Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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El salario era de cincuenta y cinco dólares a la semana, no mucho, ni siquiera en 1948, pero había trabajo continuado y ganaba más que en la fábrica de discos. Además, casi de inmediato consiguió otros encargos, le llegaban ofertas de todas partes, iba rápidamente en taxi de un estudio a otro, hasta seis programas distintos al día, y siempre representaba personajes con raíces en la clase obrera, tipos de habla ruda, me explicaba Ira, con carreras políticas truncadas, a fin de hacer permisible su enojo, «el proletariado al que americanizaban por la radio mediante el procedimiento de cortarles tanto los huevos como el cerebro». Todo este trabajo le llevó, al cabo de unos meses, al prestigioso programa semanal de Sokolow, de una hora de duración, Los libres y los valientes, en el que Ira sería el actor principal.

Cuando vivía en Middle West, Ira había empezado a tener ciertas dificultades físicas, las cuales le proporcionaron un motivo adicional para probar suerte en el Este, en una nueva línea de trabajo. Sufría dolores musculares, tan intensos que varias veces a la semana (cuando no se veía obligado a soportar el dolor para representar a Lincoln o efectuar su labor misionera) se iba directamente a su casa, se sumergía durante media hora en la bañera llena de agua caliente y entonces se metía en la cama con un libro, el diccionario, un cuaderno de notas y lo que hubiera para comer. La causa de ese problema parecía ser un par de palizas muy violentas que había recibido en el ejército. La peor de las palizas (le había asaltado una banda portuaria que le acusaba de «amigo de los negros») requirió tres días de hospitalización.

Empezaron a provocarle cuando trabó amistad con un par de soldados negros de la unidad segregada establecida en la ribera del río, a cinco kilómetros de distancia. Por entonces, O'Day había organizado un grupo que se reunía en la cabana prefabricada de la biblioteca y, bajo su tutela, hablaban de política y libros. Pocos eran los soldados de la base que prestaban la menor atención a la biblioteca ni a los nueve o diez soldados que, un par de noches a la semana, iban allí después del rancho para hablar de Mirando atrás, de Bellamy, La República, de Platón o El príncipe, de Maquiavelo, hasta que los dos negros de la unidad segregada se unieron al grupo.

Al principio Ira intentó razonar con los hombres de su equipo que le llamaban amigo de los negros.

– ¿Por qué hacéis observaciones despectivas sobre la gente de color? No os oigo más que frases denigrantes, y no sólo estáis en contra de los negros, sino de los trabajadores, del liberalismo, de la inteligencia. Estáis en contra de todo cuanto redunda en vuestro interés. ¿Cómo es posible que uno se pase tres o cuatro años en el ejército, vea morir a sus amigos, resulte herido, su vida se desorganice y, sin embargo, no sepa por qué ha ocurrido y cuáles son las razones de todo eso? Lo único que sabéis es que Hitler inició algo. Lo único que sabéis es que la junta de reclutamiento dio con vosotros. ¿Sabéis qué os digo? Vosotros duplicaríais las mismas acciones de los alemanes si estuvierais en su lugar. Podría requerir algo más de tiempo, debido al elemento democrático de nuestra sociedad, pero al final seríamos completamente fascistas, con dictador y todo, a causa de la gente que echa por la boca la misma mierda que vosotros. La discriminación del alto mando que dirige este puerto ya es bastante mala, pero vosotros, que procedéis de familias humildes, que no levantáis cabeza, que sois sólo pasto para la línea de montaje, para la fábrica donde os explotan, para las minas de carbón, hombres sobre los que el sistema se orina: salarios bajos, precios altos y beneficios astronómicos, y resulta que sois un puñado de cabrones acusadores de comunistas, vociferantes y fanáticos que no sabéis…

Y entonces les decía todo lo que ellos no sabían.

Discusiones acaloradas que no cambiaban nada, que, debido a su carácter, como el mismo Ira admitía, no hacían más que empeorar las cosas.

– Mi exaltación inicial hacía que se perdiera buena parte de lo que decía para impresionarles. Más adelante aprendí a serenarme, y creo que impresioné a algunos con ciertos hechos; pero es muy difícil hablar con ese tipo de gente, debido a lo muy arraigadas que tienen sus ideas. Explicarles las razones psicológicas y económicas de la segregación, las razones psicológicas que les llevaban a llamar «negros», en ese tono despectivo, a las personas de color… no entienden tales sutilezas. Dicen negro porque los negros son negros. Se lo explicaría una y otra vez, y ellos siempre me dirían lo mismo. Insistí en la educación de los niños y nuestra responsabilidad personal, y aun así, a pesar de mis puñeteras explicaciones, me midieron las costillas de tal manera que pensé que iba a morir.

Su reputación de amigo de los negros se volvió peligrosa de veras para Ira cuando escribió una carta al Stars and Stripes quejándose de las unidades segregadas en el ejército y exigiendo su integración.

– Era entonces cuando usaba el diccionario y el Roget's Thesaurus. Devoraba estos dos libros e intentaba hacer un uso práctico de ellos por medio de la escritura. Escribir una carta era para mí como levantar un andamio. Probablemente un conocedor de la lengua inglesa me habría criticado, pues mi gramática no era precisamente modélica, pero la escribía de todos modos, porque tenía la sensación de que eso era lo que debía hacer. Estaba tan enfadado, ¿sabes? ¿Me comprendes? Quería que la gente supiera que aquello estaba mal.

Un día, después de que se publicara la carta, estaba trabajando en la cesta de carga, por encima de la bodega del barco, cuando los tipos que movían la gran cesta le amenazaron con arrojarle a la bodega a menos que dejara de preocuparse por los negros. Una y otra vez lo bajaron tres metros, cinco, siete, y le prometieron que la próxima lo soltarían para que cayera al fondo de la bodega y se rompiera todos los huesos, pero, a pesar de lo asustado que estaba, no les dijo lo que ellos querían oír, y al final le dejaron en paz. Al día siguiente, en el comedor, alguien le llamó cabrón judío. Un cabrón judío amigo de los negros.

– Era un rústico sureño, un bocazas -me dijo Ira-. En el comedor siempre hacía observaciones sobre los judíos y los negros. Esa mañana estaba sentado ahí, casi al final de la comida, cuando la mayoría de los hombres ya se habían ido, y el tipo se puso a decir estupideces sobre los negros y los judíos. Yo todavía estaba irritado por el incidente del día anterior en el barco, y no pude aguantar más. Me quité las gafas, se las di a uno que se sentaba a mi lado, el único que aún lo hacía. Por entonces, cuando entraba en el comedor, debido a mi postura política, los doscientos tipos que había allí me hacían el vacío. Bueno, pues me acerqué a aquel hijo de puta. Era soldado raso y yo sargento, y la emprendí a hostias con él desde un extremo del comedor al otro. Entonces vino el sargento primero y me dijo: «¿Quieres dar parte de este tío? Un soldado que ataca a un suboficial…». Enseguida pensé que probablemente saldría perdiendo tanto si daba parte como si no. Es así, ¿verdad? Pero a partir de entonces nadie volvió a hacer una observación antisemita cuando yo estaba cerca. Eso no significa que dejaran de meterse con los negros. Los negros por aquí y los negros por allá, cien veces al día. Ese palurdo volvió a intentarlo conmigo aquella misma noche. Estábamos fregando los platos y cubiertos del rancho. Allí tienen unos cuchillitos asquerosos, y se me acercó con uno de ellos. Volví a zurrarle y lo alejé de mí, pero no hice nada más al respecto.

Al cabo de unas horas, tendieron a Ira una emboscada en la oscuridad y acabó en el hospital. Parece ser que los dolores que empezó a tener cuando trabajaba en la fábrica de discos se debían a los daños causados por aquella paliza salvaje. Ahora siempre sufría un tirón muscular o se dislocaba una articulación, el tobillo, la muñeca, la rodilla, el cuello, y a menudo sin haber hecho prácticamente nada, tan sólo bajar del autobús cuando volvía a casa o estirar el brazo para tomar el azucarero en el restaurante donde iba a cenar.

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