Philip Roth - Elegía
Здесь есть возможность читать онлайн «Philip Roth - Elegía» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Elegía
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:4 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 80
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Elegía: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Elegía»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Elegía — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Elegía», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Transcurrió un mes. No podía concentrarse en su trabajo, abandonó la natación por las mañanas y por entonces no podía ni ver la comida. Un viernes por la tarde salió temprano del trabajo y tomó un taxi hasta la consulta del médico, sin haber concertado una cita ni siquiera llamar por teléfono. Tan solo telefoneó a Phoebe para decirle lo que estaba haciendo.
– Ingréseme en un hospital -le dijo al médico-. Siento que me estoy muriendo.
El médico hizo los trámites, y cuando llegó al hospital Phoebe estaba ya junto al mostrador de recepción. A las cinco de la tarde lo instalaron en una habitación, y poco antes de las siete un hombre de mediana edad, alto, bronceado y apuesto, vestido de esmoquin, entró en la habitación y se presentó como un cirujano a quien su médico había llamado para que le echara un vistazo. Iba camino de algún acontecimiento social, pero antes quiso detenerse para hacerle un examen rápido. Lo que hizo fue apretarle muy fuerte por encima de la ingle, en el lado derecho. Al contrario que el médico de cabecera, el cirujano siguió apretando, y el dolor era insoportable. Se sintió al borde del vómito.
– ¿No había tenido dolor de estómago hasta ahora? -le preguntó el cirujano.
– No.
– Bueno, es el apéndice. Hay que operar.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
La siguiente vez que vio al cirujano fue en el quirófano. Se había cambiado el esmoquin por una bata quirúrgica.
– Me ha librado de un banquete muy aburrido -le dijo.
No se despertó hasta la mañana siguiente. Al pie de la cama, junto con Phoebe, estaban sus padres, todos con expresiones sombrías. Phoebe, a quien no conocían (salvo por las descripciones denigratorias de Cecilia, por las diatribas telefónicas en las que terminaba diciendo: «Siento lástima por esa pequeña señorita Muffet de la canción de la araña que ocupa mi lugar… ¡de veras me da pena esa pequeña y repugnante zorra cuáquera!»), les había telefoneado a Nueva Jersey y ellos se habían puesto en camino de inmediato. Por lo que pudo apreciar un enfermero tenía dificultades para introducirle una especie de tubo en la nariz, o tal vez intentaba extraerlo. Pronunció sus primeras palabras («¡No la cagues!») antes de volver a sumirse en la inconsciencia.
Cuando volvió en sí, sus padres estaban sentados en unas sillas. Aún parecían atormentados, así como abrumados por la fatiga.
Phoebe estaba en una silla al lado de la cama y le tenía cogida la mano. Era una joven pálida y bonita, cuyo dulce aspecto no delataba su ecuanimidad y perseverancia. No manifestaba ningún temor ni permitía que se le trasluciera en la voz.
La joven tenía una considerable experiencia del padecimiento físico debido a los intensos dolores de cabeza de los que había hecho caso omiso cuando era veinteañera, pero que cuando rebasó la treintena y se convirtieron en regulares y frecuentes comprendió que se trataba de migrañas. Era una gran suerte que fuera capaz de dormir cuan«do le asaltaba uno de aquellos dolores, pero en cuanto recobraba la conciencia allí seguía: el increíble dolor en un lado de la cabeza, la presión en la cara y la mandíbula y, en el fondo de la cuenca del ojo, un pie que le aplastaba el globo ocular. Las migrañas comenzaban con espirales de luz, manchas brillantes que giraban ante sus ojos incluso cuando los cerraba, y entonces progresaban y se convertían en desorientación, mareo, dolor, náusea y vómitos.
– Tienes la sensación de que no estás en el mundo -le decía luego-. En mi cuerpo no hay más que la presión en la cabeza.
Todo lo que podía hacer por ella era coger la gran cacerola en la que había vomitado y limpiarla en el baño, y luego regresar de puntillas al dormitorio y dejarla al lado de la cama para que la usara cuando volvieran a acometerle las náuseas. Durante las veinticuatro o cuarenta y ocho horas que duraba la migraña, ella no podía soportar otra presencia en la habitación a oscuras, como tampoco el más leve resquicio de luz que se filtrara por debajo de las persianas bajadas. Y ningún fármaco servía de ayuda. Ninguno era eficaz. Cuando empezaba la migraña, no había manera de detenerla.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó él.
– Se te reventó el apéndice. Lo has tenido así durante un tiempo.
– ¿Estoy muy enfermo? -preguntó con voz débil.
– La peritonitis está muy extendida. Tienes drenajes en la herida. Te la están drenando. Y te están suministrando grandes dosis de antibióticos. Te pondrás bien. Volveremos a nadar por la bahía.
Eso resultaba difícil de creer. En 1943 su padre había estado a punto de morir debido a una apendicitis no diagnosticada y una grave peritonitis. Tenía cuarenta y dos años y dos hijos pequeños, y había permanecido en el hospital, alejado de su negocio, durante treinta y seis días. Cuando volvió a casa estaba tan débil que apenas pudo subir el corto tramo de escaleras hasta el piso y, después de que su mujer le ayudara a desplazarse desde la entrada hasta el dormitorio, se sentó en el borde de la cama, donde, por primera vez en presencia de sus hijos, perdió el dominio de sí mismo y se echó a llorar. Once años atrás, su hermano menor, Sammy, el adorado favorito de los ocho hijos, había muerto de apendicitis aguda cuando estudiaba tercer curso en la facultad de ingeniería. Tenía diecinueve años (había entrado en la universidad a los dieciséis), y la ambición de ser ingeniero aeronáutico. Solo tres de los ocho hijos habían cursado estudios universitarios. Sus amigos eran los chicos más inteligentes del vecindario, todos ellos hijos de inmigrantes judíos que se reunían con regularidad en la casa de alguno de ellos para jugar al ajedrez y hablar acaloradamente de política y filosofía. Él era el líder del grupo, corredor del equipo de atletismo y un genio de las matemáticas con una brillante personalidad. Era el nombre de Sammy el que su padre pronunciaba de nuevo en el dormitorio, asombrado mientras sollozaba por encontrarse de nuevo entre la familia de la que era sostén.
El tío Sammy, su padre, ahora él… el tercero derribado por el reventón del apéndice y la peritonitis. Durante los dos días siguientes, mientras perdía y recobraba la conciencia a intervalos, no estuvo claro si le esperaba el destino de Sammy o el de su padre.
El segundo día su hermano viajó en avión desde California, y cuando él abrió los ojos y le vio al lado de la cama, un hombre corpulento y discreto, impertérrito, confiado, jovial, pensó: No puedo morirme mientras Howie esté aquí. Howie se inclinó para besarle la frente, y en cuanto se sentó en la silla al lado de la cama y cogió la mano del paciente, el presente desapareció y regresó a la infancia, y volvió a ser un niño pequeño, protegido de la preocupación y el temor por el generoso hermano que dormía en la cama al lado de la suya.
Howie se quedó cuatro días. A veces en cuatro días volaba a Manila, Singapur y Kuala Lumpur y regresaba. Había empezado a trabajar en Goldman Sachs como mensajero, y rápidamente pasó de entregar mensajes a mandamás de la sección de operaciones con divisas y empezó a invertir en acciones. Acabó al frente del arbitraje de divisas para multinacionales y grandes empresas extranjeras: productores de vino en Francia, fabricantes de cámaras fotográficas en Alemania Occidental y de automóviles en Japón, para los que convertía francos, marcos y yenes en dólares. Viajaba con frecuencia para reunirse con sus clientes y seguía invirtiendo en compañías que le gustaban, y a los treinta y dos años había conseguido su primer millón de dólares.
Howie dijo a sus padres que se fuesen a casa y descansaran, estuvo junto a Phoebe para prestar apoyo a su hermano durante los peores momentos del postoperatorio y se dispuso a emprender el vuelo de regreso solo después de que el médico le hubiera asegurado que la crisis estaba superada. La última mañana le dijo en voz baja al convaleciente:
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Elegía»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Elegía» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Elegía» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.