Philip Roth - Elegía
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La última en acercarse al ataúd fue la enfermera privada, Maureen, una luchadora a juzgar por su aspecto y buena conocedora tanto de la vida como de la muerte. Cuando, con una sonrisa, dejó que la tierra se deslizara lentamente a través de la palma curvada y cayera por el borde de su mano al ataúd, el gesto pareció el preludio de un acto carnal. Era evidente que en otro tiempo ella había pensado mucho en aquel hombre.
La ceremonia había terminado. No había habido nada memorable. ¿Habían dicho todos lo que tenían que decir? No, no lo habían hecho, y, por supuesto, claro que sí.
Aquel día, de un extremo al otro del estado, habían tenido lugar quinientos entierros similares, rutinarios, normales, y, con excepción de los treinta segundos fuera de lo común aportados por los hijos (y la resurrección lograda por Howie con tan minuciosa precisión del mundo tal como existía inocentemente antes de la invención de la muerte, la vida perpetua en el Edén creado por su padre, un paraíso de solo cuatro metros y medio de ancho por doce de largo disfrazado de joyería al Viejo estilo), ni más ni menos interesante que cualquiera de los otros. Pero precisamente que sea algo corriente es lo más desgarrador, esa manera de caer en la cuenta, una vez más, de la realidad de la muerte que lo arrasa todo.
En cuestión de minutos todos se habían marchado, con paso cansino y lágrimas en los ojos se habían alejado de la actividad menos predilecta de nuestra especie, y él se quedó allí. Por supuesto, como sucede cuando muere cualquiera, aunque muchos estaban consternados, otros se mantenían impasibles o se sentían aliviados o, por razones buenas o malas, se alegraban de veras.
Aunque desde su último divorcio, diez años atrás, se había ido acostumbrando a la soledad y a arreglárselas por sí mismo, la víspera de la intervención quirúrgica yació en la cama tratando de recordar con la mayor exactitud posible a cada una de las mujeres que habían estado allí esperando a que despertara de la anestesia en la sala de recuperación, e incluso recordó a la más inútil de sus compañeras, la última esposa, con quien recuperarse de una operación de bypass quíntuple no fue precisamente una sublime experiencia. La sublime experiencia fue la enfermera privada, con su aire profesional y sin pretensiones, que le acompañó a casa cuando le dieron de alta en el hospital, que le atendió con una enérgica dedicación que propició una lenta y constante recuperación y con la que, sin que su esposa llegara a enterarse, mantuvo una prolongada relación una vez restablecida su capacidad sexual. Maureen. Maureen Mrazek. Había llamado a todas partes tratando de encontrar a Maureen. Había querido que esta vez fuese ella su enfermera, en caso de que necesitara una enfermera, cuando le dieran el alta en el hospital y volviera a casa. Pero habían transcurrido dieciséis años, y la agencia de enfermeras del hospital desconocía su paradero. Ahora tendría cuarenta y ocho años, muy probablemente estaría casada y sería madre, una mujer joven, hermosa y enérgica que habría adquirido la robustez de la mediana edad, mientras que él había perdido ya la batalla por permanecer invulnerable, pues el tiempo había transformado su cuerpo en un almacén de artilugios artificiales diseñados para evitar el derrumbe. Reprimir los pensamientos sobre su propia desaparición nunca había requerido tanta diligencia y astucia.
Toda una vida después, recordaba el trayecto al hospital acompañado por su madre para que le operasen de una hernia, en el otoño de 1942, un viaje en autobús que no duró más de diez minutos. Por lo general, si iba con su madre a alguna parte, lo hacían en el coche de la familia y su padre conducía. Pero aquel día viajaban los dos solos en el autobús, camino del hospital donde había nacido, y era ella quien mitigaba su aprensión y le permitía ser valiente. De niño le habían extirpado las amígdalas en el hospital, pero por lo demás nunca había vuelto allí. Ahora iba a permanecer ingresado cuatro días y cuatro noches. Era un niño de nueve años, sensato y sin problemas evidentes, pero en el autobús se sentía mucho más pequeño y descubrió que necesitaba la proximidad de su madre de una manera que creía haber superado.
Su hermano, en el primer año de instituto, estaba en clase, y su padre había ido en coche al trabajo mucho antes de que él y su madre salieran hacia el hospital. Una pequeña bolsa de viaje descansaba sobre el regazo de su madre. Contenía un cepillo de dientes, un pijama, un albornoz y unas zapatillas, así como los libros que él se había llevado para leer. Todavía podía recordar sus títulos. El hospital estaba a un paso de la biblioteca municipal, por lo que su madre podría traerle nuevos libros si se acababa todos los que se había llevado. Tendría que pasar una semana de convalencia en casa antes de volver a la escuela, y su inquietud por las lecciones que se estaba perdiendo aún era superior a la que le causaba pensar en la máscara de éter que, como sabía, iban a ponerle en la cara para anestesiarle. A comienzos de los años cuarenta los hospitales todavía no permitían que los padres pasaran la noche con sus hijos, por lo que dormiría sin que sus padres ni su hermano estuvieran cerca de él. Eso también le inquietaba.
Su madre era una persona de hablar educado y buenas maneras, como, a su vez, lo eran las mujeres que tomaron sus datos en la oficina de admisiones, así como las enfermeras del puesto de enfermería cuando subieron en ascensor al ala infantil de la planta quirúrgica. Su madre tomó la bolsa de viaje porque, pese a su pequeño tamaño, él no debía cargar con nada hasta que le hubiesen extirpado la hernia y se hubiera restablecido del todo. Meses atrás había descubierto la hinchazón en la ingle izquierda, y no se lo había dicho a nadie, sino que había intentado hacerla desaparecer presionándola con los dedos. No sabía con exactitud qué era una hernia o qué importancia podía tener una hinchazón localizada tan cerca de los genitales.
En aquel entonces, si la familia no quería que el niño se sometiera a una intervención quirúrgica o si carecía de medios económicos, el médico podía prescribir un rígido corsé con varillas metálicas. El conocía a un chico de la escuela que llevaba uno de esos corsés, y uno de los motivos por los que no mencionó a nadie la hinchazón fue su temor a que también él tuviera que llevar un corsé y revelárselo a los demás chicos cuando se pusiera los pantalones cortos para la clase de gimnasia.
Cuando por fin se lo confesó a sus progenitores, el padre lo llevó al médico. Este le examinó con rapidez, estableció el diagnóstico y, tras conversar con el padre unos minutos, llevó a cabo el trámite para la intervención. Todo se hizo con asombrosa rapidez, y el médico, el mismo que le había traído al mundo, le aseguró que se pondría bien y entonces empezó a bromear sobre la tira cómica de Li'l Abner, que los dos disfrutaban leyendo en el periódico vespertino.
Sus padres le dijeron que el cirujano, el doctor Smith, era el mejor de la ciudad. Al igual que el padre del muchacho, el doctor Smith, nacido Solly Smulowitz, se había criado en los barrios bajos y era hijo de inmigrantes pobres.
Una hora después de haber llegado al hospital ya estaba en cama, aunque la intervención no tendría lugar hasta la mañana siguiente; así es como se atendía entonces a los pacientes.
En la cama vecina había un muchacho al que habían operado del estómago y aún no le permitían levantarse y caminar. Su madre estaba sentada al lado de la cama y le tomaba una mano entre las suyas. Cuando su padre le visitó, al salir del trabajo, los progenitores hablaron en yiddish, y eso le hizo pensar que estaban demasiado preocupados para hablar un inglés comprensible en presencia de su hijo. El único lugar donde él había oído hablar en yiddish era la joyería, cuando los refugiados de la guerra entraban en busca de relojes Schaffhausen, una marca difícil de encontrar, y su padre trataba de localizarlos llamando a sus conocidos. «Schaffhausen… quiero un Schaffhausen», todos sus conocimientos de inglés se reducían a decir esa Por supuesto el yiddish solo se hablaba cuando los judíos hasídicos de Nueva York viajaban a Elizabeth una o dos veces al mes para reponer las existencias de brillantes de la tienda, pues para su padre mantener un extenso inventario en su propia caja fuerte habría sido demasiado costoso. Antes de la guerra había en Estados Unidos muchos menos comerciantes de brillantes hasídicos de los que hubo después, pero, desde el mismo comienzo, su padre prefirió tratar con ellos en lugar de hacerlo con las grandes casas dedicadas a la venta de brillantes. El comerciante que acudía con más frecuencia (y cuya ruta de emigración le había llevado a él y a su familia en unos pocos años desde Varsovia a Amberes y de allí a Nueva York) era un anciano que llevaba un gran sombrero negro y un largo abrigo negro de una clase que ya nadie usaba en las calles de Elizabeth, ni siquiera otros judíos. Tenía barba y bucles a los lados, y la bolsa que contenía los brillantes, atada a la cintura, estaba oculta bajo unas prendas interiores con flecos cuya importancia religiosa escapaba al incipiente partidario del laicismo, y a quien de hecho le parecía ridícula, incluso después de que su padre le explicara por qué los hasidim seguían llevando lo que sus antepasados llevaban dos siglos atrás en el viejo país y vivían más o menos como lo hicieron ellos, aunque, como puntualizaba él a su padre una y otra vez, ahora estaban en Norteamérica y tenían libertad para vestirse, afeitarse y comportarse como desearan. Cuando se casó uno de los siete hijos del comerciante de brillantes, este invitó a toda la familia a la boda en Brooklyn. Todos los hombres que estaban allí tenían barba y todas las mujeres llevaban peluca, y se sentaban en distintos lados de la sinagoga, según su sexo, separados por una pared (luego los hombres y las mujeres ni siquiera bailaban juntos), y tanto a él como a Howie aquella boda les pareció totalmente aborrecible. Cuando el comerciante de brillantes llegaba a la tienda, se quitaba el abrigo pero no el sombrero, y los dos hombres se sentaban detrás de la vitrina y charlaban afablemente en yiddish, la lengua que sus abuelos paternos siguieron hablando mientras vivieron en sus viviendas de inmigrantes con sus hijos nacidos en Estados Unidos. Pero cuando llegó el momento de examinar los brillantes, los dos entraron en la trastienda con el suelo de linóleo marrón, donde había una caja fuerte, un banco de trabajo y, encajado detrás de una puerta que nunca cerraba del todo, ni siquiera cuando habías logrado correr el pestillo desde dentro, un váter y un minúsculo lavabo. Su padre siempre pagaba en el acto con un cheque.
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