Philip Roth - Elegía

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El protagonista de esta intensa crónica sobre el paso del tiempo es alguien que descubre la terrible realidad de la muerte en las playas de su infancia, que triunfa en su carrera como publicitario, que fracasa estrepitosamente en sus tres matrimonios y que, en su vejez, reflexiona sobre el deterioro físico, el arrepentimiento y la necesidad de aceptar la inanidad de su porpia existencia.

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– Esta vez tienes una buena chica. No vayas a echarlo a perder. No la dejes escapar.

En su alegría por haber sobrevivido, se preguntó: ¿Acaso hay un hombre cuyo apetito por la vida sea tan contagioso como el de Howie? ¿Puede existir un hermano más afortunado que yo?

Permaneció un mes entero en el hospital. La mayoría de las enfermeras eran jóvenes simpáticas y concienzudas de acento irlandés, que siempre parecían disponer de tiempo para charlar un poco cuando le atendían. Todas las noches, al salir del trabajo, Phoebe iba a verle y cenaba con él en la habitación; él no podía imaginar lo que habría sido verse necesitado e inválido y enfrentarse a la misteriosa naturaleza de la enfermedad sin tenerla a ella. Su hermano no tenía que advertirle que no la dejara escapar, pues él jamás había estado más decidido a perseverar con una mujer.

Al otro lado de la ventana veía mudar el color de las hojas a medida que transcurrían las semanas de octubre, y cuando le visitó el cirujano le dijo:

– ¿Cuándo voy a salir de aquí? Me estoy perdiendo el otoño de mil novecientos sesenta y siete.

El cirujano le escuchó con seriedad, y entonces, con Una sonrisa, respondió:

– ¿Es que todavía no lo entiende? Ha estado a punto de perdérselo todo.

Transcurrieron veintidós años. Veintidós años de excelente salud y la ilimitada confianza en sí mismo que genera sentirse en buena forma… veintidós años escatimados al adversario que es la enfermedad y la calamidad que aguarda entre bambalinas. Como se había dicho para tranquilizarse mientras paseaba con Phoebe bajo las estrellas por Vineyard, se preocuparía por su desaparición cuando tuviera setenta y cinco años.

Llevaba más de un mes conduciendo casi todos los días a Nueva Jersey al salir del trabajo para ver a su padre moribundo, cuando un atardecer de agosto de 1989, en la piscina del City Athletic Club, sintió la angustiosa sensación de que le faltaba el aire. Había regresado de Jersey una media hora antes y había decidido restablecer su equilibrio nadando un poco antes de ir a casa. Normalmente nadaba un kilómetro y medio en el club a primera hora de la mañana. Apenas bebía, nunca había fumado y pesaba exactamente lo mismo que cuando se licenció de la marina en 1957 y empezó a trabajar en el sector publicitario. Sabía por su desagradable experiencia con la apendicitis y la peritonitis que estaba tan expuesto como cualquiera a caer gravemente enfermo, pero, tras haber llevado siempre un estilo de vida saludable, le parecía absurdo acabar como candidato a someterse a cirugía cardíaca. Simplemente no entraba en sus planes.

Sin embargo, no pudo terminar el primer largo sin desviarse a un lado de la piscina y sujetarse allí, falto por completo de respiración. Se sentó en el borde, con las piernas en el agua, tratando de calmarse. Estaba seguro de que la falta de aire era el resultado de haber observado cómo se había deteriorado el estado de su padre en los últimos días. Pero en realidad era el suyo el que se había deteriorado, y a la mañana siguiente, cuando fue al médico, el ECG reveló unos cambios radicales que indicaban una grave oclusión de las principales arterias coronarias. Antes de que acabara el día ocupaba una cama en la unidad de vigilancia coronaria de un hospital de Manhattan, tras haberle practicado un angiograma que determinó la necesidad ineludible de intervención quirúrgica. Tenía tubos de oxígeno en la nariz y varios cables lo conectaban a un monitor de la actividad cardíaca que estaba detrás de la cama. La única incógnita era si la operación tendría lugar de inmediato o a la mañana siguiente. Para entonces eran casi las ocho de la tarde, por lo que se decidió esperar. Sin embargo, en algún momento de la noche se despertó y vio que su cama estaba rodeada de médicos y enfermeras, como lo estuviera la cama del muchacho en su habitación cuando tenía nueve años. Todos esos años él había estado vivo mientras que aquel chico estaba muerto… y ahora él era aquel chico.

Le estaban administrando parte de la medicación por vía intravenosa, y comprendió vagamente que intentaban prevenir una crisis. No podía distinguir qué murmuraban entre ellos, y entonces debió de quedarse dormido, porque cuando volvió a abrir los ojos ya era por la mañana y lo estaban colocando en una camilla para llevarlo a quirófano.

Su esposa de entonces (la tercera y la última) no se parecía en nada a Phoebe, y más que nada era un peligro en caso de emergencia. Desde luego no inspiraba confianza alguna la mañana de la intervención, cuando avanzó al lado de la camilla, llorando y retorciéndose las manos, y finalmente, sin poder dominarse, gritó:

– ¿Y yo qué?

Era joven, y con poca experiencia de la vida, y tal vez había querido decir algo diferente, pero él entendió que se refería a lo que sería de ella si no sobrevivía.

– Cada cosa a su tiempo -le dijo-. Primero déjame morir. Entonces vendré y te ayudaré a sobrellevarlo.

La operación se prolongó durante siete horas. La mayor parte del tiempo estuvo conectado a una bomba corazón-pulmón que bombeaba su sangre y respiraba por él Los cirujanos le hicieron cinco injertos, y salió del quirófano con una larga herida en el centro del pecho y otra que se extendía desde la ingle hasta el tobillo derecho; de esa pierna habían extraído la vena para modelar todos los injertos menos uno.

Cuando volvió en sí en la sala de recuperación tenía un tubo metido por la garganta que le hacía sentirse como si fuera a morir asfixiado. Era horrible tenerlo allí, pero no podía comunicárselo a la enfermera que le estaba diciendo dónde estaba y qué le había ocurrido. Entonces perdió el conocimiento, y cuando volvió a despertarse el tubo seguía allí, asfixiándole, pero ahora una enfermera le explicaba que se lo quitarían en cuanto tuvieran la certeza de que podía respirar por sí solo. Cerniéndose sobre él, a su lado, estaba el rostro de su joven esposa, que le daba la bienvenida en su regreso al mundo de los vivos, donde podría seguir cuidando de ella.

Le había asignado una sola responsabilidad cuando partió hacia el hospital: retirar el coche de la calle donde estaba estacionado y dejarlo en un aparcamiento público a una manzana de distancia. Resultó que ella estaba demasiado nerviosa para realizar esa tarea, y más adelante él se enteró de que había tenido que pedirle a un amigo de él que la hiciera por ella. No se había percatado de que su cardiólogo era un observador de las cuestiones ajenas a la medicina hasta que, mediada su estancia en el hospital, fue a verle y le dijo que no podían darle el alta si su esposa era la encargada de proporcionarle los cuidados que requería una vez en casa.

– No me gusta tener que decir estas cosas, y ante todo no son de mi incumbencia, pero la he observado cuando viene de visita. La señora es básicamente una ausencia en vez de una presencia, y no tengo más remedio que proteger a mi paciente.

Por entonces Howie había regresado. Había volado desde Europa, adonde había ido en viaje de negocios y también para jugar al polo. Ahora sabía esquiar, tirar al plato y jugar al waterpolo, así como al polo a caballo, pues había adquirido virtuosismo en esas actividades en el gran mundo mucho después de haber finalizado los estudios en el instituto de Elizabeth, un centro de clase media baja donde, junto con muchachos irlandeses católicos e italianos cuyos padres trabajaban en los muelles, había jugado a fútbol americano en otoño y saltado con pértiga en primavera, mientras conseguía unas notas lo bastante buenas para que le concedieran una beca en la Universidad de Pensilvania y luego le admitieran en la Wharton School, donde obtuvo un máster en administración de empresas. Aunque su padre agonizaba en un hospital de Nueva Jersey y su hermano se recuperaba de una operación a corazón abierto en un hospital de Nueva York (y aunque se había pasado la semana viajando para estar junto a las camas de uno y otro), el vigor de Howie nunca decaía, como tampoco su capacidad de inspirar confianza. El respaldo que la saludable esposa de treinta años se reveló incapaz de proporcionar al achacoso marido de cincuenta y seis estuvo más que compensado por el jovial apoyo de Howie. Fue este quien le sugirió que contratara a dos enfermeras privadas (la enfermera de día, Maureen Mrazek, y la nocturna, Olive Parrott) para sustituir a la mujer a la que el había llegado a referirse como «la chica de portada tiránicamente ineficaz», y luego, desoyendo las objeciones de su hermano, insistió en cubrir él mismo los costes.

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