Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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O'Day era un hombre de cabellos grises, diez años mayor que Ira. «Todavía no sé cómo lo aceptaron para el servicio a su edad», comentaba Ira. Medía casi metro noventa y era delgado como un poste telefónico, pero el hijo de perra más fuerte que él había conocido jamás. O'Day tenía entre su equipo un pequeño saco de arena para practicar boxeo. Era tan rápido y fuerte que, «si se veía obligado», podía derrotar a tres hombres a la vez. Y tenía talento. «Yo no sabía nada de política ni de la acción política», me dijo Ira. «No distinguía una filosofía política o social de otra, pero ese hombre me habló mucho. Me habló del obrero, de la situación de Estados Unidos en general, del daño que nuestro gobierno estaba haciendo a los trabajadores. Y respaldaba con hechos lo que decía. ¿Disidente? O'Day lo era hasta tal punto que no hacía nada ateniéndose a las reglas. Sí, O'Day hizo mucho por mí, ya lo creo.»

Al igual que Ira, O'Day era soltero. «No quiero enredarme jamás», le dijo a Ira. «Para mí, los hijos son rehenes de los malévolos.» Aunque sólo había asistido a la escuela un curso más que Ira, O'Day se había adiestrado a sí mismo para polemizar verbalmente y por escrito, mediante el procedimiento de copiar minuciosamente un párrafo tras otro de toda clase de libros y, con la ayuda de una gramática elemental, analizar la estructura de las frases. Fue O'Day quien regaló a Ira el diccionario de bolsillo que, según él afirmaba, le había permitido rehacer su vida. «Tenía un diccionario que leía todas las noches», me dijo, «como tú leerías una novela. Pedí a alguien que me enviara un Roget's Thesaurus. Después de pasarme el día descargando barcos, me pasaba la noche mejorando mi vocabulario».

Ira descubrió la lectura. «Un día, debió de ser uno de los peores errores cometidos por el ejército, nos enviaron una biblioteca completa. ¡Qué error!», dijo riéndose. «Probablemente acabé por leer todos los libros que había en aquella biblioteca. Construyeron una cabana prefabricada, con estanterías, y dijeron a los soldados que quien quisiera un libro podía ir allí a buscarlo. Era O'Day quien le decía a Ira qué libros debía pedir.

Al comienzo de nuestra amistad, Ira me enseñó tres hojas de papel, con el encabezamiento: «Algunas sugerencias concretas para uso de Ringold», que O'Day había preparado cuando estaban juntos en Irán: «Primero: ten siempre un diccionario a mano, que sea bueno y con muchos antónimos y sinónimos, incluso cuando escribas una nota para el lechero. Y úsalo. No te tomes a la ligera la ortografía y la precisión del significado, como te has acostumbrado a hacer. Segundo: escribe siempre a doble espacio, a fin de permitir la interpolación de ideas posteriores y correcciones. No me importa que eso no se acostumbre a hacer en la correspondencia personal; lo que importa es la exactitud de la expresión. Tercero: no amontones tus pensamientos en la página mecanografiada. Cada vez que te ocupes de una nueva idea o amplíes lo que ya has expuesto, inicia un nuevo párrafo. Tal vez el texto parecerá un tanto espasmódico, pero será mucho más legible. Cuarto: evita los clichés. Aunque tengas que darle la vuelta, expresa algo que has leído u oído citar con frases distintas de las originales. Una de tus frases de la otra noche en la sesión de la biblioteca puede servir de ejemplo: "Expondré brevemente algunos de los males del presente régimen…". Eso lo has leído, Hombre de Hierro, y no es tuyo, sino de otra persona. Parece como si lo hubieras sacado de una lata. Podrías expresar la misma idea más o menos así: "Haré una argumentación sobre el efecto de la propiedad de la tierra y el dominio del capital extranjero basándome en lo que he visto aquí, en Irán"».

Había veinte puntos en total, y si Ira me los mostró fue para ayudarme a escribir, no mis guiones radiofónicos de la escuela, sino el diario que llevaba con la intención de que fuese político, y en el que había empezado a anotar mis pensamientos cuando me acordaba de hacerlo. En esto imitaba a Ira, quien a su vez había imitado a Johnny O'Day. Los tres usábamos la misma clase de cuaderno, barato, de Woolworth's, cincuenta y dos páginas rayadas, de diez por siete centímetros, cosidas por arriba y encuadernadas con unas cubiertas de cartón marrón moteado.

Cuando O'Day mencionaba un libro, cualquier libro, en una carta, Ira se hacía con un ejemplar, y yo también; iba a la biblioteca y lo pedía. «Recientemente he leído El joven Jefferson, de Bower», escribió O'Day, «junto con otros textos sobre la historia norteamericana más antigua; en aquel entonces los Comités de Correspondencia fueron el principal medio por el que los colonos de mentalidad revolucionaria desarrollaron su comprensión y coordinaron sus planes». Así fue como llegué a leer El joven Jefferson cuando aún estaba en la escuela. O'Day escribió: «Hace un par de semanas compré la duodécima edición de las Citas de Bartlett, supuestamente para incrementar las obras de referencia de mi biblioteca, pero en realidad por el placer que me procura hojearla», así que fui a la biblioteca principal, en el centro de la ciudad, y me senté en la sección de obras de referencia para hojear el Bartlett a la manera en que imaginaba que lo hacía O'Day, con el diario a mi lado, examinando a la ligera cada página en busca de la sabiduría que iba a acelerar mi madurez y hacer de mí alguien a tener en cuenta. «Compro con regularidad el Cominform (órgano oficial publicado en Bucarest)», escribió O'Day, pero yo sabía que no encontraría el Cominform, nombre abreviado de la Agencia de Información Comunista, en ninguna biblioteca local, y la prudencia me advertía que no lo buscara.

Mis dramas radiofónicos eran dialogados, y lo más apropiado en este caso no eran tanto las sugerencias concretas de O'Day como las conversaciones que éste tenía con Ira, el cual me las repetía o, más bien, las representaba, palabra por palabra, como si él y O'Day estuvieran juntos ante mis ojos. Además, los dramas radiofónicos estaban embellecidos por el argot obrero que seguía aflorando en el habla de Ira mucho después de su traslado a Nueva York, donde se convirtió en actor de radio, y las convicciones que expresaban tenían una gran influencia de las largas cartas que O'Day le escribía y que él leía con frecuencia en voz alta, a petición mía.

Mi tema era la suerte del hombre medio, el ciudadano normal y corriente, el individuo al que el escritor radiofónico Norman Corwin había elogiado como «el sujeto sin importancia» en Con una nota triunfal, un drama que duraba una hora y que la emisora CBS transmitió la noche en que finalizó la guerra en Europa (y luego, a petición popular, ocho días después), y que me impulsó a embrollarme ilusionadamente en la maraña de aspiraciones literarias redentoras que se empeñan en remediar los males del mundo por medio de la escritura. Hoy no me molestaría en juzgar si algo que amaba tanto como Con una nota triunfal era o no era arte. Lo cierto es que me dio el primer atisbo del poder mágico del arte y me ayudó a reforzar mis primeras ideas sobre lo que quería y esperaba que hiciera el lenguaje de un artista literario: ensalzar la lucha de los desheredados. (Y me enseñó lo contrario a lo que enseñaban mis profesores: que podía comenzar una frase con la conjunción y.) La forma de la obra teatral de Corwin era disgregada, sin argumento, «experimental», como informé a mi padre, podólogo, y a mi madre, ama de casa. Estaba escrita en un estilo muy coloquial y aliterado, que podría derivar en parte de Clifford Odets [2]y en parte de Maxwell Anderson [3], del esfuerzo que hicieron los dramaturgos norteamericanos de los años veinte y treinta para forjar un lenguaje propio reconocible para la escena, naturalista pero con una coloración lírica y un trasfondo serio, un habla poetizada que, en el caso de Norman Corwin, combinaba los ritmos del habla corriente con una ligera formalidad literaria para obtener un tono que, cuando yo tenía doce años, me parecía de espíritu democrático y de intención heroica, la contrapartida verbal de un mural de la WPA [4]. Whitman reclamaba América para los hombres incultos, Norman Corwin la reclamaba para los hombres sin importancia, que resultaron ser nada menos que los norteamericanos que lucharon en la guerra patriótica y regresaban a una nación que los adoraba. ¡Los hombres sin importancia eran nada menos que los mismos norteamericanos! El hombre sin importancia de Corwin era el equivalente estadounidense del proletario y, tal como ahora lo entiendo, la revolución librada y ganada por la clase obrera de Estados Unidos fue, de hecho, la Segunda Guerra Mundial, el gran acontecimiento del que todos, por insignificantes que fuésemos, formábamos parte, la revolución que confirmó la realidad del mito de un carácter nacional que sería compartido por todos.

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