Philip Roth - Elegía
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No les dijo nada de su serie de hospitalizaciones por temor a que pudiera inspirarles demasiada satisfacción vengativa. Estaba seguro de que cuando muriese se alegrarían, y todo debido a aquellos recuerdos más tempranos que jamás habían superado de cuando abandonó a su primera familia para formar la segunda. Que finalmente hubiera traicionado a su segunda familia por una belleza veintiséis años menor que él y que, según Randy y Lonny, cualquiera que no fuese su padre podría haber visto a la legua que era una «chiflada» (una modelo, nada menos, «una modelo descerebrada» a la que conoció cuando su agencia la contrató para un trabajo que llevó a todo el equipo, incluidos ellos dos, al Caribe unos pocos días), solo había reforzado la opinión que tenían de él como un aventurero sexual solapado, irresponsable y frívolamente inmaduro. Como padre, era un impostor. Como marido, incluso para la incomparable Phoebe, por quien se había desembarazado de su madre, era un impostor. Como lo que fuese, excepto un buscacoños, era un fraude de cabo a rabo. Y que en la vejez se convirtiera en un «artista», eso era para sus hijos el mayor de los dislates. En cuanto comenzó a pintar en serio todos los días, Randy acuñó para su padre el mote desdeñoso y burlón de «el alegre remendón».
El no respondió con la pretensión de tener rectitud moral o un juicio perfecto. Su tercer matrimonio se había basado en el deseo ilimitado por una mujer hacia la que solo le atraía un deseo que jamás perdió su capacidad de cegarle y que, a los cincuenta años, le llevó a jugar el juego de un hombre joven. No se había acostado con Phoebe durante los seis años anteriores, pero no podía ofrecer a sus hijos esta circunstancia íntima de su vida como una explicación de su segundo divorcio. No creía que su historial como marido de Phoebe durante quince años, como padre de Nancy que vivió con ella durante trece anos, como hermano de Howie e hijo de sus padres desde que nació, requiriese tal explicación. No creía que su historial como publicitario durante más de veinte años requiriese tal explicación. ¡No creía que su historial como padre de Lonny y Randy requiriese tal explicación!
Sin embargo, la descripción que hacían sus hijos de cómo se había comportado a lo largo de su vida no era ni siquiera una caricatura sino, a su modo de ver, un retrato de lo que no era, una descripción con la que insistían en minimizar cuanto tenía de bueno y válido y que él consideraba evidente a los ojos de casi todos los demás. Minimizaban su decencia, y luego magnificaban sus defectos, por una razón que seguramente no podía acarrear demasiada fuerza a aquellas alturas. Ya eran cuarentones, pero con respecto a su padre seguían siendo los niños que eran cuando él abandonó a su madre, unos hijos que por su naturaleza no podían comprender que la conducta humana pudiera tener más de una explicación, unos niños, sin embargo, con el aspecto y la agresividad de hombres, y contra cuya labor de zapa él nunca podía mantener una sólida defensa. Habían elegido hacer sufrir al padre ausente, así que él sufría, invistiéndoles con ese poder. Padecer por haber obrado mal era todo lo que jamás podría hacer por complacerles, pagar su factura, tolerar como el mejor de los padres su exasperante oposición.
¡Cabrones perversos! ¡Mamones enfurruñados! ¡Capullos que solo sabéis condenar!, exclamaba para sus adentros. ¿Habría cambiado todo si él hubiera sido de otra manera y actuado de diferente modo?, se preguntaba. ¿Sería mi soledad menor de lo que es ahora? ¡Claro que lo sería! ¡Pero eso es lo que hice! Tengo setenta y un años. Este es el hombre que he forjado. ¡Eso es lo que hice para llegar aquí, y no hay nada más que decir!
Afortunadamente, en el transcurso de los años había tenido con regularidad noticias de su hermano. Al final de la cincuentena, y como la mayoría de los socios que habían llegado a esa edad excepto los tres o cuatro gerifaltes, Howie se había jubilado en Goldman Sachs; para entonces su fortuna rondaría fácilmente los cincuenta millones de dólares. No tardó en formar parte de numerosas juntas directivas, y finalmente fue nombrado presidente de Procter & Gamble, una empresa para la que había realizado arbitrajes en los comienzos de su carrera. Con más de setenta años, todavía vigoroso y con deseos de trabajar, se había convertido en asesor de una empresa bostoniana de compra de compañías, especializada en instituciones financieras, y viajaba en busca de posibles adquisiciones. Sin embargo, a pesar de las constantes responsabilidades de Howie y su escasez de tiempo, los dos hermanos intercambiaban llamadas telefónicas un par de veces al mes, llamadas que en ocasiones podían prolongarse hasta media hora, en las que uno de ellos entretenía risueñamente al otro con recuerdos de su infancia, de momentos hilarantes de su época escolar y del tiempo que pasaron en la joyería.
Ahora, sin embargo, cuando hablaba con Howie, una frialdad injustificada se apoderaba de él, y reaccionaba con el silencio a la jovialidad de su hermano. El motivo era ridículo. Odiaba a Howie a causa de su rubicunda y excelente salud. Odiaba a Howie porque nunca había estado hospitalizado, porque desconocía la enfermedad, porque el bisturí no había dejado cicatrices en ningún lugar de su cuerpo ni tampoco tenía seis stents alojados en las arterias junto con un sistema de alarma cardíaca inserto en la pared de su pecho llamado desfibrilador, una palabra que desconocía cuando se la oyó pronunciar por primera vez al cardiólogo y cuyo sonido era de lo más inocuo, como si tuviera que ver con el sistema de marchas de una bicicleta. Lo odiaba porque, aunque eran vástagos de los mismos padres y tenían un gran parecido, Howie había heredado la inexpugnabilidad física y él las debilidades coronaria y vascular. Era un odio ridículo, porque Howie no podía hacer nada más por su buena salud que disfrutar de ella. Era ridículo que odiara a Howie tan solo por haber nacido siendo quien era y no otra persona. Jamás había envidiado sus proezas atléticas o académicas, su destreza en el campo financiero ni su riqueza, jamás le había envidiado ni siquiera cuando pensaba en sus propios hijos y esposas y después en los de Howie, cuatro muchachos que seguían queriéndole en su edad adulta y una abnegada esposa con la que llevaba casado cincuenta años y que con toda evidencia era tan importante para Howie como este para ella. Se enorgullecía del hermano musculoso, artético, que raras veces obtenía en la escuela notas por debajo de sobresaliente, y al que había admirado desde la infancia. De pequeño él había sido un chico con talento artístico y cuya única aptitud física destacable era la natación, e idolatraba a su hermano, al que seguía a todas partes. Pero ahora lo aborrecía, le envidiaba, sentía unos virulentos celos de él y, en sus pensamientos, se alzaba enfurecido contra él porque la fuerza con que Howie afrontaba la vida no había sido obstaculizada en modo alguno. Aunque cuando hablaban por teléfono hacía lo posible por reprimir todo lo irracional e indefendible que sentía, a medida que transcurrían los meses sus conversaciones eran mas breves y menos frecuentes, y pronto llegarían a un punto en que apenas se hablaran.
No mantuvo durante largo tiempo el rencoroso deseo de que su hermano perdiera la salud; su envidia no podía llegar tan lejos, puesto que el hecho de que su hermano perdiera la salud no suponía que él fuese a recuperar la suya. Nada podía devolverle la salud ni la juventud, ni vigorizar su talento. Sin embargo, cuando le embargaba un estado de ánimo frenético, casi llegaba al extremo de creer que la buena salud de Howie era responsable de su delicada salud, aunque supiera que no era así, aunque no careciera de la comprensión tolerante que tiene una persona civilizada del enigma de la desigualdad y la desgracia. En la época en que el psicoanalista, con una facilidad sospechosa, le diagnosticó como un caso de envidia los síntomas de una apendicitis aguda, aún estaba muy influido por sus padres y le resultaban poco familiares los sentimientos que acompañan a la creencia de que sería más justo que las posesiones de otro te pertenecieran a ti. Pero ahora lo sabía; en su vejez había descubierto el estado emocional que priva al envidioso de su serenidad y, peor aún, de su realismo: odiaba a Howie por aquel don biológico que también debería haberle pertenecido a él.
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