Todo lo que Eve pudo decir en la televisión fue lo mucho que había querido a Ira, lo feliz que había sido con él y que el comunismo traidor que Ira abrazaba fue lo único que destruyó su matrimonio. Incluso lloró un momento por la felicidad que el comunismo traidor había echado a perder. Recuerdo que Doris se levantó y se alejó del televisor, y entonces volvió a sentarse, abochornada. Luego me dijo: «Verla llorar así en la televisión… me ha disgustado casi tanto como si fuese incontinente. ¿No puede dejar de llorar durante un par de minutos? Es actriz, por el amor de Dios. ¿No puede tratar de comportarse de acuerdo con la edad que tiene?».
Así pues, la cámara recogió el lloro de la inocente esposa del comunista, todo el país televidente contempló el lloro de la inocente esposa del comunista, y entonces ésta se enjugó los ojos y, mirando nerviosamente a su hija cada dos segundos, en busca de corroboración, no, de autorización, dejó claro que todo volvía a ir de nuevo sobre ruedas entre Sylphid y ella, la paz se había establecido, pelillos a la mar, su confianza y su cariño de antes estaban restaurados. Ahora que el comunista había sido extirpado, no había una familia más unida, ninguna familia en mejores relaciones, desde La familia Robinson suiza.
Y cada vez que Eve intentaba sonreír a Sylphid con aquella sonrisa desmañada, trataba de mirarla con la expresión más penosamente incierta, una expresión que casi imploraba a la hija que dijera: «Sí, mamá, te quiero, es cierto», que le pedía casi con descaro: «Dilo, cariño, sólo es para la televisión»; Sylphid revelaba el juego al devolverle una mirada furibunda o mostrarse condescendiente o trastocar con irritación todo lo que Eve había dicho. Llegó un momento en el que ni siquiera Lorraine pudo seguir aguantándolo. De repente la niña gritó a la pantalla: «¡Que se os vea un poco de cariño, a las dos!».
Sylphid no muestra el menor afecto hacia esta mujer patética que se esfuerza por resistir. Ni pizca de generosidad, y no digamos comprensión. Ni una sola frase conciliadora. Aquel programa me reveló que la chica jamás pudo haber querido a su madre. Porque si quieres a tu madre, aunque sólo sea un poco, a veces puedes pensar en ella como alguien que no es sólo tu madre, piensas en su felicidad y su desdicha, en su salud, en su soledad, en su locura. Pero aquella muchacha no tenía imaginación para nada de eso, no comprendía absolutamente nada de la vida de una mujer. Todo lo que tiene es su J'accuse. Todo lo que desea es procesarla ante el país entero, hacerla parecer terrible en todos los aspectos. El vapuleo de mamá en público.
Jamás olvidaré esa imagen: Eve mirando sin cesar a Sylphid, como si la idea que tenía de sí misma y de su valía se basara en la hija que era la juez más implacable de las deficiencias de su madre que cabía imaginar. Deberías haber visto la burla, el escarnecimiento de su madre con cada mueca despectiva, menospreciándola con sus sonrisas, relamiéndose públicamente. Por fin había conseguido el foro para dar rienda suelta a su cólera, para hacer pasar a su famosa madre un mal rato en la televisión. Es capaz de decir con sarcasmo: «Tú, que fuiste tan admirada, eres una estúpida». Una actitud nada generosa. La actitud que la mayoría de los jóvenes ha superado a los dieciocho años, una postura brutalmente reveladora. Te das cuenta de que encierra un placer sexual cuando persiste hasta tan tarde en la vida de una persona. Aquel programa te hacía estremecer: el histrionismo de la indefensión de la madre no era menos notable que los implacables zarpazos de la malevolencia de la hija. Pero lo que más asustaba era la máscara en que consistía el rostro de Eve, la máscara más desdichada que puedas imaginar. Entonces supe que no quedaba nada de ella. Parecía aniquilada.
Al final, el presentador del programa mencionó el inminente recital de Sylphid en el ayuntamiento, y Sylphid tocó el arpa. Esa había sido la finalidad, el motivo por el que Eve había accedido a degradarse de aquella manera en la televisión. Lo había hecho por el bien de la carrera de Sylphid, naturalmente. Me pregunté si podía existir una metáfora mejor de su relación: Eve llorando en público por todo lo que ha perdido, mientras la hija, a quien no le importan los sentimientos de su madre, toca el arpa y da publicidad al recital…
Un par de años después, Sylphid la abandona. Cuando Eve se hunde y más la necesita, la hija descubre su independencia. A los treinta años, Sylphid decide que no es bueno para el bienestar sentimental de una hija vivir con una madre de edad mediana que la acuesta y arropa cada noche. Mientras que la mayoría de los hijos abandonan a sus padres a los dieciocho o veinte, viven independientes durante quince o veinte y, con el tiempo, se reconcilian con sus padres entrados en años y tratan de echarles una mano, Sylphid prefiere hacer las cosas completamente al revés. Por las mejores razones psicológicas modernas, Sylphid se va a Francia para vivir a costa de su padre.
Por entonces Pennington ya estaba enfermo, y murió al cabo de un par de años. Cirrosis hepática. Sylphid heredó la finca, los coches, los gatos y la fortuna de la familia Pennington. Sylphid se quedó con todo, incluido el guapo chófer italiano de Pennington, con quien se casó. Sí, Sylphid casada. Incluso engendró un hijo. Tal es la lógica de la realidad. Sylphid Pennington fue madre. Gran noticia para la prensa sensacionalista debido a una interminable querella legal iniciada por un famoso diseñador de decorados francés, cuyo nombre he olvidado, y que había sido amante de Pennington durante largo tiempo. Ese hombre afirmaba que el chófer era un buscavidas, un cazador de fortunas, que sólo recientemente había salido a escena, que él mismo había sido amante ocasional de Pennington, y que de alguna manera había manipulado o falsificado el testamento del actor.
Cuando Sylphid abandonó Nueva York para instalarse en Francia, Eve Frame era una alcohólica sin remedio. Tuvo que vender la casa. Murió sumida en el estupor de la bebida en una habitación de hotel de Manhattan, en 1962, diez años después de la publicación del libro. El público la había olvidado. Tenía cincuenta y cinco años. Ira murió dos años después, a los cincuenta y uno. Pero había vivido lo suficiente para verla sufrir, y no creo que eso le alegrara. No creo que le gustara la partida de Sylphid. «¿Dónde está la encantadora hija de la que todos oíamos hablar tanto? ¿Dónde está la hija para decir: "Te ayudaré, mamá"? ¡Se ha ido!»
La muerte de Eve puso de nuevo a Ira en contacto con las satisfacciones primarias, desencadenó el principio del placer del cavador de zanjas. Cuando a una persona que ha actuado siempre por impulso se le retira la manipulación de la respetabilidad, la construcción social civilizadora, ¿qué es lo que aparece? Un geiser, ¿no es cierto? Empieza a brotar. Tu enemigo destruido… ¿qué podría ser mejor? Cierto, tardó un poco más de lo que él había esperado y, desde luego, esta vez no llegó a hacerlo con sus propias manos, no sintió el chorro de sangre caliente en la cara, pero de todos modos nunca había visto a Ira disfrutar tanto como cuando supo que Eve había muerto.
¿Sabes qué dijo cuando murió Eve? Lo mismo que la noche en que asesinó al tipo italiano y organizamos su huida. «Strollo ha ido a dar su último paseo», me dijo. Era la primera vez que pronunciaba ese nombre en más de treinta años. «Strollo ha ido a dar su último paseo», y entonces soltó la risa entrecortada de muchacho alocado. Aquella risa que decía: «A ver si se atreven a intentar hacerme lo mismo». La risa desafiante que yo todavía recordaba, desde 1929.
Ayudé a Murray a bajar los tres escalones de la terraza y lo llevé por el oscuro sendero hasta donde mi coche estaba aparcado. Avanzamos en silencio por la carretera de montaña llena de curvas, pasamos junto al lago Madamaska y llegamos a Athena. Cuando le miré, vi que tenía la cabeza echada atrás y los ojos cerrados. Primero pensé que estaba dormido, y entonces me pregunté si habría muerto, si, tras haber recordado toda la historia de Ira, tras haberse oído a sí mismo contar la historia completa de Ira, incluso aquel hombre tan resistente había perdido la voluntad de seguir adelante. Volví a recordarle cuando nos leía en clase, sentado en el ángulo de su mesa, pero sin el borrador amenazante, nos leía escenas de Macbeth, dando una voz distinta a cada personaje, sin temor a caer en la teatralidad y la actuación, y me impresionaba lo viril que parecía la literatura representada de aquella manera. Recordé haber oído al señor Ringold leer la escena al final del acto cuarto de Macbeth, cuando Ross informa a Macduff que Macbeth ha matado a la familia de Macduff, mi primer encuentro con un estado espiritual que es estético y deja de lado todo lo demás.
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