Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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– ¿Por qué? -quise saber.

– Quiero hacerle algunas preguntas.

– ¿Qué eres tú, el Comité Doméstico de Actividades Antiamericanas? ¿Por qué das tanta importancia a una cosa tan simple?

– Porque para mí eres importante. ¿Cuál es su número de teléfono en Nueva York?

– No puedes hacerle preguntas. ¿Sobre qué?

– Como norteamericano, tienes derecho a comprar y leer el Daily Worker, ¿no es cierto? Por mi parte, también como norteamericano, tengo derecho a preguntarle a cualquiera lo que desee. Y si el otro no quiere responderme, está en su derecho.

– Y si no quiere responderte, ¿qué debe hacer, ampararse en la quinta enmienda?

– No. Puede mandarme a freír espárragos. Acabo de explicártelo: así es como hacemos las cosas en Estados Unidos. No digo que esto vaya a servirte en la Unión Soviética, con la policía secreta, pero aquí eso es todo lo que, en general, se requiere para que un conciudadano te deje en paz acerca de tus ideas políticas.

– ¿Te dejan a ti en paz? -inquirí mordazmente-. ¿Acaso el congresista Dies te deja en paz? ¿Y el congresista Rankin? Tal vez sería mejor que se lo explicaras a ellos.

Tuve que permanecer allí sentado, pues mi padre me dijo que debía hacerlo, y escucharle mientras llamaba a Ira por teléfono y le pedía que acudiera a su consultorio para hablar. Iron Rinn y Eve Frame eran las personas más importantes del mundo exterior que entrarían jamás en el domicilio de los Zuckerman y, no obstante, el tono de mi padre dejaba claro que eso no le impresionaba lo más mínimo.

– ¿Ha dicho que sí? -le pregunté cuando colgó.

– Ha dicho que vendrá si Nathan está presente. Deberás estar presente.

– Oh, no.

– Pues claro que sí -replicó mi padre-. Estarás presente si quieres que considere la posibilidad de dejarte hacer esa visita. ¿Es que te asusta un debate abierto? Será democracia en acción, el próximo miércoles, después de la escuela, a las tres y media en mi consultorio. Sé puntual, hijo.

¿Qué temía? El enojo de mi padre, la cólera de Ira. ¿Y si, atacado por mi padre, Ira lo alzaba en brazos como lo hiciera con Butts, lo llevaba al lago del parque de Weequahic y lo arrojaba al agua? Si había una pelea, si Ira le daba un puñetazo letal…

El consultorio de podología de mi padre ocupaba la planta baja de una casa habitada por tres familias, al final de la avenida Hawthorne, una modesta vivienda que necesitaba un remozamiento de fachada, cerca del borde maltrecho de nuestro barrio, por lo demás visiblemente pedestre. Llegué temprano, con un nudo en el estómago. Ira, con aspecto serio y en absoluto enojado (todavía), llegó a las tres y media en punto. Mi padre le ofreció asiento.

– Mire, señor Ringold, mi hijo no es un chico corriente. Es mi hijo mayor, un alumno excelente y creo que avanzado y maduro para sus años. Estamos muy orgullosos de él. Quiero darle toda la libertad que pueda, y procuro no interponerme en el rumbo que da a su vida, como hacen otros padres. Pero como creo sinceramente que para él el límite es el cielo, no quiero que le suceda nada. Si algo le sucediera a este chico…

La voz de mi padre enronqueció, y bruscamente guardó silencio. Pensé aterrado que Ira iba a reírse de él, a burlarse de él como se había burlado de Goldstine. Yo sabía que a mi padre le había interrumpido la emoción, no sólo por mí y la promesa que representaba, sino también porque sus dos hermanos menores, los primeros miembros de aquella familia amplia y pobre, destinados a asistir a una auténtica universidad y convertirse en médicos de verdad, habían muerto ambos de enfermedad antes de cumplir los veinte años. En el aparador del comedor había retratos suyos en marcos gemelos. Pensé que debía haberle hablado a Ira acerca de Sam y Sidney.

– Debo preguntarle algo y preferiría no hacerlo, señor Ringold. No considero que las creencias de otra persona, religiosas, políticas, de todo tipo, sean asunto mío. Respeto su intimidad. Puedo asegurarle que lo que usted diga, sea lo que fuere, no saldrá de esta habitación. Pero quiero saber si es usted comunista y que mi hijo sepa también si lo es. No le pregunto si ha sido alguna vez comunista. El pasado me tiene sin cuidado. Lo único que me importa es el presente. Debo decirle que antes de la época de Roosevelt me repugnaba tanto el sesgo que estaban tomando las cosas en este país, el antisemitismo y el prejuicio contra los negros, el desdén de los republicanos por los desafortunados de este país, la manera en que la codicia de las grandes empresas.esquilmaba a la gente, que un día, aquí, en Newark, y esto sorprenderá a mi hijo, quien cree que su padre, demócrata de toda la vida, está a la derecha de Franco, pero un día… Bueno, Nathan -me dijo, mirándome-, tenían su cuartel general… ¿sabes dónde está el hotel Robert Treat? Calle abajo. En un piso, el número treinta y ocho de Park Lañe. Allí había oficinas, y una de ellas era la del Partido Comunista. Jamás le he dicho esto a tu madre. Me habría matado. Entonces éramos novios… debía de ser en 1930. Bueno, un día estaba enfadado. Algo había sucedido, ya ni siquiera recuerdo qué era, pero leí algo en los periódicos, y recuerdo que subí allí y no había nadie. La puerta estaba cerrada. Se habían ido a almorzar. Sacudí el pomo de la puerta. Es lo más cerca que he estado del Partido Comunista. Sacudí el pomo mientras decía: «Déjenme entrar». Eso no lo sabías, ¿verdad, hijo?

– No -respondí.

– Bueno, pues ya lo sabes. Por suerte, la puerta estaba cerrada. Las siguientes elecciones dieron la presidencia a Franklin Roosevelt y la clase de capitalismo que me había hecho recurrir al Partido Comunista empezó a sufrir una revisión como no se había visto jamás en este país. Un gran hombre salvó de los capitalistas al capitalismo de este país y salvó del comunismo a los patriotas como yo. Nos salvó a todos del régimen dictatorial que es el resultado del comunismo. Permíteme mencionar algo que me estremeció: la muerte de Masaryk. ¿Le inquietó a usted, señor Ringold, tanto como me inquietó a mí? Siempre había admirado a Masaryk, de Checoslovaquia, desde la primera vez que oí su nombre y supe lo que estaba haciendo por su pueblo. Siempre le he considerado el Roosevelt checo. No sé cómo explicar su asesinato. ¿Y usted, señor Ringold? Eso me turbó. Era increíble que los comunistas pudieran matar a un hombre como él, pero lo hicieron… No quiero embarcarme en una discusión política, señor. Voy a hacerle una sola pregunta, y me gustaría que la respondiera para que mi hijo y yo sepamos a qué atenernos. ¿Es usted miembro del Partido Comunista?

– No, doctor, no lo soy.

– Ahora quiero que se lo pregunte mi hijo. Nathan, quiero que le preguntes al señor Ringold si hoy pertenece al Partido Comunista.

Hacerle a cualquiera semejante pregunta iba en contra de todos mis principios políticos, pero como mi padre quería que se lo preguntara y él mismo ya lo había hecho sin ningún efecto desafortunado, así como por Sam y Sidney, los hermanos muertos de mi padre, hice lo que me pedía.

– ¿Lo eres, Ira? -le pregunté.

– No, no, señor.

– ¿No asiste usted a reuniones del Partido Comunista? -inquirió mi padre.

– No hago tal cosa.

– ¿No se propone usted, allá donde quiere que Nathan le visite… cómo se llama ese lugar?

– Zinc Town, una localidad de New Jersey.

– ¿No se propone usted llevarle a esa clase de reuniones?

– No, doctor, no tengo semejante intención. Lo único que pretendo es nadar, hacer excursiones y pescar.

– Me alegra oírle decir eso -dijo mi padre-. Le creo, señor.

– ¿Puedo hacerle, a mi vez, una pregunta, doctor Zuckerman? -le preguntó Ira, sonriendo a mi padre de aquella manera oblicua y graciosa con que sonreía cuando representaba a Abraham Lincoln-. ¿Por qué me ha tomado por rojo en primer lugar?

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