Y con eso entramos, más o menos. La prisión no era, como yo había imaginado, un único edificio, un Gormenghast de piedra o una Estrella de la Muerte de hierro, sino un conjunto de estructuras y verjas y puertas, un inhóspito rancho para ganado humano. Dividiéndolo todo había zonas de seguridad, fosos de cemento inmaculado y alambradas de protección. Y, sorteadas las puertas que nos abrieron unos funcionarios vestidos de gris y con aspecto de esclavos, llegamos a un interior típico de institución, como un colegio de la década de 1960 o las salas de urgencias de un hospital, cubierto de baldosas verdes y paneles de madera mate por el desgaste. Todos los lugares que pisamos en aquel acoso al visitante parecían provisionales, adaptados a un uso temporal, a pesar de que probablemente era el que le daban desde hacía años.
Después comprendí que cada prisionero tenía que ser localizado, cacheado y conducido a la sala de visitas oculta en las profundidades entre aquellas paredes y que por tanto no había ninguna razón para que los guardias acabaran con nuestra burocracia hasta que no hubieran escoltado al prisionero hasta la sala. En aquel lugar no existía el tiempo, el tiempo no tenía valor. No éramos clientes a los que complacer o tranquilizar. Sin embargo, pese a la espera, siempre me sorprendían cuando decían mi nombre y me sentía culpable porque estaba mirando en la dirección equivocada distraído por lo que había colgado en las paredes, carteles amarillos, memorandos de diez años de antigüedad en los que pedían que «los sargentos de bloque permanezcan en sus puestos hasta la llegada de los sargentos de bloque de relevo» y prohibían que «las visitantes lleven faldas que no alcancen el largo mínimo de cinco centímetros por encima de las rodillas», anuncios de servicios chárter o guardería, de clínicas abortistas o asociaciones para alcohólicos y una larga lista hipnótica, fotocopiada hasta convertirla en un borrón rúnico, de productos del economato: pasta de dientes, 1,39 $; peine, 19 cent.; ketchup, 19 cent.; bote de pollo, 1,79 $; bote de judías con lima, 89 cent.; bote de café instantáneo, 1,59 $; mantequilla de cacahuete, 1,39 $; suavizante, 1,29 $; redecilla pelo, 29 cent.; bollo, 25 cent.; bollo chocolate, 30 cent., y así hasta el final, la lista era hechizante sin ningún esquema, horrible.
– Ebdus.
– Sí.
– Fuera cinturón y zapatos, vacíe el contenido de los bolsillos en la caja de madera.
Avancé con andares de pato, solo a mí tuvieron que darme explicaciones.
– Todo en la caja.
Me vacié los bolsillos, les ofrecí mis zapatos y el cinturón.
– Nada de bolígrafos.
Me encogí de hombros.
– Tírelo aquí.
– Claro.
Dejé mi bolígrafo en un cubo de basura metálico de color verde. Otros visitantes atravesaban el detector de metales mientras yo jugueteaba con mis porquerías.
– ¿Qué es ese anillo?
– Anillo de bodas.
– ¿Por qué no lo lleva puesto?
– Eh… es el anillo de bodas de mi madre. Lo llevo conmigo, pero no me entra.
«No me lo haga poner», rogué. La funcionaria bizqueó, frunció el ceño, lo dejó pasar. Había otra cosa más interesante.
– ¿Qué es eso?
– ¿El qué?
Señaló un tapón de oídos cónico de color naranja pálido que sobresalía de la montaña de monedas y llaves de coche que había dejado en la bandeja de madera junto al anillo. El tapón se había desplegado, se había abierto como suelen hacer las espumas.
– Un tapón para los oídos -dije.
– ¿Para qué?
Consideré el aspecto del tapón, su forma vagamente sexual, con ojos de funcionaria.
– Para el avión.
Lo miró detenidamente. Entonces me pregunté si no le parecería algo relacionado con drogas.
– ¿Eso es para el avión?
– Para no oír el ruido de los motores y poder dormir.
– ¿Solo uno?
– Supongo que el otro se ha perdido.
– Hum…
Nunca había sopesado las implicaciones burguesas de un tapón para los oídos. La funcionara puso mala cara, pero dejó la bandeja con mis cosas en el extremo alejado de la barrera.
– Deme su mano derecha, señor. -Me marcó los nudillos con un sello invisible-. Coja su bandeja, señor.
Una vez del otro lado, empecé a calzarme y a guardarme las cosas en los bolsillos.
– Aquí no, señor.
– ¿Qué?
– No puede quedarse en esta área. Llévese la bandeja a aquel banco de allí.
Nos llamaron a cinco para examinarnos las manos con una varita luminosa que resaltaba el violeta. Las llaves del cinturón del oficial de escolta eran de diversos tamaños y formas, algunas tan modernas como la llave de contacto de mi coche alquilado y otras tan medievales como las del alguacil de El Mago de Id . Mientras nuestro grupo avanzaba por el corredor aprendí otra arte sutil, la de ralentizar la marcha para que el funcionario, que se retrasaba para cerrar la puerta a nuestras espaldas, tuviera tiempo de adelantarnos para abrir la puerta que nos esperaba por delante.
Traté de absorber la docilidad experta de los demás como un bálsamo. Empecé a entender entonces que nos estaban transformando en internos como recompensa por haber pedido entrar. Habíamos atravesado siete u ocho niveles de seguridad cuando me condujeron a la sala de visitas de Mingus Rude, una sala de baldosas azul claro con olor a lejía. Nos separaba una ventana de plexiglás cubierta de diminutos arañazos y teníamos que hablar por teléfono.
Al principio, Mingus tuvo que hablar por los dos. Yo no encontraba las palabras.
– D-Man. No me puedo creer que seas tú, mierda.
Asentí.
– Mírate. Cómo has crecido, chaval. ¡Ja!
Yo había regresado desde aquella distancia en la que Mingus a veces me había parecido un mito, un imposible. Ahora lo tenía ante mí, en carne y hueso extremadamente humanos. Porque Mingus estaba en los huesos, tenía el blanco de los ojos de un amarillo enfermizo, llevaba el ridículo bigote a lo Fu Manchú de su padre y una sudadera roja asquerosa; en su ancho mentón se veía una incisión y una cicatriz unía su ceja arqueada con el párpado. Con todo, me convencí de que no tenía mal aspecto o al menos que no era tan distinto del hombre que yo recordaba. Había visto cierto parecido con Mingus en la fotografía de la portada de Bothered Blue , pero ahora, pese al bigote, no veía a Mingus en relación a su padre. Mingus era solo Mingus, el ídolo caído de toda mi juventud, mi mejor amigo, mi amante. Sentado frente a él, supe que Mingus ya se había hecho un hombre antes de la última vez que nos habíamos visto, el día del tiroteo. Detestaba recordar al muchacho que me encontré en el espejo la primera vez que entré en la residencia estudiantil de Camden: un chico asustado, desesperado por impresionar con su nuevo corte punk, que continuaría su vida fingiendo que ni sabía ni había visto todo lo que sabía y había visto.
– No me lo creo. ¿Dónde has estado, hijo?
Mingus hablaba como si retomara la conversación donde la habíamos dejado, un año antes de graduarme en Stuyvesant. Como si esas últimas décadas hubiera estado en el instituto en Manhattan y sencillamente lleváramos unos meses sin cruzarnos en la calle Dean y chocar los cinco.
Bien, pues, ¿dónde había estado? Contesté:
– En California.
– Ya, ya, tu padre me dijo que te habías marchado. Un día de estos tengo que irme para allá: el Estado del Oro, maldita sea. -Como Marilla, Mingus sencillamente no había encontrado el momento-. Dillinger se nos ha ido al oeste a echar un vistazo al Estado del Oro. Pero aunque el chico vive a lo grande, no reniega de sus raíces y vuelve para dejarse ver.
Mingus estaba escribiendo una novela, envolviendo mi incomodidad con su calidez de viejo narrador. No tenía sentido, solo era un regalo que acepté agradecido. No mencionó la naturaleza peculiar del escenario de nuestro reencuentro, pese a que su espectáculo tenía que pasar por un intercomunicador. El escenario no lo soportaba. Su sonrisa era cálida, el aspecto radiante de Mingus del otro lado del plexiglás parecía indicar que poseía una visión binocular que excluía los alrededores. Recordé cómo la ciudad había retrocedido ante nosotros al subir al paseo del puente de Brooklyn a contemplar las pintadas de las paredes y pensé entonces que aquel siempre había sido uno de los talentos de Mingus.
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