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Philip Roth: Me Casé Con Un Comunista

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Philip Roth Me Casé Con Un Comunista

Me Casé Con Un Comunista: краткое содержание, описание и аннотация

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El sueño americano se convierte en pesadilla. En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico. En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde. Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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En el papel de Ross leyó: «Tu castillo ha sido asaltado; tu mujer y tus hijos han sido bárbaramente destrozados…». Entonces, tras un largo silencio en que Macduff al mismo tiempo comprende y deja de comprender, Murray leyó con la voz de Macduff, una voz serena, sorda, casi como un niño en su réplica: «¿También mis hijos?».

«Mujer, hijos, criado», dijo el señor Ringold/Ross, «todos los que pudieron encontrar». El señor Ringold/ Macduff volvió a quedarse mudo, lo mismo que los alumnos: la clase como tal se había desvanecido del aula, todo se había desvanecido excepto las palabras de incredulidad que seguirían. Entonces el señor Ringold/Macduff dijo:

«¿También mataron a mi mujer?». Y el señor Ringold/ Ross respondió: «Ya lo he dicho». El gran reloj avanzaba hacia las dos y media en la pared del aula. En el exterior, el autobús 14 avanzaba por la cuesta de la avenida Chancellor. Faltaban pocos minutos para que terminara la larga jornada escolar. Pero lo único que importaba, más que lo que sucediera después de la escuela o incluso en el futuro, era el momento en que el señor Ringold/Macduff comprendiera lo incomprensible. «El no tiene hijos», dijo el señor Ringold. ¿A quién se refería? ¿Quién no tenía hijos? Algunos años después supe cuál era la interpretación habitual, que Macduff se refiere a Macbeth, que éste es ese «él» que no tiene hijos. Pero, tal como lo leía el señor Ringold, ese «él» a quien Macduff se refiere es, horriblemente, el mismo Macduff. «¿Todos mis queridos pequeños? ¿Has dicho que todos? ¿…Todos? ¿Qué, todos mis lindos polluelos y su madre, bajo su garra feroz?» Y entonces Malcolm dice, el señor Ringold/Malcolm, ásperamente, como para hacer que Macduff volviera en sí: «Piénsalo como un hombre». «Eso haré», responde el señor Ringold/ Macduff.

Entonces el sencillo verso que, en la voz de Murray Ringold, se impondría cien, mil veces durante el resto de mi vida: «Pero también debo sentirlo como un hombre».

«But I must also/eel it as a man», nos dijo el señor Ringold al día siguiente. «Diez sílabas, cinco compases, pentámetro… nueve palabras, el tercer acento yámbico recae con naturalidad y perfección en la quinta y más importante palabra… ocho monosílabos y la única palabra de dos sílabas tan corriente y tan útil como cualquiera del inglés cotidiano… y sin embargo, todas juntas, y en el lugar donde se encuentran… ¡qué fuerza! Sencillo, muy sencillo, ¡y como un martillo!»

– Pero también debo sentirlo como un hombre -y el señor Ringold cierra el grueso libro de las obras completas de Shakespeare, como lo hace al final de cada clase-. Hasta la próxima -nos dice, y sale del aula.

Cuando llegamos a Athena, Murray había abierto los ojos.

– Aquí estoy con un eminente ex alumno y no le he dejado abrir la boca. No te he preguntado nada sobre ti.

– La próxima vez.

– ¿Por qué vives ahí arriba, completamente solo? ¿Por qué te desagrada el mundo?

– Prefiero vivir así.

– No, te he observado mientras escuchabas, y no creo que lo prefieras. No creo ni por un momento que haya desaparecido la vivacidad. Eras así de muchacho. Por eso me gustabas tanto de muchacho… prestabas atención. Y todavía lo haces. ¿Pero qué hay ahí para que le prestes atención? Deberías superar el problema, sea cual fuere. Rendirte a la tentación de ceder no es elegante. A cierta edad, eso puede acabar contigo como cualquier otra enfermedad. ¿De veras quieres ir gastándolo todo antes de que haya llegado tu hora? Guárdate de la utopía del aislamiento. Guárdate de la utopía de la cabana en el bosque, la defensa del oasis contra la rabia y la aflicción. Una soledad inexpugnable. Así terminó la vida para Ira, y mucho antes de que cayera muerto.

Aparqué en una de las calles alrededor de la universidad y le acompañé hasta su residencia. Eran cerca de las tres de la madrugada, y todas las habitaciones estaban a oscuras. Probablemente, Murray era el último de los estudiantes veteranos en marcharse y el único que dormía allí aquella noche. Ojalá le hubiera invitado a quedarse conmigo, pero tampoco había tenido ánimo para eso. Una persona durmiendo cerca de mí, a la que pudiera oír, ver u oler, habría roto una cadena de condicionamiento que no me había sido fácil forjar.

– Iré a visitarte a Jersey -le dije.

– Tendrás que ir a Arizona. Ya no vivo en Jersey. Hace tiempo que resido en Arizona. Pertenezco a un club del libro eclesiástico, dirigido por los unitarios. No hago mucho más. No es el lugar ideal si te gusta pensar, pero también tengo otros problemas. Mañana dormiré en Nueva York y pasado volaré a Phoenix. Tendrás que viajar a Arizona si quieres verme. Pero no te hagas el remolón -añadió con una sonrisa-. La tierra gira muy rápido. El tiempo no está de mi parte.

A medida que transcurren los años, no hay nada para lo que tenga menos talento que para despedirme de alguien con quien me siento muy unido. No siempre me doy cuenta de lo fuerte que es el vínculo, hasta que llega el momento de la despedida.

– No sé por qué supuse que seguías en Jersey.

Ese fue el último sentimiento peligroso que se me ocurrió expresar.

– No. Me marché de Newark después de que mataran a Doris. La asesinaron, Nathan. Al otro lado de la calle, cuando regresaba del hospital. No me habría ido de la ciudad, ¿sabes? No iba a irme de la ciudad donde había vivido y enseñado durante toda mi vida sólo porque entonces era una ciudad negra y pobre llena de problemas. Incluso después de los disturbios, cuando Newark se vació, nos quedamos en la avenida Lehigh, fuimos la única familia blanca que lo hizo. Doris, a pesar de sus problemas de espalda, volvió a trabajar en el hospital. Yo enseñaba en el South Side. Después de que me rehabilitaran volví a Weequahic, donde ya por entonces enseñar no era nada fácil, y al cabo de un par de años me pidieron que me encargara del departamento de Lengua y Literatura inglesa en el South Side, donde las cosas eran incluso peores. Nadie podía enseñar a aquellos chicos negros, así que me pidieron que lo hiciera. Pasé allí los últimos diez años, hasta la jubilación. No pude enseñar nada a nadie. Apenas era capaz de contener el pandemónium, era imposible enseñar. El trabajo consistía en mantener la disciplina. Patrullar los pasillos, discutir hasta que algún chico te pegaba, las expulsiones. Fueron los diez peores años de mi vida. Peor que cuando me despidieron. No diría que el desencanto me abrumara. Comprendía la realidad de la situación, pero la experiencia sí que era abrumadora, brutal. Deberíamos habernos mudado, pero no lo hicimos, y eso es lo que ocurrió.

Durante toda mi vida había sido uno de los agitadores del sistema en Newark, ¿no es cierto? Mis viejos amigos me decían que estaba chiflado. Por entonces todos vivían en los barrios residenciales. ¿Pero cómo podía huir? Me interesaba que se mostrara respeto hacia aquellos chicos. Si existe alguna oportunidad para la mejora de la vida, ¿dónde va a empezar si no es en la escuela? Además, cada vez que, en mi calidad de profesor, me pedían que hiciera algo que consideraba interesante y meritorio, respondía:

«Sí, me gustaría hacerlo», y me lanzaba a la tarea. Nos quedamos en la avenida Lehigh, fui al South Side y dije a los profesores del departamento: «Tenemos que persuadir a los alumnos de que se comprometan», y cosas por el estilo.

Me atacaron en un par de ocasiones. A raíz de la primera vez deberíamos habernos mudado y, desde luego, después de la segunda. La segunda vez, a las cuatro de la tarde, había doblado la esquina de casa cuando tres chicos me rodearon y sacaron un arma. Pero no nos mudamos, y una noche, Doris sale del hospital y, para ir a casa, como recordarás, sólo tiene que cruzar la calle. Bueno, no llegó a cruzarla. Alguien le abrió la cabeza. A unos ochocientos metros de donde Ira había matado a Strollo, alguien le partió la crisma con un ladrillo. Por un bolso que no contenía nada. ¿Sabes de qué me di cuenta? De que había sido embaucado. No es una idea que me guste, pero la tengo desde entonces.

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