Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Me había embaucado a mí mismo, por si te preguntabas quién lo había hecho. Por mí mismo con todos mis principios. No puedo traicionar a mi hermano. No puedo traicionarme como profesor. No puedo traicionar a los desfavorecidos de Newark. «Yo no, no me voy de aquí. No huyo. Mis colegas pueden hacer lo que les parezca, yo no voy a abandonar a esos chicos negros.» Y así, a quien traiciono es a mi mujer. Cargo en otra persona la responsabilidad de mis elecciones. Doris paga el precio de mi virtud cívica, es la víctima de mi negativa a… mira, este asunto no tiene ninguna salida. Cuando te liberas, como intenté hacerlo yo, de todos los engaños evidentes, la religión, la ideología, el comunismo, te sigue quedando el mito de tu propia bondad. Ése es el engaño final, al que sacrifiqué a Doris.

– Eso es suficiente -dijo-. Cada acción ocasiona una pérdida. Es la entropía del sistema.

– ¿Qué sistema? -le pregunté.

– El sistema moral.

¿Por qué no me había contado antes lo que le ocurrió a Doris? ¿Obedecía su reticencia al heroísmo o al sufrimiento? También le había sucedido esa tragedia. ¿Y qué más? Podríamos haber estado en la terraza seiscientas noches antes de que oyera la historia completa de cómo Murray Ringold, quien había decidido ser nada más extraordinario que un profesor de escuela, no había podido eludir el tumulto de su época y el lugar donde vivía y acabó por ser una víctima de la historia como su hermano. Esa era la existencia que Norteamérica había trazado para él, y que él mismo se había trazado al pensar, al vengarse de su padre pensando críticamente, al ser razonable ante la sinrazón. A eso le había conducido pensar en Estados Unidos. A eso le había conducido aferrarse a sus convicciones y oponer resistencia a la tiranía del compromiso. Si hay alguna oportunidad de que la vida mejore, ¿dónde va a empezar si no es en la escuela? Irremediablemente enmarañado en las mejores intenciones, entregado de una manera tangible, durante toda su vida, a una trayectoria constructiva que ahora es una ilusión, a formulaciones y soluciones que ya no tienen credibilidad.

Controlas la traición por un lado y acabas traicionando a alguien más, porque no es un sistema estático, porque está vivo, porque todo lo que vive está en movimiento, porque la pureza es petrificación, porque la pureza es una mentira, porque a menos que seas un asceta modélico como Johnny O'Day y Jesucristo, hay quinientas cosas que te incitan, porque sin la barra de hierro de la rectitud con la que los Grant se abrían paso a porrazos hacia el éxito, sin la gran mentira de la rectitud que te diga por qué haces lo que haces, tienes que preguntarte a lo largo del camino: «¿Por qué hago lo que hago?». Y tienes que soportarte sin saberlo.

Nos rendimos simultáneamente al impulso de abrazarnos. Al tener a Murray entre mis brazos percibí, o más que percibir corroboré, la extensión de su decrepitud. Me resultaba difícil comprender de dónde había sacado las fuerzas para revisar tan profundamente, durante seis noches, los peores episodios de su vida.

No le dije nada, pensando que, al margen de lo que le dijese, durante el trayecto de regreso a casa desearía haber guardado silencio. Como si todavía fuese su alumno inocente, ansioso de hacer el bien, me moría por decirle: «No te embaucaste a ti mismo, Murray. Ese no es el juicio apropiado de tu vida. Debes saber que no lo es». Pero como también soy un hombre entrado en años, sabedor de las conclusiones muy poco favorables a las que uno puede llegar cuando sondea su vida, no lo hice.

Murray me tuvo abrazado durante casi un minuto, y entonces me dio una palmada en la espalda y se rió de mí.

– Las exigencias sentimentales de abandonar a un nonagenario -me dijo.

– Sí. Eso y todo lo demás. Lo que le ocurrió a Doris, la muerte de Lorraine, Ira… todo cuanto le sucedió a Ira.

– Ira y la pala -dijo Murray-. Todo lo que se impuso a sí mismo, se exigió a sí mismo debido a aquella pala. Las malas ideas y los sueños ingenuos. Sus aventuras románticas, la pasión con que quería ser alguien que no sabía cómo ser. Jamás descubrió su vida, Nathan. La buscaba por todas partes, en la mina de cinc, en la fábrica de discos, en la factoría de helados, en el sindicato, en la política radical, en la radio, en la agitación de las masas, en la vida burguesa, en el matrimonio, en el adulterio, en el salvajismo, en la sociedad civilizada. No podía encontrarla en ninguna parte. Eve no se casó con un comunista, sino con un hombre siempre ansioso por hallar su vida. Eso era lo que le encolerizaba y confundía, lo que causó su ruina: nunca pudo crearse una vida a su medida. La enorme equivocación de su esfuerzo… Pero nuestros errores siempre salen a la superficie, ¿no es cierto?

– Todo es un error -le dije-. ¿No es eso lo que me has estado diciendo? No existe más que error. Ahí está el meollo del mundo. Nadie encuentra su vida. Eso es la vida.

– Escucha. No quiero cruzar el límite. No te digo que esté a favor ni en contra. Te pido que cuando vayas a Phoenix me lo expliques.

– ¿Que te explique qué?

– Tu soledad. Recuerdo el comienzo, aquel muchacho tan vehemente, tan ilusionado por participar en la vida. Ahora, sesentón, vive solitario en el bosque. Me sorprende verte retirado así del mundo. Vives de una manera demasiado monástica. Sólo te faltan las campanas para que te anuncien la hora de la meditación. Lo siento, pero debo decírtelo: desde mi punto de vista, todavía eres joven, demasiado joven para esa clase de vida. ¿De qué te apartas? ¿Qué diablos ha sucedido?

Me tocó el turno de reírme de él, una risa que me permitía sentirme fuerte de nuevo, absolutamente independiente, un recluso que se presentaba cuando lo invocaban.

– He escuchado atentamente tu relato, eso es lo que ha ocurrido. ¡Adiós, señor Ringold!

– Hasta la vista.

Cuando regresé a la terraza, con la vela de esencia de limoncillo todavía ardiendo en el recipiente de aluminio, aquella llamita era la única luz a la que mi casa era discernible, con excepción de la leve luminosidad de la luna anaranjada que silueteaba el tejado bajo. Cuando aparqué el coche y me encaminé a la casa, la oscilación de la llama alargada me recordó el cuadrante de la radio, no mayor que la esfera de un reloj y, bajo los diminutos números negros, del color de una piel de plátano maduro, que era todo lo que podía ver en nuestro dormitorio a oscuras cuando mi hermano y yo hacíamos caso omiso de la prohibición de nuestros padres y nos quedábamos hasta pasadas las diez escuchando nuestro programa favorito. Los dos en nuestras camas gemelas y, pomposo sobre la mesilla de noche entre las dos, el Philco Jr., el receptor de radio en forma de catedral que habíamos heredado cuando mi padre compró la consola Emerson para la sala de estar. La radio al volumen más bajo posible, pero aun así con el volumen suficiente para que actuara sobre nuestros oídos como el imán más potente.

Apagué de un soplo la llama de la vela perfumada y me tumbé en la tumbona. Caí en la cuenta de que escuchar en la negrura de una noche de verano a un Murray apenas visible era, en cierto modo, parecido a escuchar la radio del dormitorio cuando era un muchacho que ambicionaba cambiar el mundo haciendo que mis convicciones, aún no puestas a prueba, enmascaradas como relatos, fuesen retransmitidas por la radio a todo el país. Murray, la radio: voces procedentes del vacío que lo controlaban todo en el interior, las circunvoluciones de un relato que flotaban en el aire y llegaban al oído, de modo que el drama se percibía muy detrás de los ojos, la copa que es el cráneo se transformaba en un escenario que era un globo ilimitado y contenía criaturas como nosotros. ¡Qué profundo es el oído! Piensa en lo que significa comprender algo que solamente has oído. ¡El carácter casi divino del oído! ¿No es por lo menos un fenómeno semidivino verte ante las iniquidades más profundas de una existencia humana por el sencillo procedimiento de permanecer sentado en la oscuridad, escuchando lo que te dicen?

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