La agresividad con que reaccionaba a su falta de comprensión era propia de Ira. La cabeza le trabajaba, desde luego, pero no lo hacía con claridad sino tan sólo con fuerza. «Me tiene sin cuidado que te pavonees por el escenario y les digas a los guionistas cómo tienen que hacer los guiones», repliqué. «Te estoy hablando de otra cosa. No me refiero a lo convencional, lo no convencional, lo burgués o lo bohemio, sino a una casa donde la madre es una patética alfombra para que la hija la pisotee. Es absurdo que tú, el hijo de nuestro padre, que creciste en nuestra casa, no reconozcas lo explosivos que pueden ser los arreglos domésticos, lo funestos que son para la gente. Los altercados enervantes, la desesperación cotidiana, la negociación a cada hora. Es una familia completamente echada a perder…»
A Ira no le costaba nada decirte «que te jodan» y no volver a verte. Era incapaz de modulación. Mete la primera, cambia bruscamente a quinta y adiós. Yo no podía detenerme, no paraba, por lo que me dijo que me jodieran y se marchó. Al cabo de un mes y medio le escribí una carta y no me contestó. Entonces le telefoneé, pero no se ponía al aparato. Al final fui a Nueva York, le acorralé y le pedí perdón. «Tenías razón y yo estaba equivocado. Eso no es asunto mío. Te echamos de menos, queremos que vuelvas a casa. Si quieres venir con Eve, muy bien… si no quieres, no la traigas. Lorraine te echa de menos…» Etcétera. Quería decirle: «Te has fijado en la amenaza errónea. Lo que te amenaza no es el capitalismo imperialista, lo que te amenaza no son tus acciones públicas, lo que te amenaza es tu vida privada. Siempre ha sido así y siempre lo será».
Ciertas noches yo no podía dormir. Le decía a Doris: «¿Por qué no la deja? ¿Por qué no puede dejarla?». ¿Y sabes lo que respondía Doris? «Porque es como todo el mundo, sólo nos damos cuenta de las cosas cuando han terminado. ¿Por qué no me dejas tú? ¿No tenemos todos los ingredientes que dificultan la convivencia? Las discusiones, los desacuerdos, lo que todo el mundo tiene, la pizca de esto y de aquello, los insultos que se amontonan, las pequeñas tentaciones que se acumulan. ¿Crees que no estoy enterada de que hay mujeres que se sienten atraídas por ti? ¿Profesoras de la escuela, mujeres del sindicato, intensamente atraídas por mi marido? ¿Crees que no sé que, cuando volviste de la guerra, durante un año no sabías por qué seguías conmigo y te preguntabas a diario por qué no me dejabas? Pero no me dejaste, porque, en general, eso es lo que hace la gente. Todo el mundo está insatisfecho, pero en general no se rompe, y, sobre todo, no rompen las personas que, a su vez, han sido abandonadas, como tú y tu hermano. Cuando pasas por lo que vosotros habéis pasado, valoras muchísimo la estabilidad, probablemente la valoras en exceso. Lo más difícil del mundo es cortar el nudo de tu vida y marcharte. La gente se amolda a todas las adaptaciones que haga falta, incluso a la conducta más patológica. ¿Por qué, en el aspecto sentimental, un hombre como él se relaciona con una mujer como ella, y viceversa? El motivo habitual es que los defectos se amoldan entre ellos. Ira no puede abandonar su matrimonio de la misma manera que no puede abandonar el Partido Comunista.»
En fin, luego estaba el bebé. Johnny O'Day Ringold. Eve le dijo a Ira que cuando ella tuvo a Sylphid, allá en Hollywood, las consecuencias fueron distintas para ella que para Pennington. Este iba diariamente a su trabajo en los estudios y todo el mundo lo aceptaba, pero ella iba a trabajar en una película, dejaba a la criatura con una niñera, lo cual significaba que Eve era una mala madre, descuidada, egoísta, y todo el mundo se sentía mal, incluida ella. Le explicó que no podría volver a pasar por eso. Había sido muy duro, tanto para ella como para Sylphid. Le dijo a Ira que, en muchos aspectos, esa tensión era lo que había dado al traste con su carrera en Hollywood.
Pero Ira observó que ella ya no trabajaba en el cine, sino en la radio. Pertenecía a la élite radiofónica, y no acudía diariamente al estudio, sino sólo dos días a la semana. No era lo mismo, en absoluto, y además Ira Ringold no era Carlton Pennington. El no la dejaría en la estacada con la criatura, y no les haría falta una niñera, al diablo con eso. Si era necesario, él mismo criaría a su Johnny O'Day. Una vez que Ira le había hincado el diente a algo, no estaba dispuesto a soltarlo. Y Eve no tendría que soportar como antes el acoso de la gente. Así pues, él creyó que también la había convencido en ese aspecto. Al final, ella le dijo que tenía razón, que no era lo mismo, ni mucho menos, accedió a tener el niño, y él se sintió eufórico, en el séptimo cielo… deberías haberle oído.
Entonces, la noche antes de que fuese a Newark, antes de que os vierais, ella se vino abajo y le dijo que no podía seguir adelante. Sentía muchísimo negarle algo que él deseaba tanto, pero no podía pasar de nuevo por todo aquello. Esto se prolongó durante horas, ¿qué podía hacer él? ¿En qué beneficiaría a nadie, a ella, él o el pequeño Johnny, que ése fuese el telón de fondo de su vida familiar? Estaba desolado, y discutieron hasta las tres o las cuatro de la madrugada, pero el asunto quedó zanjado para él. Era un hombre persistente, pero no podía atarla a la cama y tenerla allí durante otros siete meses, hasta que diera a luz. Si ella no quería tener el niño, no había nada que hacer. Así pues, le dijo que la acompañaría a Camden para que abortara. No estaría sola.
Mientras escuchaba a Murray, no podía evitar los recuerdos de mi relación con Ira, unos recuerdos cuya persistencia incluso desconocía, de cuando engullía vorazmente sus palabras y sus convicciones de adulto, claros recuerdos de cuando paseábamos por el parque de Weequahic y me hablaba de los míseros chiquillos que había visto en Irán.
– Cuando llegué a Irán, los naturales de allí padecían todas las enfermedades imaginables -me contó Ira-. Como eran musulmanes, se lavaban las manos antes y después de defecar, pero lo hacían en el río, el río que estaba delante de nosotros, por así decirlo. Se lavaban las manos con la misma agua en la que orinaban. Sus condiciones de vida eran terribles, Nathan. Los jeques estaban al frente de aquello, y no eran unos jeques románticos, sino como el dictador de la tribu, ¿comprendes? Recibían dinero del ejército, a fin de que los nativos trabajaran para nosotros, y nosotros dábamos a los nativos raciones de arroz y té. Eso era todo. Arroz y té. Qué condiciones de vida… nunca había visto nada igual. Durante la depresión tuve que afanarme para encontrar trabajo, no me habían criado en el Ritz… pero aquello era diferente. Cuando teníamos que defecar, por ejemplo, lo hacíamos en cubos militares, unos cubos de hierro. Alguien tenía que vaciarlos, así que lo hacíamos en el vertedero de basura. ¿Y quiénes crees que estaban allí?
Ira se interrumpió de repente. No podía hablar ni seguir andando. Cada vez que le ocurría eso, me alarmaba. Y como él lo sabía, agitaba una mano en el aire, indicándome que me quedara quieto y esperase, pues enseguida se le pasaría.
Le era imposible hablar de un modo equilibrado de las cosas que le desagradaban. Cualquier cosa que supusiera degradación humana podía alterar su porte viril casi hasta el extremo de hacerlo irreconocible, y le afectaba en especial, tal vez por su propia y atroz experiencia infantil, el sufrimiento y la degradación de los niños. Cuando me preguntó: «¿Y quiénes crees que estaban allí?», supe de quién se trataba por la manera en que empezó a respirar: «Ahhh… ahhh… ahhh». Jadeaba como si estuviera agonizando.
– ¿Quién, Ira, quiénes estaban allí? -le pregunté cuando se hubo recuperado lo suficiente para seguir adelante.
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