A la tarde siguiente salí de nuevo, fui a verle después de la escuela. «Anoche no puede pegar ojo, Ira», le dije, «no pude dar clase a los chicos en todo el día, porque sé que no cejarás hasta que hayas cargado sobre tus espaldas con un horror que va mucho más allá de figurar en la lista negra. La lista terminará algún día. Este país incluso podría recompensar a las personas que han sido tratadas como tú, pero si te encierran por asesinato… ¿Qué estás pensando ahora, Ira?».
Volví a tardar media noche en averiguarlo y, cuando por fin me lo dijo, repliqué: «Voy a avisar a los médicos del hospital, Ira. Voy a conseguir una orden judicial. Esta vez te voy a recluir para siempre. Voy a hacer que te confinen en un sanatorio mental durante el resto de tu vida».
Iba a estrangularla. Y a la hija también. Iba a estrangular a las dos con las cuerdas del arpa. Tenía el cortaalambres. Hablaba en serio. Iba a cortar las cuerdas, atárselas al cuello y estrangularlas hasta que muriesen.
A la mañana siguiente regresé a Newark con el corta-alambres. Pero no tenía remedio, lo sabía. Al salir de la escuela fui a casa y le conté a Doris lo que había sucedido. Fue entonces cuando le hablé del asesinato. Le dije: «Debería haber permitido que lo encerraran. Debería haberlo entregado a la policía y dejar que la ley siguiera su camino». Le puse al corriente de lo que le había dicho a Ira por la mañana, antes de dejarle: «Tiene que vivir con su hija. Ese es su castigo, un castigo terrible que se ha buscado ella misma». Pero Ira se echó a reír: «Claro que es un castigo terrible, pero no suficiente».
En todos los años de relación con mi hermano, ésa fue la primera vez que me derrumbé. Se lo conté todo a Doris y me derrumbé. Le dije que, debido a un sentido de la lealtad deformado, había actuado equivocadamente. Tenía veintidós años, vi a mi hermano cubierto de sangre, le hice subir al coche y me equivoqué. Y ahora, como el carrusel del tiempo trae sus venganzas, Ira mataría a Eve Frame. Lo único que podía hacer era visitar a Eve y decirle que se marchara de la ciudad llevándose a Sylphid. Pero no podía. No podía presentarme ante aquella mujer y su hija y decirles: «Mi hermano está en pie de guerra, y será mejor que os escondáis».
Estaba derrotado. Me había pasado la vida entera aprendiendo a ser razonable ante lo irrazonable, aprendiendo lo que me gustaba denominar desapasionamiento vigilante, aprendiendo, enseñando a mis alumnos y a mi hija y tratando de enseñar a mi hermano. Y había fracasado. Era imposible cambiar a Ira. Ser razonable ante lo irrazonable era imposible. Esto ya lo había experimentado en 1929. Estábamos en 1952, yo tenía cuarenta y cinco años y era como si el tiempo transcurrido no hubiese servido de nada. Allí estaba mi hermano menor con su potencia y su enojo fuera de lo corriente, tentado de nuevo por el deseo de asesinar, y una vez más yo iba a ser cómplice del crimen. Después de todo (todo cuanto él había hecho, todo cuanto los demás habíamos hecho), iba a cruzar la línea una vez más.
Cuando se lo dije a Doris, subió al coche y fue a Zinc Town. Doris se hizo cargo del asunto. Tenía esa clase de autoridad. Cuando regresó, me dijo:
– No asesinará a nadie. No creo que quisiera asesinarla, pero en cualquier caso no va a hacerlo.
– ¿Qué va a hacer entonces?
– Hemos negociado un acuerdo. Llamará a sus chicos.
– ¿Qué significa eso?
– Recurrirá a ciertos amigos.
– ¿De qué me estás hablando? No te referirás a gángsters.
– Me refiero a periodistas. Sus amigos periodistas. Ellos la destruirán. Deja a Ira en paz. Yo me encargo de él.
¿Por qué hizo caso a Doris y no a mí? ¿Cómo le convenció? Quién diablos sabe por qué. Doris tenía tino con él, tenía una astucia especial, y dejé que se ocupara de Ira.
– ¿Quiénes eran esos periodistas? -le pregunté.
– Compañeros de viaje -respondió Murray-. Había muchos, tipos que admiraban al hombre del pueblo culturalmente auténtico. Ira tenía mucho prestigio entre esa gente debido a sus credenciales de clase obrera y a sus combates con el sindicato. Habían estado con frecuencia en casa en aquellas veladas.
– ¿Y ellos lo hicieron?
– Destrozaron a Eve. Lo hicieron, desde luego. Demostraron que el contenido del libro era una pura invención, que Ira nunca fue comunista ni había tenido nada que ver con el partido, que el complot comunista para infiltrarse en el mundo de la radiodifusión era un extravagante amasijo de mentiras. Esto no hizo que se tambaleara la confianza de Joe McCarthy, Richard Nixon y Bryden Grant, pero podía acabar con Eve en el mundo del espectáculo neoyorquino, y así ocurrió. Era un mundo ultraliberal. Piensa en la situación. Los periodistas la abordan, anotan cada palabra que dice y los diarios las publican. En la radio de Nueva York hay un gran círculo de espías, cuyo cabecilla es su marido. La Legión americana la apoya, le piden que les hable. Una organización llamada Cruzada Cristiana, un grupo religioso anticomunista, también la apoya. Reproducen capítulos del libro en su revista mensual. Sale un reportaje elogioso en el Saturday Evening Post. El Reader's Digest abrevia un capítulo del libro, es el material que más les gusta, y esto, junto con el Post, coloca a Ira en todas las salas de espera de médicos y dentistas del país. Todo el mundo quiere hablar con ellos. Todo el mundo quiere hablar con Eve, pero entonces pasa el tiempo, los periodistas dejan de interesarse, nadie compra el libro y poco a poco nadie quiere hablar con ella.
Al principio nadie la pone en tela de juicio. Nadie cuestiona la importancia de una actriz famosa con un aspecto tan delicado y que se presenta ante el público con esa mierda a fin de venderla. El affaire Frame no hace precisamente que la gente piense bien. ¿El partido ordenó a Ira que se casara con ella? ¿Fue ése su sacrificio comunista? Incluso aceptaron eso sin ninguna duda. Cualquier cosa para vaciar la vida de sus incongruencias, de su falta de sentido, de sus chapuceras contingencias e imponerle a cambio la simplificación coherente… que lo entiende todo mal. El partido le ordenó a Ira que lo hiciera. Todo es una maquinación del partido. Como si Ira careciera del talento necesario para cometer errores por su cuenta. Como si Ira necesitara al Comintern para ayudarle a planear un mal matrimonio.
Todo el mundo se llenaba la boca con la palabra comunista y nadie en Estados Unidos tenía la menor idea de qué diablos era un comunista. ¿Qué hacen, qué dicen, qué aspecto tienen? ¿Cuando están juntos hablan en ruso, chino, yiddish o esperanto? ¿Fabrican bombas? Nadie lo sabía, y por ello era tan fácil explotar la amenaza como lo hacía el libro de Eve. Pero entonces los periodistas de Ira se pusieron manos a la obra y empezaron a aparecer artículos en el Nailon, el Repórter, el New Republic, que se ensañaban con ella. La máquina pública que Eve puso en movimiento no siempre va en la dirección que uno quiere. Sigue su propia dirección. Ira empieza a volver hacia ella la máquina pública que Eve había querido destruir. Tenía que ser así. Esto es Norteamérica. En cuanto pones en marcha esta máquina pública, el único fin posible es una catástrofe para todo el mundo.
Probablemente lo que la trastornó, lo que más la debilitó, tuvo lugar al comienzo de la contraofensiva de Ira, antes incluso de que hubiera tenido ocasión de explicarse lo que estaba ocurriendo y de que nadie pudiera tomarla de la mano y decirle lo que no debía hacer en semejante batalla. Bryden Grant se hizo con el ataque del Nation, el primer ataque, cuando todavía estaba en galeradas. ¿Por qué habría de importarle a Grant lo que publicaba el Nation más de lo que le importaba lo que publicara Pravda? ¿Qué otra cosa cabría esperar que escribieran en el Natwn? Pero su secretaria envió las galeradas a Eve, y ésta, evidentemente, telefoneó a su abogado y le dijo que quería que un juez enviase al Natwn un requerimiento judicial para impedir que publicaran el artículo, pues éste era maligno y falso, una serie de mentiras destinadas a destruir su nombre, su carrera y su reputación. Pero un requerimiento sería coerción previa, y un juez no podía hacer eso. Después de que se publicara el artículo, sería posible poner una demanda por libelo, pero eso era insuficiente, sería demasiado tarde, ella ya estaría arruinada, así que fue personalmente a la redacción del periódico y pidió ver al redactor. Este era L. J. Podell, Jake Podell, el ejecutor de faenas desagradables, el que descubría y aireaba escándalos y corrupciones para el Nation. Era un hombre temido, y con razón. Con una pala en la mano, Podell era preferible a Ira, aunque no mucho más.
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