Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Aunque Goldstine estaba en pie y apuntaba con la pistola a la frente de Ira, su estatura apenas superaba a la de Ira sentado.

– Me das miedo, Ira -le dijo Goldstine-, siempre me has dado miedo. Eres un tipo violento, y no voy a esperar que me hagas lo mismo que le hiciste a Butts. ¿Te acuerdas de él? ¿Te acuerdas del pequeño Butts? Levántate y vete, Hombre de Hierro. Y llévate contigo al niño lameculos. ¿Nunca te ha hablado el Hombre de Hierro de Butts, lameculos? -me preguntó Goldstine-. Intentó matarle, ahogándole. Lo sacó a rastras del comedor… ¿No le has hablado al chico, Ira, de la época de Irán, de la cólera y los berrinches en Irán? Un tipo que pesa sesenta kilos se acerca al Hombre de Hierro con un cuchillo de los que usábamos para el rancho, un arma muy peligrosa, como puedes imaginar, y el Hombre de Hierro lo alza del suelo, se lo lleva del comedor, lo arrastra hasta el muelle y, agarrándole por los pies, lo sostiene sobre el agua. «Nada, paleto», le dice. «¡No, no, no sé nadar!», grita Butts. «¿No sabes?», replica el Hombre de Hierro, y lo deja caer al agua. Lo deja caer de cabeza, desde el muelle, al Shatt-al-Arab. El río tiene nueve metros de profundidad. Butts se va al fondo. Entonces Ira se vuelve y nos grita: «¡Dejad solo a ese patán de mierda! ¡Largo de aquí! ¡Que nadie se acerque al agua!». «Se está ahogando, Hombre de Hierro.» «Dejadle», dice Ira. «¡Atrás! Sé lo que estoy haciendo.» Alguien se lanza al agua para intentar el rescate de Butts, pero Ira salta tras él, le cae encima y la emprende a mamporros, le mete los dedos en los ojos, lo sumerge. ¿No le has hablado al chico de Butts? ¿Y de Solak? ¿Y de Becker? Levántate. Levántate y fuera de aquí, puñetero loco homicida.

Pero Ira no se movió, con excepción de los ojos. Estos eran como pájaros que quisieran salir volando de su cara. Se contraían nerviosamente y parpadeaban como yo nunca lo había visto hasta entonces, mientras todo su cuerpo parecía haberse osificado, adoptando una tirantez tan aterradora como el movimiento de sus ojos.

– No, Erwin -le dijo-, no con un arma apuntándome a la cara. Las únicas maneras de hacerme salir de aquí son apretar el gatillo o llamar a la policía.

Yo no podría haber dicho cuál de los dos era más temible. ¿Por qué no hacía Ira lo que quería Goldstine? ¿Por qué no nos levantábamos y nos íbamos? ¿Quién estaba más loco, el fabricante de colchones con la pistola cargada o el gigante que le provocaba para que disparase? ¿Qué ocurría allí? Estábamos en una soleada cocina en Maplewood, New Jersey, tomando Royal Crown a morro. Los tres éramos judíos. Ira había ido a saludar a un viejo amigo del ejército. ¿Qué les pasaba a aquellos tipos?

Cuando me puse a temblar pareció que cesaba la deformación de Ira causada por los pensamientos irracionales, fueran los que fuesen, que pasaban por su mente. Yo estaba sentado delante de él, en el otro lado de la mesa, y vio que me castañeteaban los dientes y me temblaban las manos sin que pudiera evitarlo. Entonces volvió en sí y se levantó lentamente de la silla. Alzó los brazos por encima de la cabeza, como en las películas, cuando los atracadores gritan: «¡Esto es un atraco!».

– Esto ha terminado, Nathan. Se suspende la pelea debido a la oscuridad.

Pero a pesar de la naturalidad con que dijo eso, a pesar de la rendición implícita en el gesto de alzar burlonamente los brazos, mientras salíamos de la casa por la puerta de la cocina y nos dirigíamos por el sendero al coche de Murray, Goldstine nos seguía con la pistola a pocos centímetros del cráneo de Ira.

Sumido en una especie de trance, Ira condujo por las tranquilas calles de Maplewood, a lo largo de las cuales se sucedían las agradables casas unifamiliares en las que vivían los judíos antes residentes en Newark y que últimamente habían adquirido sus primeros hogares, sus primeros jardines y sus primeras afiliaciones al club de campo. No era la clase de gente ni la clase de barrio que le harían temer a uno la posibilidad de encontrar una pistola en el cajón de la cubertería.

Sólo cuando hubimos cruzado la línea de Irvington y nos dirigíamos a Newark, Ira se volvió hacia mí y me preguntó si estaba bien. Me sentía fatal, aunque ahora no tan asustado como humillado y avergonzado. Me aclaré la garganta para asegurarme de que no se me quebraba la voz.

– Me he meado en los pantalones -le dije.

– ¿De veras?

– Creí que iba a matarte.

– Has sido valiente, ya lo creo, has estado muy bien.

– ¡Cuando bajábamos por el sendero me he meado en los pantalones! -dije airadamente-. ¡Maldita sea! ¡Mierda!

– Yo he tenido la culpa. No debí llevarte conmigo a casa de ese capullo. ¡Y el tío va y saca un arma! ¡Un arma!

– ¿Por qué lo ha hecho?

– Butts no se ahogó -dijo Ira de repente-. Nadie se ahogó, nadie iba a ahogarse.

– ¿Le echaste al agua?

– Sí, claro que le eché al agua. Ese era el patán que me llamó judiazo. Ya te lo conté.

– Lo recuerdo -pero lo que me había contado sólo era una parte de la historia-. Fue la noche que te asaltaron, cuando te dieron la paliza.

– Sí, me dieron una paliza, es cierto, después de que sacaran del agua a ese hijo de puta.

Ira me dejó en casa, donde no había nadie, y pude dejar la ropa mojada en el cesto, darme una ducha y tranquilizarme. Mientras me duchaba temblé de nuevo, no tanto porque recordara la escena, allí sentados, a la mesa de la cocina, Goldstine apuntando con su pistola a la frente de Ira, ni porque recordara los ojos de éste, como si quisieran salir volando de la cabeza, sino porque pensaba: «Una pistola cargada con los cuchillos y los tenedores… en Maplewood, New Jersey. ¿Por qué? ¡Por Garwych, claro! ¡Por Solak! ¡Por Becker!».

A solas, en la ducha, empecé a formular en voz alta todas las preguntas que no me había atrevido a hacerle en el coche. «¿Qué les hiciste a esos hombres, Ira?»

Al contrario que mi madre, mi padre no veía a Ira como un medio que me permitiría progresar socialmente, y las llamadas de Ira siempre le dejaban perplejo y molesto: «¿Qué interés tenía aquel adulto por el muchacho?». Pensaba que estaba ocurriendo algo complicado, si no sumamente siniestro.

– ¿Adonde vas con él? -me preguntó.

Los recelos de mi padre estallaron con vehemencia una noche, cuando me sorprendió en mi escritorio leyendo el Daily Worker.

– No quiero periódicos de Hearst en mi casa -me dijo mi padre-, y no quiero tampoco ese periódico. Uno es la imagen reflejada del otro. Si ese hombre te da a leer el Daily Worker…

– ¿Qué hombre?

– Tu amigo actor. Rinn, como se llama a sí mismo.

– El no me da el Daily Worker. Lo compro yo mismo en el centro. ¿Hay alguna ley contra eso?

– ¿Quién te dijo que lo compraras? ¿Te lo dijo él?

– El no me dice que haga nada.

– Espero que eso sea cierto.

– ¡ No miento! ¡ Lo es!

Y lo era. Recordé haberle oído decir a Ira que el Daily Worker publicaba artículos de Howard Fast, pero compré el periódico por mi cuenta, frente al cine Proctor, en un quiosco de la calle Market, aparentemente para leer a Howard Fast, pero también por simple y obstinada curiosidad.

– ¿Me lo vas a confiscar? -le pregunté a mi padre.

– No, no tienes suerte. No voy a convertirte en un mártir de la primera enmienda. Sólo confío en que después de que lo hayas leído y estudiado y hayas reflexionado lo que dice, tengas el buen sentido de saber que es una sarta de mentiras y lo confisques tú mismo.

Hacia el final del curso escolar, cuando Ira me invitó a pasar aquel verano una semana con él en la cabana, mi padre me dijo que no iría, a menos que Ira hablase primero con él.

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