– Sois los dos un par de chicos con talento, admitido.
– Por supuesto, lo cambiaron todo, me cortaron las mejores frases.
– Es la prerrogativa que tienen, ¿verdad, Arthur?
– Sí.
– Tienes que reconocerles que la prerrogativa es suya.
– Supongo.
– Eso he oído. -Barry rozó la punta de los dedos con Arthur sin apartar la vista del televisor. Había dejado los cigarrillos a un lado con la caja recopilatoria.
– ¿Quieres escuchar los cedés? -pregunté, como un estúpido-. Suenan muy bien.
Con el tiempo, Barry acabaría cobrando algo de dinero por la reedición. Se sumaría al goteo de derechos de autor que presumiblemente todavía mantenían la casa. Tal vez me equivocaba al pensar que debería enorgullecerse también del homenaje. Tal vez el Barry al que yo quería regalarle el recopilatorio era el Barry de 1975. Ahora aquel hombre, como el de la fotografía, resultaba tan inaccesible para Barry como para mí.
– Ya sé cómo suenan todos esos discos viejos.
– Sí, pero…
– Ya los escucharé en otro momento, tío. -Hablaba despacio y con cautela y supe que debía dejar de insistir-. Además, no tengo reproductor de cedés.
Asentí.
– ¿Sabes esa tal Fran, la chica que vive con tu padre? -Al cambiar de tema, volvió a dulcificar la voz-. Está muy bien. Se preocupa por mí, ¿sabes?
– Eso he oído.
– Tu viejo tiene suerte de haber encontrado una chica como esa.
– Lo sé.
Todo el mundo estaba de acuerdo, de la A a Zelmo. Solo esperaba que Abraham también lo estuviera. Fue entonces cuando recordé lo que quería preguntarle a mi padre sobre los cuadros nuevos. ¿Eran los retratos de Francesca una excusa para mirar fijamente, para intentar ver en profundidad su nueva situación, esa mujer que había ocupado el lugar que Rachel había abandonado hacía tantísimo tiempo? ¿Intentaba comprender a Francesca? ¿O ella le había pedido que la pintara, que la mirara con semejante intensidad? ¿Quién había perseguido la confrontación que revelaban los cuadros?
Siguió un largo silencio lleno solo por el quejido del televisor. Volví a empezar a pensar otra vez en el coche de alquiler y en la carretera que debía recorrer ese día. Mi corazón se estaba empantanando en la calle Dean, pero a quien yo tenía que ver era a Mingus.
Barrett Rude Junior me miró fijamente a los ojos por primera vez en casi veinte años, tal vez adivinándome el pensamiento. Por fin su mirada atravesó la membrana que la cubría desde que había salido a la puerta a recibirnos y durante la breve inspección de la fotografía y las palabras de la caja recopilatoria.
– ¿Qué te trae por aquí a ver a este cantante viejo y acabado, Pequeño Dylan? -preguntó.
Imprimió a las palabras «viejo» y «acabado» algo de su antiguo deje melódico y me noté una leve excitación de las glándulas salivales, como si hubiera mojado la punta de la lengua en cocaína.
– Quería darte los discos. -Ya no podía llamarlos cedés.
– Eso ya lo has hecho -dijo, un poco fríamente.
– Y vamos a ir a visitar a Mingus. Es decir, voy a visitar a Mingus.
– Ah.
Barry volvió a desconectar. Dibujó una mueca de concentración preocupado por algo que ocurría en Juez Judy , quizá un fallo erróneo. Alguien tenía que controlar esas cosas.
– Si tienes algún mensaje para él…
Barry me cortó con su mano semejante a una garra. Un gesto que parecía indicar que Mingus estaba en Watertown, demasiado lejos. La calle Dean era real, Francesca y Arthur eran reales y valía la pena reconocer su existencia. Una traía sopa y el otro cigarrillos. La juez Judy también era bastante real: la tenía delante de las narices. Yo había venido a proponerle a Barry que pensara en California, 1967 y Watertown, cosas demasiado remotas, demasiado cansinas.
– Estoy viendo los programas de la mañana -le dijo a Arthur-. Todavía no me he despertado, tío. Pásate por la noche y nos montamos una juerga.
– Vale, pero Dylan tiene prisa -dijo Arthur-. Solo ha pasado a saludarte.
– Dile al chico que estoy viendo la tele.
Arthur me acompañó hasta el coche y se disculpó.
– Debería haberte advertido que no mencionaras a Mingus -dijo-. En cuanto oye su nombre se cierra en banda.
– ¿Qué le ha hecho Mingus?
– No es tan simple.
Ya había cargado la bolsa en el maletero del coche alquilado y me había despedido de Abraham y Francesca, prometiéndoles pasar otro día con ellos de vuelta de mi visita al norte, antes de regresar a California. Estaba listo para marcharme.
– Ten -dijo Arthur. Volvió a cachearse y sacó un sobre abierto lleno de dinero, contado. Me lo dejó en la palma de la mano-. No puedes dárselo directamente a ellos, no pueden tener dinero allí dentro. Tienes que ingresarlo en su cuenta del economato y así, bueno, lo sacan en cigarrillos o lo que quieran. Hay cien para cada uno.
– ¿Quiénes son ellos?
– ¿Sabes lo que le decía a Marilla, que parece que todos están en la cárcel?
– Sí.
– Robert Woolfolk también está en la cárcel. En Watertown, con Mingus.
Allí era un aficionado, tan neófito al cruzar aquellas puertas como lo había sido en Los Ángeles al entrar en el sanctasanctórum de Jared Orthman. Solo que esta vez era un aficionado rodeado de profesionales. Todas las madres y abuelas negras e hispanas, todos los grandullones amigos de otros grandullones, todo el mundo menos yo sabía cómo se visita una prisión. Empezaron a demostrar su experiencia justo después del aparcamiento, todavía lejos de la alambrada exterior, donde giraban los taxis que llegaban de la estación ferroviaria de Watertown y la terminal de autobuses, donde el autocar de Nueva York lleno de familias de presidiarios descargaba el pasaje y esperaba mientras el conductor fumaba cigarrillos de liar y se arrancaba hebras de tabaco de los dientes. Allí los visitantes formaban una cola para recorrer una casucha alargada, un pequeño tráiler de aluminio apoyado en bloques de hormigón. La tarde anterior había llovido, mientras conducía lejos de la ciudad, seguía lloviendo cuando reservé habitación en un motel cerca del centro y también llovía esa mañana mientras me desayunaba unas salchichas en un Denny’s. Ahora nubes grises verdosas cubrían la prisión y se reflejaban en la grava encharcada a nuestros pies. Solo yo levantaba la vista al cielo y la bajaba al suelo mientras me apresuraba por conseguir un sitio. Dentro del tráiler, tres guardias -llamados funcionarios de prisiones- dirigían un puesto avanzado para cuestiones burocráticas en el que mostrábamos las identificaciones, firmábamos formularios varios, dábamos nuestra dirección, declarábamos nuestra relación con el prisionero, admitíamos entender el reglamento, etcétera. Todos menos yo sabían el número del interno que habían venido a visitar. Yo solo sabía el nombre de Mingus, con lo que obligué a un aburrido comisario a rebuscar en un grueso archivador hasta dar con los dígitos. El baño del tráiler era nuestra última oportunidad para orinar. Todo el mundo la aprovechó, sabían lo que se hacían. Hice cola, esperé. La única cabina del tráiler era la última que veríamos y también estaba permanentemente ocupada. Pensé en llamar a casa a ver si encontraba a Abby. Pero la cola era demasiado larga.
En lo que estaban más puestos los visitantes era en esperar con total deferencia. Habían olvidado quejarse hacía tiempo. Esperamos en una zona de seguridad tras otra mientras avanzábamos paulatinamente hacia el interior del complejo de Watertown. Primero, aprobados por una mano invisible, salimos del tráiler por senderos de cemento pintados de naranja y amarillo fosforescentes. Me resultó imposible evitar el miedo a que me dispararan desde una torreta de vigilancia por cruzar las líneas, porque ahora, una vez perdido de vista el tráiler y el aparcamiento, Watertown entero, nos vigilaban desde las torres de hormigón. Luego atravesamos la denominada «puerta A/B»: una jaula metálica electrificada de modo que las puertas A y B nunca estuvieran abiertas a la vez. Después de dejarnos inspeccionar desde la ventanilla de un despacho, se oyó un zumbido muy fuerte que ordenaba la desconexión del circuito. Los pasadores de la puerta de atrás se cerraron de golpe y la puerta de delante se abrió para permitirnos salir de la jaula.
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