Philip Roth - Elegía

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El protagonista de esta intensa crónica sobre el paso del tiempo es alguien que descubre la terrible realidad de la muerte en las playas de su infancia, que triunfa en su carrera como publicitario, que fracasa estrepitosamente en sus tres matrimonios y que, en su vejez, reflexiona sobre el deterioro físico, el arrepentimiento y la necesidad de aceptar la inanidad de su porpia existencia.

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Un año después de la inserción del stent renal, le operaron para eliminar otra obstrucción importante, esta vez en la arteria carótida izquierda, una de las dos arterias principales que se extienden desde la aorta a la base del cráneo y suministran sangre al cerebro, y que si se dejan obstruidas pueden provocar apoplejía con resultado de minusvalía o incluso muerte repentina. Le practicaron una incisión en el cuello y después le cerraron la arteria que alimenta al cerebro para impedir que la sangre fluyera por ella. A continuación la abrieron y la rasparon para extraer la placa que causaba el bloqueo. Sin duda le habría ayudado no tener que enfrentarse solo a aquella delicada operación, pero Nancy estaba abrumada por sus obligaciones laborales y por las exigencias de cuidar de los niños sin la colaboración de un marido, y en aquellos momentos no tenía a nadie más en su vida que pudiera echarle una mano. Tampoco quería trastocar el agitado programa de trabajo de su hermano para comentarle lo de la operación y preocuparlo, sobre todo porque al día siguiente, si no surgían complicaciones, le darían de alta en el hospital. Aquella no era la crisis de peritonitis ni la intervención para hacerle un bypass quíntuple. Desde el punto de vista médico no era nada extraordinario, o así se lo hizo creer el amable cirujano, quien le aseguró que una endarterectomía carotidea era un procedimiento quirúrgico vascular habitual y que al cabo de uno o dos días volvería a estar ante el caballete.

Así pues, a primera hora de la mañana condujo solo hasta el hospital y aguardó en la antesala rodeada de tabiques de vidrio de la planta quirúrgica, junto con otros diez o doce hombres que llevaban batas de hospital y estaban programados para la primera ronda de intervenciones de aquel día. Probablemente la sala estaría tan llena como ahora lo estaba hasta las cuatro de la tarde. La mayoría de los pacientes saldrían por el otro extremo, y, también, en el transcurso de las semanas, era posible que algunos no salieran; sin embargo, pasaban el tiempo leyendo los periódicos matutinos, y cuando llamaban a uno de ellos y se levantaba para ir al quirófano, entregaba sus secciones del periódico a quien se lo pidiera. A juzgar por la tranquilidad que reinaba en la sala, se habría dicho que iban a cortarles el pelo en vez de, por ejemplo, abrirles la arteria que conducía la sangre al cerebro.

En un momento determinado, el hombre que se sentaba en la silla contigua, tras haberle dado la sección deportiva, empezó a hablarle en voz queda. Tendría cuarenta y muchos o cincuenta y pocos, pero su piel se veía descolorida y su voz no sonaba firme ni tranquila.

– Primero murió mi madre -le dijo-, al cabo de seis meses murió mi padre, ocho meses después murió mi única hermana, al año siguiente mi matrimonio se vino abajo y mi mujer se quedó con todo lo que tenía. Y fue entonces cuando empecé a imaginar que se presentaba alguien y me decía: «Ahora, además, vamos a cortarte el brazo derecho. ¿Crees que podrás soportarlo?». Así que me cortaron el brazo derecho. Más adelante volvieron a presentarse y me dijeron: «Ahora vamos a cortarte el brazo izquierdo». Entonces, después de que me hicieran eso, un día vuelven y me dicen: «¿Quieres dejarlo ya? ¿Has tenido suficiente? ¿O seguimos adelante y empezamos con las piernas?». Y mientras tanto yo pensaba: «¿Cuándo, cuándo desisto? ¿Cuándo abro el gas y meto la cabeza en el horno? ¿Cuándo puedo decir que ya basta?». Así viví con mi pena durante diez años. Tardé diez años en superarlo. Y ahora que por fin la pena ha pasado, empieza esta mierda.

Cuando le tocó el turno, el hombre sentado a su lado alargó el brazo para volver a coger la sección deportiva, y una enfermera lo acompañó a él al quirófano. Allí, una media docena de personas se movían bajo las brillantes luces, realizando los preparativos para la operación. No localizó al cirujano entre ellos. Le habría tranquilizado ver la amistosa cara del cirujano, pero o no había entrado todavía en el quirófano o estaba en algún rincón donde él no podía verle. Varios de los médicos jóvenes llevaban ya mascarillas quirúrgicas, y su aspecto le hizo pensar en terroristas. Uno de ellos le preguntó si deseaba anestesia general o local, del mismo modo en que un camarero podría haberle preguntado si quería vino tinto o blanco. Se sintió confuso… ¿por qué debía tomar tan tarde la decisión sobre la anestesia?

– No lo sé -respondió-. ¿Cuál es mejor?

– Para nosotros la local. Si el paciente está consciente, podemos controlar mejor la función cerebral.

– ¿Quiere decir que es más seguro? ¿Es eso lo que quiere decir? Entonces que sea local.

Fue un error, un error apenas soportable, porque la operación duró dos horas y su cabeza estuvo claustrofóbicamente envuelta en un paño y el corte y el raspado tenían lugar tan cerca del oído que oía cada movimiento que producían los instrumentos como si estuvieran dentro de una cámara de resonancia. Pero no podía hacer nada. Era imposible ofrecer resistencia. Lo aceptas y te aguantas. No tienes más remedio que entregarte durante el tiempo que dure.

Aquella noche durmió bien, al día siguiente se sentía recuperado y, a mediodía, tras mentir y decir que un amigo le esperaba abajo para recogerle, le dieron de alta, fue al aparcamiento y regresó a casa conduciendo con prudencia. Cuando llegó a la vivienda y se sentó en su estudio a mirar el lienzo en el que pronto seguiría pintando, se echó a llorar, tal como lo hiciera su padre cuando volvió a casa después del casi fatal brote de peritonitis.

Pero ahora, en vez de terminar, aquello continuaba; ahora no pasaba un año sin que tuviera que ingresar en el hospital. Hijo de unos padres longevos, hermano de un hombre seis años mayor que él que parecía en tan buena forma como cuando corría con el balón en el equipo del Instituto Thomas Jefferson, aún era solo sexagenario cuando su salud empezó a resentirse y su cuerpo parecía constantemente amenazado. Se había casado tres veces, había tenido amantes e hijos y un trabajo interesante en el que había triunfado, pero ahora eludir a la muerte parecía haberse convertido en el asunto central de su vida y la decadencia física en toda su historia.

Un año después de que le hubieran operado de la arteria carótida le hicieron un angiograma en el que el médico descubrió que había sufrido un ataque cardíaco silencioso en la pared posterior debido a la obstrucción de un injerto. La noticia le dejó anonadado, aunque por suerte Nancy viajó en tren para acompañarle al hospital, y el alivio de la presencia de su hija le ayudó a recobrar la ecuanimidad. El cirujano procedió a realizar una angioplastia e insertó un stent en la arteria descendente anterior izquierda, tras expandir para abrir el lugar donde se habían formado nuevos depósitos de placa. Desde la mesa de operaciones podía ver el catéter que le introducían en la arteria coronaria, pues estaba sometido a una sedación muy ligera que le permitía seguir el procedimiento en el monitor como si su cuerpo friese el de otra persona. Al cabo de otro año le hicieron una nueva angioplastia e insertaron otro stent en uno de los injertos, que había empezado a estrecharse. Al año siguiente tuvieron que introducirle tres stents al mismo tiempo para reparar unas obstrucciones arteriales cuya ubicación, como el médico le dijo después, complicaba bastante el procedimiento.

Como siempre, a fin de mantener la mente ocupada en otra cosa, recordó la tienda de su padre y los nombres de las nueve marcas de relojes de pulsera y las siete de otros tipos de relojes de las que su padre era distribuidor autorizado; su padre no ganaba mucho dinero vendiendo relojes, pero los tenía en gran número porque eran un articulo seguro y hacían entrar en la tienda a los transeúntes que miraban el escaparate. Lo que hacía con estos evocadores recuerdos durante cada una de sus angioplastias era lo siguiente: desconectaba de las chanzas que médicos y enfermeras intercambiaban siempre mientras llevaban a cabo los preparativos, desconectaba de la música rock que sonaba en la fría y estéril sala donde yacía sujeto a la mesa de operaciones en medio de la intimidante maquinaria destinada a mantener vivos a los pacientes cardíacos, y desde el momento en que se ponían manos a la obra, anestesiándole la ingle y punzándole la piel para la inserción del catéter arterial, se distraía recitando entre dientes las listas que de pequeño había ordenado alfabéticamente cuando ayudaba en la tienda al salir de la escuela («Benrus, Bulova, Croton, Elgin, Hamilton, Helbros, Ovistone, Waltham, Wittnauer»), concentrándose en la forma distintiva de los numerales en la esfera del reloj mientras entonaba el nombre de su marca, pasando del uno al doce y vuelta a empezar. Entonces comenzaba con los relojes de mesa y pared («General Electric, Ingersoll, McClintock, New Haven, Seth Thomas, Telechron, Westclox»), y recordaba el tictac de los relojes de cuerda y el zumbido de los eléctricos hasta que por fin oía anunciar al cirujano que la operación había terminado y que todo había ido bien. El ayudante del cirujano, tras aplicar presión a la herida, puso una bolsa de arena en la ingle para impedir la hemorragia y, con ese peso ahí, el paciente tuvo que yacer inmóvil en la cama de hospital durante las seis horas siguientes. Aunque parezca extraño, no poder moverse fue lo peor de todo, debido al millar de pensamientos involuntarios que se amontonaban en el lento discurrir del tiempo, pero a la mañana siguiente, si todo iba bien, le traerían un desayuno incomestible que él se limitaría a mirar y unas hojas con las instrucciones que debía seguir tras la angioplastia, y a las once de la mañana le habrían dado el alta. En tres ocasiones distintas, cuando llegó a casa y se desvistió a toda prisa para darse la ducha que tanto necesitaba, encontró un par de parches del ECG todavía adheridos a la piel, porque la enfermera que le ayudó a prepararse para abandonar el hospital se había olvidado de quitárselos del pecho y tirarlos a la basura. Una mañana, en la ducha, observó que no se habían molestado en extraerle del brazo amoratado la aguja de alimentación intravenosa, un dispositivo al que llamaban vía de heparina, de modo que tuvo que vestirse e ir en coche al consultorio de su internista en Spring Lake para que le extrajera la vía de heparina antes de que se convirtiera en un foco de infección.

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