Jonathan Lethem - La Fortaleza De La Soledad

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«La fortaleza de la soledad ejemplifica, sin necesidad de grandes aspavientos vanguardistas, nuestro paradójico signo de los tiempos», Qué Leer
Esta es la historia de un chico negro y uno blanco: Dylan Ebdus y Mingus Rude, vecinos que comparten sus días y defienden su amistad a capa y espada desde un rincón de Nueva York. Esta es la historia de su infancia en Brooklyn, un barrio habitado mayoritariamente por negros y en el que comienza a emerger una nueva clase blanca. Esta es la historia de la América de los años setenta, cuando las decisiones más intrascendentes -qué música escuchar, qué zona ocupar en el autobús escolar, en qué bar desayunar- desataban conflictos raciales y políticos. Esta es la historia de lo que habría pasado si dos adolescentes obsesionados con superhéroes de cómic hubieran desarrollado poderes similares a los de los personajes de ficción. Esta es la historia que Jonathan Lethem nació para contar. Esta es La fortaleza de la soledad.
Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es una de las voces más inventivas de la ficción contemporánea. Es autor de nueve novelas y depositario de distinguidos galardones, como el Premio Nacional de la Crítica de Estados Unidos.

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Esa noche no pude preguntarle a mi padre por ellos, no encontré las palabras adecuadas. Francesca estaba demasiado emocionada con mi visita y solo podíamos esperar a que se cansara de parlotear. Mi padre se fue a la cama. Francesca siguió un rato antes de agotarse. En cuanto lo hizo, llamé dos veces a mi casa, comprobé los mensajes del contestador. Ninguno de Abby.

Francesca dormía hasta tarde. Le pedí a Abraham que me despertara para mi cita con Arthur en el Berlin. Los dos nos sentamos solos a tomar el café, pero ya no logré recordar lo que quería preguntarle sobre los retratos. Le dije que me gustaban.

– Gracias.

– ¿Vas a intentar exponerlos?

– No lo he pensado.

– ¿Sigues trabajando en la película?

Abraham me atravesó con una mirada de pánico a lo Buster Keaton.

– Por supuesto, Dylan. Todos los días.

La casa abandonada no estaba abandonada. Tuve que contar portales desde el patio de Henry para encontrarla. Habían restaurado todo el enladrillado de la manzana, los dinteles y las escaleras, habían reparado y pintado las verjas: la manzana era como un decorado para una película que mostrara una pobreza idealizada y dulcificada en pintorescos tonos sepia. Incluso la acera estaba lisa y limpia, recompuesta como los ladrillos donde no habían sustituido la pizarra por cemento.

Estaba mirando embobado las cornisas, preguntándome cuántas pelotas podridas seguían atascadas en los canalones, cuando Arthur me llamó: le había dejado atrás. Arthur se había parado a hablar con una mujer negra en la escalinata de Henry, o la que había sido su escalinata, y aunque como Euclid ya no era esbelta, reconocí a Marilla. Se había dejado crecer las trenzas y las llevaba recogidas en lo alto de la cabeza. Estaba echando un trago de una bolsa de papel en el primer escalón.

– ¿Te acuerdas de Dylan?

– ¿Qué dices, Artie? Conozco a Dylan desde antes de conocerte a ti.

Se nos escapaban reclamaciones de nuestros orígenes como votos por una gran causa. Si Marilla no lo hubiese dicho, tal vez lo habría hecho yo. No era muy distinto de escribir, como una vez había escrito, que «Nadie que haya escuchado alguna vez el “Fever” de Little Willie John necesita molestarse en escuchar las versiones posteriores del tema». Quizá el lugar donde por primera vez había encontrado mi furor por la autenticidad había sido la calle Dean.

– Estás viejo, Dylan. ¿Dónde andabas?

– Vivo en California -dije.

– La-La se fue a California. ¿La has visto alguna vez?

– No -dije, casi sin voz-. Nunca me he encontrado con La-La. -Sopesé bromear con La-La y La-La-Land, pero imaginé que no les haría gracia.

– ¿No?

– California es muy grande.

– Un día de estos tendré que descubrirlo en persona.

Marilla no estaba en absoluto sorprendida de verme, solo de que hubiera pasado tanto tiempo. Deduje que no había salido de la manzana, que para ella Arthur sería un aventurero que había vagado por tierras lejanas. Quería transmitirle mi asombro de que siguiera allí, de que pudiera reconocerme después de los lugares en los que había estado, pero nada de lo que pudiera farfullar sobre Berkeley o Vermont, sobre el despacho de Jared Orthman o ForbiddenCon 7 le habría transmitido nada más que eso, un simple galimatías. En realidad, lo que me asombraba era hasta qué punto había renegado de aquel lugar. Al estar allí con Arthur y Marilla tenía la impresión de que lo normal era eso.

– ¿Henry todavía vive aquí? -grazné.

– Se pasa por aquí -dijo Marilla-. Tendrías que ver cómo se nos quedan mirando los blancos en la mismísima calle de Henry. Les dan ganas de llamar a la policía, solo que Henry es el puto poli.

– La gente nueva del barrio no entiende lo de sentarse en la escalinata -repuso Arthur a modo de disculpa.

– ¿Henry es poli?

– En realidad, el poli es Alberto y Henry es ayudante del fiscal del distrito. -Arthur reflexionó un momento sobre la situación-. Casi todo el mundo está en la cárcel o es poli. A excepción de ti y de Dylan, Marilla.

– Bueno, pues yo sé de unos cuantos que deberían estar en la cárcel.

Arthur se rió.

– Nos vamos a ver a Junior, Marilla.

– ¿Junior? Mierda. Ese es el primero de mi lista.

El director artístico de Rhodes Blemner había conseguido una fotografía sorprendentemente antigua del archivo Michael Ochs para la cubierta de la caja Bothered Blue de Remnant, que yo no había visto hasta que las primeras prensadas de las copias acabadas del recopilatorio llegaron a mi casa de Berkeley unas semanas antes, enviadas directamente desde la fábrica canadiense. Se veía a Barrett Rude Junior al micrófono del estudio Sigma, rodeado de los Distinctions, tapándose una oreja con la mano y con la boca abierta, rugiendo como un Ali jactancioso. Por la pinta de la foto debía de corresponder a una de las primeras sesiones del grupo, porque a los Distinctions todavía se les veía sobrecogidos por la joya que les había llovido del cielo.

Me pregunto si un extraño podría haber conciliado aquel rostro amplio y fuerte y aquellas uñas pulidas y el peinado geométrico, aquella corbata fuertemente anudada contra la camisa blanca como el papel, toda la autoridad y fuerza depredadora de aquel Barrett Rude Junior treintañero, con la forma consumida como una manzana pasada de garras amarillentas y bigotes a lo Fu Manchú que aceptó la caja recopilatoria que le regalé. No es que no tuviera igual de buen aspecto: nadie jamás había tenido tan buen aspecto como el hombre de la fotografía. Pero no sé cómo habría deducido la huella del paso del tiempo en la cara de Barry de no haber contado con la ventaja de conocer a su padre y a su hijo. Tal era la distancia que separaba al hombre de la fotografía. El cantante de la fotografía era Mingus a los dieciocho años, en un buen día. En cuanto al hombre que cogía el regalo con mano temblorosa arañándome la palma con las uñas… bueno, lo que me vino a la cabeza era menos que una revelación y más que una broma: Junior se había convertido en Senior. Incluso llevaba la estrella de David de Senior colgada entre la maraña canosa que dejaba entrever la bata. Cuando le vi bajar la mirada hacia la caja y descubrirse a sí mismo quise arrancarle el regalo de las manos y tirarlo a la calle, solo que ya era demasiado tarde.

– He escrito las notas de presentación -dijo.

– ¿Eh?

– Dentro hay un librito, un pequeño ensayo sobre tu carrera. Lo he escrito yo. Espero que te guste.

Por alguna razón, hasta ese momento no había sopesado las posibilidades de que Barrett Rude Junior leyera mi homenaje. Ahora había unas cuantas frases que preferiría que pasara por alto. Una vez más, era demasiado tarde.

– Ya me gusta, chaval -dijo Barry.

Dejó la caja en el sofá al lado de donde estaba sentado. Nos había dejado pasar tan poco sorprendido como Marilla. El piso apenas había cambiado, solo lucía el desgaste de veinte años de falta de cuidados. Barry ocupaba una porción considerablemente menor del espacio disponible. Y yo habría jurado que algunos discos seguían donde los había visto la última vez, apilados en el suelo junto al estéreo, la mitad de ellos fuera de las fundas.

– ¿Ves, Arthur? -dijo Barry, apartando un segundo la vista del televisor, sintonizado en Juez Judy . El televisor era nuevo y me dio la impresión de que lo usaba más que el tocadiscos-. Siempre dije que Little Dee nos daría motivos de orgullo.

– Claro -dijo Arthur-. Ten, Barry, yo también te he traído una cosa. -Se palpó los bolsillos hasta encontrarlo: un paquete nuevo de Kool, que tiró al regazo de Barry-. ¿Sabes la advertencia de que fumar perjudica la salud? Muy poca gente sabe que la escribí yo.

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