Philip Roth - Elegía

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El protagonista de esta intensa crónica sobre el paso del tiempo es alguien que descubre la terrible realidad de la muerte en las playas de su infancia, que triunfa en su carrera como publicitario, que fracasa estrepitosamente en sus tres matrimonios y que, en su vejez, reflexiona sobre el deterioro físico, el arrepentimiento y la necesidad de aceptar la inanidad de su porpia existencia.

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– Has estado peligrosamente enfermo, has pasado por un infierno -le dijo Howie-, y mientras yo esté aquí, nada ni nadie va a impedir que te recuperes. Esto no es más que un regalo para asegurarnos un rápido restablecimiento de tu salud.

Estaban juntos en la puerta de la habitación. Howie hablaba con sus musculosos brazos alrededor de su hermano. Aunque aparentaba estar por encima de efusiones sentimentales, su rostro, casi una réplica del de su hermano, no podía disimular sus emociones cuando le dijo:

– Tengo que aceptar la pérdida de nuestros padres. Jamás podría aceptar perderte a ti.

Entonces se marchó en busca de la limusina que le esperaba abajo para llevarlo al hospital de Jersey.

Olive Parrott, la enfermera de noche, era una negra corpulenta, de porte y modales que le recordaban a Eleanor Roosevelt. Su padre era propietario de una plantación de aguacates en Jamaica, y su madre tenía un libro de los sueños en cuyas páginas anotaba todas las mañanas los sueños de sus hijos. En las noches en que él sentía demasiadas molestias para poder dormir, Olive se sentaba en una silla a los pies de la cama y le contaba inocentes anécdotas de su infancia en la plantación de aguacates. De acento antillano y hermosa voz, sus palabras le serenaban como no lo había hecho ninguna mujer desde que su madre se sentara a su lado y le hablara en el hospital después de la operación de hernia. Con excepción de las preguntas que le hacía a Olive, permanecía callado, contento hasta el delirio por estar vivo. Resultó que le habían intervenido en el último momento: cuando lo ingresaron en el hospital, sus arterias coronarias tenían una oclusión del noventa al noventa y cinco por ciento, y estaba al borde de un masivo y probablemente fatal ataque al corazón.

Maureen era una pelirroja pechugona y sonriente que había tenido una infancia dura en el seno de una familia irlandesa y eslava en el Bronx, y se expresaba con una brusquedad alimentada por el aplomo de una persona ruda y luchadora de la clase obrera. Tan solo verla llegar por la mañana animaba al convaleciente, aunque el agotamiento posterior a la operación era tan intenso que el mero hecho de afeitarse (y ni siquiera afeitarse de pie, sino sentado en una silla) le extenuaba, y tuvo que volver a acostarse y hacer una larga siesta después de dar su primer paseo por el corredor del hospital con ella a su lado. Era Maureen quien llamaba al médico de su padre y le mantenía informado del estado en que se encontraba el moribundo hasta que tuvo fuerzas suficientes para hablar él mismo con el doctor.

Howie había dispuesto, sin darle opción a negarse, que cuando saliera del hospital Maureen y Olive cuidarían de él (y una vez más Howie correría con los gastos), por lo menos durante las dos o tres primeras semanas de convalecencia en casa. No lo consultó con la esposa, y a ella le molestó tanto el arreglo como la implicación de que era incapaz de cuidar de él por sí sola. Le irritaba sobre todo Maureen, quien hacía poco por ocultar el desprecio que sentía por la mujer del paciente.

En casa transcurrieron más de tres semanas antes de que el agotamiento empezara a remitir y él pensara en la posibilidad de volver al trabajo. El mero esfuerzo de comer sentado en una silla le obligaba a acostarse en cuanto terminaba de cenar, y por la mañana tenía que sentarse en un taburete de plástico para asearse en la ducha. Con Maureen empezó a hacer suaves ejercicios calisténicos, y día a día trataba de alargar en diez metros más el paseo que daba con ella por la tarde. Maureen tenía un novio del que le hablaba, un cámara de televisión con el que esperaba casarse cuando él encontrara un empleo estable, y al finalizar la jornada laboral a ella le gustaba tomarse un par de copas con los habituales del vecindario en el bar cercano a su domicilio en Yorkville. Hacía buen tiempo, y cuando paseaban él disfrutaba contemplando la figura de la mujer, que vestía polos ceñidos y faldas cortas y calzaba sandalias veraniegas. Los hombres la miraban continuamente, y ella no se arredraba en devolver la mirada con burlona agresividad si alguien se la comía con los ojos. La presencia de ella a su lado le hacía sentirse más fuerte cada día, y regresaba de los paseos encantado con todo, excepto, naturalmente, con su celosa mujer, que daba portazos y en ocasiones abandonaba el piso poco después de que él y Maureen hubieran entrado.

No era el primer paciente enamorado de su enfermera. Ni tan solo era el primer paciente enamorado de Maureen. Esta había tenido varias aventuras en el transcurso de los años, algunas con hombres bastante peor de lo que él estaba y que, como en su caso, se recuperaron por completo con la ayuda de la vitalidad de Maureen. Tenía el don de hacer sentirse esperanzados a los enfermos, tan esperanzados que en vez de cerrar los ojos para perder de vista el mundo los abrían de par en par para contemplar la vibrante presencia de aquella mujer y se sentían rejuvenecidos.

Maureen le acompañó a Nueva Jersey cuando murió su padre. A él aún no le estaba permitido conducir, por lo que la enfermera se ofreció voluntaria y ayudó a Howie a realizar los trámites en la Funeraria Kreitzer del condado de Union. En sus últimos diez años de vida su padre se había vuelto religioso y, después de jubilarse y enviudar, empezó a acudir a la sinagoga al menos una vez al día. Mucho antes de la enfermedad que desembocó en su muerte, le pidió al rabino que llevara a cabo la ceremonia fúnebre totalmente en hebreo, como si el hebreo fuese la respuesta más firme que se pudiera dar a la muerte. Para el hijo menor de su padre, el lenguaje no significaba nada. Junto con Howie, había dejado de tomarse el judaísmo en serio a los trece años (el domingo después del sábado de su bar mitzvah), y desde entonces no había puesto los pies en una sinagoga. Incluso había dejado en blanco la casilla de religión en el formulario de ingreso en el hospital, no fuera a ser que la palabra «judío» provocase la visita a su habitación de un rabino para hablarle como lo hacen los rabinos. La religión era una mentira que él había reconocido como tal en su adolescencia, y todas las religiones le parecían ofensivas, y consideraba sin sentido e infantiles sus disparates supersticiosos; no soportaba su falta absoluta de madurez: el lenguaje pueril, la rectitud, el rebaño, los ávidos creyentes. No aceptaba las mistificaciones acerca de la muerte y de Dios ni las obsoletas fantasías del paraíso. Solo existían nuestros cuerpos, hechos para vivir y morir de acuerdo con unas condiciones decididas por los cuerpos que habían vivido y muerto antes que nosotros. Si podía decirse de él que había encontrado un nicho filosófico a su conveniencia, era ese: lo había hallado pronto y de una manera intuitiva, y, por elemental que fuese, le bastaba. Si alguna vez escribía su autobiografía, la titularía Vida y muerte de un cuerpo masculino. Pero una vez jubilado intentó convertirse en pintor, no en escritor, y por ello puso ese título a una serie de sus abstracciones.

Sin embargo, nada de lo que había hecho o de aquello en lo que no creía tuvo importancia el día en que enterraron a su padre al lado de su madre en el destartalado cementerio cerca de la autopista de Jersey.

Sobre el portal por donde entró la familia al recinto original del viejo camposanto del siglo diecinueve había un arco con el nombre de la asociación del cementerio inscrito en hebreo y, en cada uno de sus extremos, una estrella de seis puntas tallada. La piedra de las dos columnas del portal estaba muy deteriorada y desportillada, debido tanto al paso del tiempo como al vandalismo, y para entrar había que empujar una combada puerta de hierro, pero estaba desencajada de sus goznes y empotrada varios centímetros en el suelo. Tampoco la piedra del obelisco ante el que pasaron (donde estaban inscritas frases de los textos sagrados hebreos y los nombres de la familia enterrada al pie del plinto) había capeado bien el transcurso de las décadas. Al comienzo de las apretadas hileras de lápidas verticales se alzaba uno de los pequeños mausoleos de ladrillo de la sección antigua, cuya puerta con filigrana de acero y las dos ventanas originales (que en la época en que fueron enterrados sus ocupantes debieron de tener vidrieras de colores) habían sido cegadas con bloques de cemento para proteger el mausoleo de nuevos actos vandálicos, de modo que ahora la pequeña construcción cuadrada parecía más un cobertizo para herramientas abandonado o un váter al aire libre ya fuera de servicio que un lugar de descanso eterno en consonancia con el renombre, la riqueza o la categoría social de quienes lo erigieron para albergar a sus familiares fallecidos. Pasaron lentamente entre las lápidas verticales que tenían inscripciones en hebreo pero que en algunos casos también contenían palabras en yiddish, ruso, alemán e incluso húngaro. En la mayoría de ellas estaba grabada la estrella de David, mientras que en otras la decoración era más elaborada, con un par de manos en actitud de bendición, una jarra o un candelabro de cinco brazos. En el lugar donde estaban las tumbas de niños y bebés (y las había en número considerable, aunque no tantas como las de las mujeres jóvenes fallecidas en la veintena, muy probablemente durante el parto), vieron alguna lápida rematada por la escultura de un cordero o decorada con el grabado de un tronco de árbol con la mitad superior serrada, y cuando avanzaban en fila india por los tortuosos, desiguales y estrechos senderos del cementerio original hacia los espacios más nuevos y parecidos a un parque al norte, donde iba a celebrarse el entierro, era posible (en aquel pequeño cementerio fundado en un campo en el límite entre Elizabeth y Newark por, entre otros, el cívico padre del fallecido propietario de la más querida joyería de Elizabeth) contar cuántos habían perecido por la epidemia de gripe que mató a diez millones de personas en 1918.

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