Philip Roth - Elegía

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El protagonista de esta intensa crónica sobre el paso del tiempo es alguien que descubre la terrible realidad de la muerte en las playas de su infancia, que triunfa en su carrera como publicitario, que fracasa estrepitosamente en sus tres matrimonios y que, en su vejez, reflexiona sobre el deterioro físico, el arrepentimiento y la necesidad de aceptar la inanidad de su porpia existencia.

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Ahora muchos de los ancianos lloraban y se abrazaban, La pirámide de tierra había desaparecido. El rabino dio un paso adelante y, después de alisar cuidadosamente con las manos desnudas la superficie, utilizó un palo para delinear en la blanda tierra las dimensiones de la tumba.

Había presenciado la desaparición de su padre bajo la tierra centímetro a centímetro. Se había visto obligado a seguirla hasta el final. Era como una segunda muerte, no menos espantosa que la primera. Recordó de improviso el acceso de emoción que le sumió cada vez más profundamente en los estratos de su vida cuando, en el hospital, su padre tomó en brazos por primera vez a cada uno de sus nietos recién nacidos, examinando a Randy, más adelante a Lonny y finalmente a Nancy con la misma expresión de desconcierto y alegría.

– ¿Estás bien? -le preguntó Nancy, y le rodeó con sus brazos mientras él contemplaba las líneas trazadas con el palo en el suelo, como si fueran el dibujo para un juego infantil.

– Sí, estoy bien -respondió él, estrechándola con fuerza, y entonces suspiró, e incluso se rió, al decir-: Ahora sé lo que significa que te entierren. No lo había sabido hasta hoy.

– No había visto nada tan escalofriante en toda mi vida -dijo Nancy.

– Yo tampoco -replicó él-. Es hora de irnos.

Y con él, Nancy y Howie a la cabeza, los deudos partieron lentamente, aunque él no podía empezar aún a librarse de todo cuanto acababa de ver y pensar, y su mente regresaba una y otra vez atrás mientras sus pasos se alejaban.

Debido al viento que había soplado mientras llenaban la fosa, siguió notando el sabor terroso que revestía el interior de su boca mucho después de que hubieran abandonado el cementerio y regresado a Nueva York.

Durante los nueve años siguientes su salud se mantuvo estable. En un par de ocasiones se había visto sorprendido por alguna crisis, pero al contrario que el chico que ocupara la cama contigua a la suya, había sorteado el desastre. Entonces, en 1998, cuando su tensión arterial empezó a aumentar y no respondía a los cambios de medicación, los médicos determinaron que sufría una obstrucción de la arteria renal, que por suerte hasta entonces solo había tenido como consecuencia una pequeña pérdida de la función nefrítica, e ingresó en el hospital para someterse a una angioplastia de la arteria renal. Una vez más tuvo suerte, y el problema se resolvió con la inserción de un stent, una cánula vasodilatadora introducida mediante un catéter que, a través de una punción en la arteria femoral, era dirigida por la aorta hasta la oclusión.

Tenía sesenta y cinco años, acababa de jubilarse y se había divorciado por tercera vez. Estaba asistido por el programa de Medicare, empezó a cobrar de la seguridad social y se sentó con su abogado para redactar un testamento. Redactar un testamento: esa era la mejor parte de envejecer y probablemente incluso de morir, redactarlo y, con el paso del tiempo, ponerlo al día, revisarlo y, tras reconsiderarlo todo a fondo, volver a redactar el testamento. Unos años después cumpliría la promesa que se hizo inmediatamente después de los ataques del 11 de septiembre: abandonó Manhattan y se trasladó al complejo residencial para jubilados Starfish Beach, en la costa de Jersey, a solo tres kilómetros de la población costera donde todos los años había pasado con su familia una parte de las vacaciones veraniegas. Las viviendas de Starfish Beach eran atractivas casas de una sola planta y tejado de tablillas, con grandes ventanas y puertas de vidrio correderas que daban acceso a terrazas traseras. Cada ocho de estas unidades residenciales estaban adosadas para formar un complejo semicircular que rodeaba un jardín con arbustos y un pequeño estanque. Los servicios para los quinientos residentes ancianos que vivían en aquellos complejos abarcaban una extensión de cuarenta hectáreas, e incluían pistas de tenis, un gran jardín comunal con un cobertizo para hacer trabajos de jardinería, un gimnasio, una estafeta de correos, un centro social con salas de reuniones, un estudio de cerámica, un taller de ebanistería, una pequeña biblioteca, una sala de ordenadores con tres terminales y una impresora común y un gran salón para conferencias, espectáculos y la proyección de diapositivas que ofrecían las parejas que acababan de regresar de sus viajes por el extranjero. En el centro del gran complejo residencial había una piscina de agua caliente al aire libre, de tamaño olímpico, así como otra interior más pequeña, y en el modesto centro comercial que se encontraba en el extremo de la calle principal había un restaurante decente, así como una librería, una licorería, una tienda de regalos, un banco, una agencia de corredores de bolsa, una inmobiliaria, un bufete de abogados y una gasolinera. Había una corta distancia en coche al supermercado, y si uno podía caminar, como les sucedía a la mayoría de los residentes, le resultaba fácil recorrer los ochocientos metros hasta el paseo de tablas y la ancha playa, donde un socorrista estaba de servicio durante todo el verano.

En cuanto se instaló en el complejo residencial, convirtió la soleada sala de estar de su casa de tres habitaciones en un estudio de artista, y, tras su paseo diario de seis kilómetros por el paseo entarimado, en el que invertía una hora, se pasaba la mayor parte del resto de la jornada satisfaciendo su antigua ambición de dedicarse alegremente a la pintura, un hábito que le procuraba toda la emoción que había esperado. No añoraba nada de Nueva York, excepto a Nancy, la hija de cuya presencia nunca había dejado de disfrutar, y que ahora, divorciada y madre de dos hijos de cuatro años, ya no estaba tan protegida como él había esperado. Después del divorcio de su hija, él y Phoebe, también abrumada por la inquietud, tomaron cartas en el asunto y, cada uno por separado, pasaron más tiempo que nunca con Nancy desde que la muchacha se trasladó al Medio Oeste para estudiar en la universidad. Allí conoció al que sería su poético marido, un estudiante graduado que desdeñaba abiertamente la cultura comercial -y, en particular, la línea de trabajo del padre de ella-, y quien, al constatar que ya no era tan solo la mitad de una tranquila pareja, aficionado a escuchar música de cámara y leer libros en su tiempo libre, sino padre de gemelos, descubrió que el tumulto de la existencia doméstica de una joven familia era insoportable, sobre todo para una persona necesitada de orden y silencio para terminar su primera novela, y acusó a Nancy de fomentar ese gran desastre al lamentarse ella continuamente de que obstaculizaba la satisfacción de su instinto maternal. Después del trabajo y durante los fines de semana él se ausentaba cada vez más del desorden que creaban en su pequeño piso las necesidades de las dos ruidosas y diminutas criaturas que había engendrado alocadamente, y cuando por fin se decidió a abandonar su trabajo en el mundo editorial, así como la paternidad, tuvo que regresar a Minnesota para recobrar la cordura, seguir pensando a su manera y eludir las responsabilidades tanto como le fuese posible.

Si hubiera sido por su padre, Nancy y los gemelos también se habrían trasladado a la costa. Ella podría haber utilizado el ferrocarril de Jersey para ir al trabajo y volver, dejando a los pequeños con niñeras y canguros cuyas tarifas eran la mitad de las de Nueva York, y él también habría estado cerca para cuidar de ellos, para llevarlos a la guardería e ir a buscarlos, para vigilarlos en la playa y demás. Padre e hija podrían haberse reunido una vez a la semana, ir a cenar juntos y dar un paseo los fines de semana. Todos habrían vivido a orillas del hermoso mar y lejos de la amenaza de Al Qaeda. El día siguiente al de la destrucción de las Torres Gemelas le había dicho a Nancy: «Me siento demasiado apegado a la supervivencia. Me voy de aquí». Y solo dos meses y medio después, a finales de noviembre, se marchó. Pensar en que Nancy y sus hijos pudieran ser víctimas de un ataque terrorista le atormentó durante las primeras semanas en la costa, aunque una vez allí ya no se sintió inquieto por su persona y se vio libre de aquella sensación de riesgo inútil que le había atenazado a diario desde que la catástrofe trastornara la sensación de seguridad de todo el mundo e introdujera en la vida cotidiana una precariedad imposible de erradicar. Se limitaba a hacer todo lo que razonablemente podía para mantenerse vivo. Como siempre, y como le sucede a la mayoría de la gente, no quería que el final llegara un solo minuto antes de lo que debía.

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