyn. No el Camden College, sino la Escuela de Secundaria 293. No los Talking Heads, sino Al Green. «No hay más modo de salir que entrar» (Timothy Leary, 1967). «El viejo camino de salida ahora es de entrada» (Go-Betweens, Spring Hill Fair , 1984). Detrás de la música, claro. Pero yo lo que necesitaba era pasar detrás de los muros. Mi primer paso por la prisión había sido demasiado rápido, la visita de un turista. Tenía que ganarme la fuga de Mingus con mi predisposición a entrar, demostrando que podía hacerse. Yo ya sabía que Aeroman tenía una última misión, pero entonces comprendí además que podía ser llevada a cabo por un sustituto. Me pondría el anillo una vez más.
Читать дальше