Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Fue como una fiebre. La habitación del motel se me venía encima, las paredes se movían, como le pasaba a Ray Milland en Días sin huella . Rompí a sudar, se me revolvían peligrosamente los intestinos. Todavía inmóvil, a excepción del pulgar del mando a distancia, buscaba una cadena que me distrajera de mi intento. Inútil. De modo que me levanté de la cama de un salto, me lavé el cuello pegajoso de sudor y pasé unos cinco minutos bajo el fluorescente del lavabo intentando convencerme con la mirada de que no hiciera lo que pensaba hacer. Luego volví a preparar la bolsa de viaje y pagué el motel.

Escondí el coche alquilado en el aparcamiento tamaño estadio de un centro comercial de las afueras de la ciudad, camuflándolo en un mar de modelos similares. Al recordar los detectores de metal, me saqué el cinturón y el reloj y los dejé debajo del sillín, luego guardé la cartera en la guantera porque tampoco quería llevarla conmigo allí dentro. También retiré la llave del coche del llavero y me la metí en el zapato, como el dinero para los atracos de sexto curso. Por último, me puse el anillo de Aaron Doily y salí a pie, invisible, del aparcamiento del centro comercial y recorrí los tres kilómetros que me separaban de la prisión por el arcén de la carretera, dejando atrás los carteles que advertían «NO RECOJA AUTOSTOPISTAS».

El aparcamiento de la prisión estaba a los pies de la colina, detrás del tráiler donde ese mismo día más temprano había empezado mi primer viaje al interior de la cárcel. El turno de noche iba entrando poco a poco, de uno en uno o por parejas, en utilitarios o camionetas de diez años para que un tipo de una cabina comprobara por encima sus pases y echara un vistazo a las bolsas por si llevaban contrabando. No me costó colarme detrás de un Datsun: daba la impresión de que hasta un hombre visible podría haberlo conseguido, cubierto por la neblina y el cansancio. Mi Datsun guía ocupó su lugar entre otros coches. El conductor era un tipo bajito, con forma de pera y patillas a lo Elvis que llevaba un jersey Bills. Se detuvo junto a la portezuela abierta del coche a acabarse tranquilamente un pitillo antes de aplastar la colilla en el suelo de grava y dirigirse hacia la entrada. Me pegué a él, sincronizando mis huellas invisibles con sus ruidosos pasos. Me tambaleé un poco y recordé la naturaleza especial de la torpeza invisible, el pánico auditivo que parecía ser inherente a la ausencia de apariencia. Aunque imitar el andar simiesco del señor Pera me ayudó a recuperar el equilibrio.

Los funcionarios tenían una puerta A/B para ellos, donde se escudriñaban uno a otro a través de un panel de vidrio. Lo cual requería una maniobra arriesgada: casi me pilla la puerta B y al intentar no rozarle los talones al señor Pera con la punta de mis Converse de caña estuve a punto de caerme encima de él. Pera se giró. Retrocedí hasta la puerta, callado como una tumba. Pera entornó los ojos, no vio nada, confió en la vista y siguió adelante. Espiré. Llegaban gruñidos y zumbidos de las plantas bajas de la prisión y una cascada de ruidos metálicos lejanos inundaba el ambiente: suficiente para disimular las respiraciones inoportunas de un hombre invisible.

De modo que seguí a mi despreocupado escolta por el patio iluminado por la luna. Pasamos a un búnker bajo en el que se veían varias oficinas iluminadas detrás de ventanas sin barrotes, un edificio en el que no me había fijado durante mi visita oficial y que no contenía celdas visibles. Pera cruzó una puerta abierta y se dirigió hacia otra con una placa que indicaba «VESTUARIO MASCULINO». Fue entonces cuando comprendí que Pera había terminado su misión, que ya no había razón para seguirle más. Necesitaba encontrar otros cuerpos a los que pegarme: habría sido una casualidad increíble que Pera me hubiera conducido precisamente al bloque donde estaba encerrado Mingus.

Le abandoné y volví a las oficinas. Allí no olía al miedo autoritario que había notado en el vestíbulo de los visitantes. Aquel lugar era tan inocuo como el departamento de vehículos motorizados de una ciudad provinciana. Dos funcionarios tonteaban junto a la máquina de cafés, la mujer llevaba el pelo negro muy corto pero el uniforme le marcaba las curvas. Había dos más sentados con unos sujetapapeles, trabajando entre bostezos. Otra pareja veía un televisor del tamaño de un radiodespertador en el que emitían los últimos minutos del mismo partido de los Mets que yo había visto en el motel, uno bebía Coca-Cola y el otro jugueteaba con una cajetilla de cigarrillos. Las paredes color lima estaban decoradas con fotografías escolares, tiras cómicas de los periódicos, calendarios de taller mecánico. Tal vez diez años antes tenían fotografías de chicas, pero la actual presencia de guardias femeninas lo impedía. Aunque supuse que todavía habría fotos de chicas en el vestuario de los hombres.

Mientras estaba pegado a la pared junto a la puerta, Pera entró en la habitación, esta vez en su uniforme gris recién planchado y con el cinturón cargado con porra y llavero.

– ¿Pasa, Stamos? -dijo el funcionario de al lado de la máquina de cafés.

– Pasa, tú -dijo Pera-Stamos-. ¿Qué haces?

Los guardias eran todos caucásicos. Sin embargo, incluso allí, en aquel pueblucho perdido en mitad de ninguna parte, todo eran «¿Pasa?» y «¡Eh, tú!».

– Te estaba buscando -contestó el otro guardia, y su compañera se alejó de la máquina con cara de asco-. Metzger nos quiere arriba con un cedé. Mierda de cumpleaños.

– Con crema por encima, por favor -dijo Stamos sin entusiasmo.

– Cuidado con lo que pides.

– Por Dios, que no me jodan la noche.

– Yo te protegeré, cielito.

Stamos y su amigo se despidieron del oasis de oficinas con un gesto de la cabeza para cumplir con el lúgubre deber que parecía representar subir un cedé.

– Que la fuerza os acompañe -dijo otro guardia desde la mesa, despidiéndose sin levantar la vista.

Me separé de Stamos. De todos modos no me gustaba demasiado. Supuse que podría pegarme a cualquiera de los guardias que estarían haciendo la ronda por los edificios y me sentía impaciente por encontrar puertas aseguradas y lo bastante emocionado para aguantarme la respiración y ralentizar el pulso mientras esperaba a que giraran las llaves y me dieran la oportunidad de colarme detrás de ellos. El problema estaba en localizar a Mingus en aquella pequeña ciudad distópica que formaba la cárcel, donde las calles no tenían nombre… al menos, no tenían placas con nombres.

Tal vez las coordenadas de Mingus estuvieran en los sujetapapeles o en un archivador como el que el guardia del tráiler había consultado. De modo que me dediqué a rondar por las mesas para espiar por encima de los hombros e incluso a hojear los papeles de las mesas vacías cuando podía. No descubrí nada. El único libro con listas que encontré no estaba lleno de nombres, sino de horarios de entradas en una jerga indescifrable: «4.00 seguridad ENT / 4.25 sarg. Mortine edificio G SAL/ 6.30 interno Legman, Douglas 86B5978 pide colcha por ordenanza RLH», etcétera. En otra mesa vi un ejemplar de Familia FP , una revista de la Fundación Funcionarios de Prisiones, cuyo titular principal rezaba simplemente: «¡Superados en número!».

Entonces me fijé en una pila de carpetas marcadas con nombres de internos y números colocada en un estante bajo, lejos de las mesas, y cuyas páginas superiores mecía la brisa que entraba por una ventana abierta. Si para algo servía la invisibilidad era para liberar el viejo placer infantil por tirar las cosas: con la brisa como excusa, tiré las carpetas al suelo de linóleo.

– Joder -dijo el funcionario Que-la-fuerza-os-acompañe, que era el que estaba más cerca.

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