Philip Roth - Elegía

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El protagonista de esta intensa crónica sobre el paso del tiempo es alguien que descubre la terrible realidad de la muerte en las playas de su infancia, que triunfa en su carrera como publicitario, que fracasa estrepitosamente en sus tres matrimonios y que, en su vejez, reflexiona sobre el deterioro físico, el arrepentimiento y la necesidad de aceptar la inanidad de su porpia existencia.

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Aquello no comenzó hasta estar cerca de la cincuentena. Por todas partes había mujeres jóvenes: agentes de fotógrafos, secretarias, estilistas, modelos, ejecutivas de contabilidad. Mujeres a mansalva, y uno trabajaba, viajaba y comía con ellas, y lo sorprendente no era lo que sucedía (la adquisición de «otra» por parte de un marido) sino que tardara tanto tiempo en suceder, incluso después de que la pasión hubiera disminuido y desaparecido de su matrimonio. Empezó con una bonita muchacha de diecinueve años y cabello oscuro, a la que él había contratado como secretaria y que, cuando solo llevaba dos semanas en su puesto, estaba arrodillada en el suelo del despacho con el culo en pompa mientras él se la tiraba completamente vestido y solo con la bragueta abierta. No la había coaccionado para poseerla, aunque desde luego la había pillado por sorpresa; pero también para él, consciente de no tener ninguna peculiaridad de la que alardear y que se contentaba con regirse por las normas establecidas y comportarse más o menos como los demás, había sido una sorpresa. La penetración fue fácil porque ella estaba muy húmeda y, en aquellas temerarias circunstancias, ninguno de los dos tardó en experimentar un vigoroso orgasmo. Una mañana, poco después de que ella se levantara del suelo y volviera a su mesa en la antesala del despacho, y cuando él aún estaba en pie en medio de la estancia con el rostro enrojecido, y arreglándose la ropa, su jefe, Clarence, el supervisor del grupo de gestión y vicepresidente ejecutivo, abrió la puerta y entró en el despacho. «¿Dónde vive ella?», le preguntó Clarence. «No lo sé», respondió él. «Hacedlo en su apartamento», le dijo Clarence con severidad, y se marchó. Pero eran incapaces de poner fin a lo que estaban haciendo, en el lugar y a la manera en que lo hacían, aunque el suyo era uno de esos actos circenses de oficina que solo podían perjudicar a quienes los realizaban. Estaban demasiado cerca el uno del otro durante toda la jornada para poder parar. Ninguno de los dos podía pensar más que en aquello: ella arrodillada en el suelo del despacho, él alzándole la falda por encima de la espalda, asiéndola por el pelo y, tras bajarle las bragas, penetrarla con todo el vigor de que era capaz y sin tener en cuenta para nada la posibilidad de ser descubiertos.

Entonces llegó el rodaje del anuncio en la isla de Granada. Él estaba al frente de la producción y, junto con el fotógrafo al que había contratado, eligió a las modelos, diez en total para un anuncio de toallas cuyo escenario sería un pequeño estanque natural en la selva tropical, cada modelo vestida con una bata corta de verano y la cabeza enturbantada con una de las toallas, como si acabara de lavarse el pelo. Se habían hecho los arreglos, el anuncio había recibido el visto bueno y él estaba en el avión, apartado de los demás para leer un libro, dormir y volar tranquilamente hacia su destino.

Hicieron una escala en el Caribe, y él bajó del avión, entró en la sala de espera, miró a su alrededor, vio a las modelos y las saludó antes de que todos subieran a bordo de un avión más pequeño que los llevó en un corto trayecto a su destino, donde les recogieron varios coches y un vehículo parecido a un jeep de reducido tamaño, al que él decidió subir con una de las modelos en la que se había fijado cuando la contrató. Era la única modelo extranjera del grupo, una danesa llamada Merete y probablemente, a los veinticuatro años, la mayor de las diez; las demás eran chicas norteamericanas, de dieciocho y diecinueve años. Alguien conducía, Merete estaba en el centro y él a su lado. La noche era muy oscura. Iban muy apretados y él apoyaba el brazo en el respaldo del asiento de la joven. Poco después de que el vehículo se pusiera en marcha su pulgar ya estaba en la boca de Merete y, sin que él lo supiera, su matrimonio había empezado a verse atacado. El hombre joven que inició su andadura confiando en que nunca tendría que llevar dos vidas estaba a punto de clavarse a sí mismo un hachazo.

Cuando llegaron al hotel y él subió a su habitación, se pasó en vela la mayor parte de la noche pensando tan solo en Merete. Al día siguiente, cuando se encontraron, ella le dijo: «Te estuve esperando». Todo rápido e intenso… Se pasaron el día rodando en plena selva, junto al pequeño estanque natural, trabajando duramente toda la jornada, y cuando volvieron él descubrió que la agente del fotógrafo encargado de aquel trabajo había alquilado una casa en la playa solo para él; la agente había conseguido muchos encargos gracias a él y se lo agradecía de ese modo, así que él se marchó del hotel, Merete le acompañó y pasaron tres días juntos en la playa. A primera hora de la mañana, cuando él volvía de nadar, ella le esperaba en la terraza sin más prenda de vestir que la braguita del biquini. Empezaban allí mismo, mientras él estaba aún mojado tras su largo baño. Durante los dos primeros días sus dedos jugueteaban alrededor del culo de Merete mientras esta se movía encima de él, hasta que finalmente ella le miró y dijo: «Si te gusta tanto ese agujerito, ¿por qué no lo utilizas?».

Por supuesto, volvió a verla en Nueva York. Cada día que ella estaba libre, él iba a comer a su apartamento. Entonces un sábado él, Phoebe y Nancy paseaban por la Tercera avenida cuando él vio a Merete, que caminaba por la acera de enfrente con aquel paso ágil, erguido, como de sonámbula, cuya seguridad de fiera siempre le extasiaba, como si no se estuviera acercando al semáforo de la calle Setenta y dos cargada con una bolsa de comestibles, sino que atravesara serenamente el Serengueti, Merete Jespersen de Copenhague paciendo en la sabana entre un millar de antílopes africanos. En aquel entonces las modelos no tenían que estar delgadas como agujas, e incluso antes de que él la distinguiera por su manera de andar y viera la cascada de cabello dorado en su espalda, la identificó como su propio tesoro, la presa del cazador blanco, por el volumen de sus senos bajo la blusa y las armoniosas curvas del trasero cuyo agujerito había llegado a proporcionarles tanto placer. Al verla no mostró temor ni excitación, aunque se sintió muy mal y experimentó la necesidad de buscar un teléfono para llamarla a solas. Llamarla por teléfono fue lo único en lo que pudo pensar durante el resto de la tarde. Aquello no era tirarse a la secretaria en el suelo del despacho. Aquello era la pura supremacía de la corporalidad de Merete sobre su instinto de supervivencia, en sí mismo una fuerza con la que era necesario contar. Aquella era la aventura más desenfrenada de su vida, la única, como él empezaba vagamente a comprender, que podía aniquilarlo todo. Solo de pasada se le ocurrió pensar que, a los cincuenta años de edad, tal vez deliraba un tanto al creer que podría encontrar un agujero que sustituiría a todo lo demás.

Al cabo de unos meses voló a París para verla. Ella llevaba seis semanas trabajando en Europa, y aunque hablaban por teléfono a escondidas hasta tres veces al día, eso era insuficiente para satisfacer el anhelo de ambos. Una semana antes del sábado en que él y Phoebe debían ir a New Hampshire para recoger a Nancy en el campamento de verano y llevarla a casa, le dijo a Phoebe que aquel fin de semana tenía que viajar a París para una sesión fotográfica. Partiría el jueves por la noche y estaría de regreso el lunes por la mañana. Ezra Pollock, el ejecutivo de contabilidad, le acompañaría y una vez allí se reunirían con un equipo europeo. Sabía que Ez estaría con su familia hasta después del día del Trabajo, ilocalizable en una diminuta isla sin teléfonos, a varias millas mar adentro desde South Freeport, Maine, tan alejado de todo que se podía ver a las focas socializando en los salientes rocosos de la isla cercana. Le dio a Phoebe el nombre y el número de teléfono del hotel parisino, y se dedicó a considerar unas diez veces al día los riesgos de ser descubierto solo por pasar con Merete un largo fin de semana en la capital mundial de los amantes. Pero Phoebe siguió sin sospechar nada y pareció ilusionada ante la perspectiva de ir sola a buscar a Nancy. Estaba deseosa de tener a la chica en casa después de su ausencia durante todo el verano, de la misma manera que él se moría de ganas de ver a Merete al cabo de un mes y medio de separación, y así emprendió el vuelo la noche del jueves, con la mente concentrada en aquel agujerito y en lo que a ella le gustaba que hiciera con él. Sí, durante toda la travesía del Atlántico en el avión de Air France no hizo más que entregarse a esa ensoñación.

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