Philip Roth - Elegía

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El protagonista de esta intensa crónica sobre el paso del tiempo es alguien que descubre la terrible realidad de la muerte en las playas de su infancia, que triunfa en su carrera como publicitario, que fracasa estrepitosamente en sus tres matrimonios y que, en su vejez, reflexiona sobre el deterioro físico, el arrepentimiento y la necesidad de aceptar la inanidad de su porpia existencia.

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Lo que salió mal fue el tiempo. Fuertes vientos y borrascas barrieron Europa, y no despegó ningún avión ni el domingo ni el lunes. Los dos días fue al aeropuerto con Merete, que le había acompañado para aferrarse a él hasta el último momento, pero cuando estuvo claro que no habría ninguna salida desde el De Gaulle hasta el martes como mínimo, tomaron un taxi hasta la rué des Beaux Arts y el hotel de lujo en la Rive Gauche favorito de Merete, donde pudieron reservar de nuevo su habitación, la que tenía las paredes forradas de cristal ahumado. Durante cada recorrido nocturno en taxi por París, representaban la misma opereta impúdica, siempre como por casualidad y por primera vez: él dejaba caer la mano sobre su rodilla y ella abría las piernas lo justo para que pudiera deslizar la mano bajo el vestido de seda que parecía una combinación -nada más, en serio, que una pieza de lencería de lujo- e introducirle un dedo mientras ella movía la cabeza para mirar ociosamente por la ventanilla los escaparates iluminados, y, arrellanándose en el asiento, él fingía no estar fascinado por la manera en que ella seguía comportándose como si nadie la tocara aunque notaba que estaba empezando a correrse. Merete llevaba al límite todo lo erótico. (Poco antes, en una discreta joyería especializada en antigüedades, él le había adornado la garganta con una espectacular chuchería, un colgante de brillantes y granates ensartados en una cadena de oro. Como el avezado hijo de padre que era, pidió que le permitieran examinarlo con la lupa de joyero. «¿Qué estás buscando?», le preguntó Merete. «Defectos, rajaduras, el color… si no aparece nada bajo una magnificación de diez aumentos, puedes certificar que el brillante es impecable. ¿Lo ves? Las palabras de mi padre salen de mi boca cada vez que hablo de joyas.» «Pero no sobre nada más», dijo ella. «No de nada sobre ti. Esas palabras son mías.» Mientras compraban, mientras caminaban por la calle, mientras subían en un ascensor o tomaban café juntos en un local cercano al piso de ella, jamás podían dejar de seducirse mutuamente. «¿Cómo puedes hacerlo, cómo sabes sujetar eso…?» «La lupa.» «¿Cómo sabes sujetar la lupa en el ojo de esa manera?» «Me enseñó mi padre. Solo tienes que apretar la cuenca a su alrededor. Algo muy parecido a lo que haces tú.» «Bueno, ¿de qué color es?» «Azul. Un blanco azulado. Ese era el mejor en los viejos tiempos. Mi padre diría que sigue siéndolo. Mi padre diría: "Más allá de la belleza, la categoría y el valor, el brillante es imperecedero". Le encantaba saborear la palabra "imperecedero".» «¿Y a quién no?», replicó Merete. «¿Cómo se dice en danés?», le preguntó él. « “Uforgængelig” Es igual de maravillosa.» «¿Por qué no nos lo quedamos?», le dijo él a la vendedora, quien a su vez, hablando en perfecto inglés con un toque de francés, así como con una perfecta astucia, le dijo a la joven compañera del maduro caballero: «Mademoiselle es muy afortunada. Une femme choyée », y la joya costaba tanto como todas las existencias de la tienda de Elizabeth, si no más, en la época, allá por 1942, en que él llevaba los brillantes de compromiso de un cuarto o medio quilate, que valían cien dólares, al taller de un hombre que trabajaba en una banqueta, en un cubículo de la avenida Frelinghuysen, a fin de que los calibrara para los clientes en su padre.) Y ahora retiró el dedo humedecido con el limo de su entraña, se perfumó los labios con él y después lo metió entre los dientes de la joven para que lo acariciara con la lengua, recordándole su primer encuentro y lo que se habían atrevido a hacer cuando aún no se conocían, un publicitario norteamericano de cincuenta años y una modelo danesa de veinticuatro, cruzando una isla caribeña en la oscuridad, extasiados. Recordándole a ella que era de él y a él de ella. Un culto de dos.

En el hotel le esperaba un mensaje de Phoebe: «Ponte en contacto conmigo de inmediato. Tu madre está gravemente enferma».

Cuando telefoneó, supo que su madre de ochenta años había sufrido un ataque de apoplejía a las cinco de la madrugada del lunes, hora de Nueva York, y no esperaban que pudiera superarlo.

Él le explicó a Phoebe el problema causado por las condiciones meteorológicas, y ella le dijo que Howie ya viajaba hacia el este y que su padre velaba junto al lecho de su madre. Anotó el número de teléfono del hospital, y Phoebe le informó de que, en cuanto terminaran de hablar, iría a Jersey para estar con su padre en el hospital hasta que Howie llegara. Si aún no lo había hecho era porque había esperado su llamada.

– Esta mañana no he dado contigo por poco. El recepcionista me ha dicho: «Madame y monsieur acaban de salir hacia el aeropuerto».

– Sí -contestó-. He compartido un taxi con la agente del fotógrafo.

– No, has compartido un taxi con la danesa de veinticuatro años con la que tienes una aventura. Lo siento, pero ya no puedo mirar a otro lado. Lo hice con aquella secretaria, pero ahora la humillación ha llegado demasiado lejos. París -dijo con repugnancia-. La planificación. La premeditación. Los billetes y la agencia de viajes. Dime, ¿a cuál de los dos, con vuestra romántica cursilería, se le ha ocurrido elegir París para ese encuentro secreto? ¿Dónde habéis comido? ¿A qué encantadores restaurantes habéis ido?

– No sé de qué me estás hablando, Phoebe. Lo que dices no tiene ningún sentido. Tomaré el primer avión de regreso lo antes posible.

Su madre murió una hora antes de que él llegara al hospital de Elizabeth. Su padre y su hermano estaban sentados al lado del cuerpo que yacía bajo la ropa de cama. Nunca hasta entonces había visto a su madre en una cama de hospital, aunque ella sí le había visto a él más de una vez. Al igual que Howie, había gozado de una salud perfecta durante toda su vida. Era ella quien corría al hospital para consolar a otros.

– No hemos dicho al personal que ha muerto -le dijo Howie-, Hemos esperado. Queríamos que pudieras verla antes de que se la lleven.

Lo que veía era el contorno en altorrelieve de una anciana dormida. Lo que veía era una piedra, el gran peso de una losa pétrea y sepulcral que dice: La muerte es solo muerte… no es más que eso.

Abrazó a su padre, quien le dio unas palmaditas en la mano y le dijo:

– Es mejor así. No habrías querido que viviera tal como la dejó el ataque.

Cuando tomó la mano de su madre y se la llevó a los labios, comprendió que en cuestión de horas había perdido a las dos mujeres cuya abnegación había sido el sostén de su fortaleza.

Puso todo su empeño en mentir a Phoebe, pero no le sirvió de nada. Le dijo que había ido a París para romper la relación con Merete. No podía hacerlo si no se veían cara a cara, y era allí donde ella estaba trabajando.

– Pero en el hotel, mientras estabas rompiendo la relación, ¿no dormiste con ella en la misma cama?

– No dormimos. Estuvo toda la noche llorando.

– ¿Cuatro noches seguidas? Es demasiado llanto para una danesa de veinticuatro años. No creo que ni siquiera Hamlet llorase tanto.

– Fui a decirle que lo nuestro había terminado, Phoebe… y ha terminado.

– ¿Qué es lo que he hecho tan mal para que quieras humillarme así? -le preguntó Phoebe-. ¿Por qué tienes que estropearlo siempre todo? ¿Tan espantosa ha sido nuestra vida en común? Ya no debería asombrarme, pero no puedo evitarlo. Nunca he dudado de ti, pocas veces se me ha ocurrido cuestionar lo que me decías, y ahora no puedo creer una sola de tus palabras. No puedo confiar en que vuelvas a serme fiel. Sí, me heriste con la secretaria, pero mantuve la boca cerrada. Ni siquiera sabías que yo lo sabía, ¿no es así? Y bien… ¿lo sabías?

– No.

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