Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Me encantaba que Ira repitiera la jerga que los rudos tipos del sindicato usaban entre ellos, incluso tipos como Johnny O'Day, cuya estructura oracional no era tan simple como la del trabajador medio, pero que conocía el poder de su lenguaje y que, a pesar de la influencia potencialmente corruptora del diccionario, lo empleó con eficacia durante toda su vida. «Tendré que dejar que ruede la bola durante un tiempo… Y todo esto mientras la dirección empuña el hacha alzada… En cuanto ahuequemos el ala… En cuanto los chicos levanten velas… Si intentan hacernos pasar por el aro antisindical en su contrato, va a haber la de Dios es Cristo…»

Me encantaba que Ira me explicara el funcionamiento de su sindicato, el UE, y describiera a la gente de la fábrica de discos donde había trabajado.

– Era un sindicato excelente, dirigido por progresistas y controlado por los miembros ordinarios -los miembros ordinarios… tres palabritas que me conmovían, lo mismo que la idea del duro trabajo, el valor tenaz y una causa justa y merecedora de la fusión de ambas cosas-. De los ciento cincuenta miembros de cada turno, unos cien asistían a las reuniones quincenales en el taller. Aunque la mayor parte del trabajo se paga por horas, en esa fábrica nadie empuña un látigo. ¿Comprendes? Si un jefe tiene algo que decirte, te lo dice de una manera cortés. Incluso cuando hay faltas graves, reúnen al ofensor y a su jefe en el despacho. Esa es una gran diferencia.

Ira me contaba todo lo que sucedía en una reunión ordinaria del sindicato, «cosas rutinarias, como propuestas para un nuevo contrato, el problema del absentismo, una queja sobre el aparcamiento, comentarios sobre la guerra que amenazaba con estallar» (se refería a la guerra entre la Unión Soviética y Estados Unidos), «el racismo, el mito de que el aumento de los salarios causa el de los precios», y seguía hablando sin parar, no sólo porque yo, a los quince y dieciséis años, estaba muy deseoso de saber todo lo que hacía un trabajador, cómo hablaba, actuaba y pensaba, sino también porque incluso después de que se trasladara desde Calumet City a Nueva York para trabajar en la radio y estuviera bien establecido como Iron Rinn en Los libres y los valientes, Ira seguía hablando de la fábrica de discos y las reuniones del sindicato con el lenguaje carismático de sus compañeros de trabajo, hablaba como si todavía fuese a trabajar cada mañana. O más bien cada noche, pues al cabo de poco tiempo pasó al turno de noche a fin de tener los días libres para el «trabajo de misionero» que, como acabé por saber, significaba hacer prosélitos para el Partido Comunista.

O'Day había reclutado a Ira para el partido cuando estaban en aquellos muelles iraníes. De la misma manera que yo, cualquier cosa menos huérfano, era el blanco perfecto para las clases particulares de Ira, éste, huérfano, era el blanco perfecto de O'Day.

Ira era alto y delgado, de articulaciones prominentes, el pelo oscuro y áspero como el de un indio, los pies grandes y una manera de andar un tanto torpe, y, en el mes de febrero de su primer año en Chicago, a alguien se le ocurrió la idea de que, con aquel físico, podría representar a Abe Lincoln en la fiesta para recaudar fondos con destino al sindicato, el día del cumpleaños de Lincoln. Bastaba con ponerle barba, una chistera, zapatos de caña alta con botones y un traje negro anticuado que le sentara mal. Disfrazado de esta guisa, se colocó ante el atril para leer una parte de los debates entre Lincoln y Douglas, una de las condenas más reveladoras de la esclavitud. Era tal la destreza con que daba a la palabra esclavitud un sesgo de clase trabajadora, un enfoque político, y disfrutaba tanto con ello, que siguió repitiendo lo único que recordaba de memoria entre todo lo que aprendió en nueve años y medio de escolarización, el discurso de Gettysburg. El público prorrumpió en grandes aplausos cuando llegó al final, esa frase cuya gloriosa firmeza resonaba como las más sublimes pronunciadas desde el alborear de la humanidad. Agitaba una mano enorme, de nudillos velludos y altamente flexible, apuntaba con el más largo de sus larguísimos dedos al público sindical, bajaba dramáticamente la voz y decía en un tono áspero: «El pueblo».

– Todo el mundo creía que me dejaba llevar por la emoción -me dijo Ira-, que era eso lo que me exaltaba. Pero no se trataba de emociones. Era la primera vez que me dejaba llevar por el intelecto. Por primera vez en mi vida comprendía de qué diablos estaba hablando, comprendía cuál es el fundamento de este país.

A partir de aquella noche, los fines de semana y las vacaciones viajaba a la zona de Chicago para el CIO, iba incluso a Galesburg y Springfield, en la auténtica región lincolniana, e interpretaba el papel de Abraham Lincoln en convenciones del CIO, programas culturales, desfiles y meriendas campestres. Intervenía en el programa radiofónico del EU, donde, aunque nadie pudiera verle, allí en pie, cinco centímetros más alto que el mismo Lincoln, hacía un excelente trabajo de aproximación de Lincoln a las masas, mediante discursos llenos de sentido común. La gente empezó a llevar a sus hijos cuando Ira Ringold iba a aparecer en el estrado, y luego, cuando familias enteras acudían para estrecharle la mano, los niños querían sentarse en sus rodillas y pedirle los regalos que deseaban en Navidad. No era muy de extrañar que las agrupaciones sindicales ante las que actuaba estuvieran formadas, en general, por miembros locales que o bien habían roto con el CIO o bien habían sido expulsados en 1947, cuando el presidente del CIO, Philip Murray, empezó a eliminar del sindicato a los dirigentes y miembros comunistas.

Pero hacia 1948, Ira estaba en Nueva York y era un astro radiofónico en ascenso, recién casado con una de las más respetadas actrices radiofónicas del país y, de momento, estaba a salvo, protegido de la cruzada que aniquilaría para siempre, y no sólo del movimiento laboral, una presencia política prosoviética y proestalinista en Estados Unidos.

¿Cómo pasó de la fábrica de discos a un programa dramático radiofónico? ¿Por qué, en primer lugar, se alejó de Chicago y de O'Day? En aquel entonces no se me habría ocurrido que tuviera algo que ver con el Partido Comunista, sobre todo porque entonces no sabía que era miembro del Partido Comunista.

Yo tenía entendido que cierta noche el guionista radiofónico Arthur Sokolow, que estaba de visita en Chicago, vio actuar a Ira Lincoln en un local sindical del West Side. Ira había conocido a Sokolow en el ejército, pues el guionista, militarizado, fue a Irán con su programa Esto es el Ejército. Muchos chicos de izquierdas iban de gira con el espectáculo y, una noche, Ira se reunió con algunos de ellos para hablar largamente. Ira recordaba que habían discutido de «toda la política del mundo». En el grupo estaba Sokolow, a quien Ira admiró enseguida por ser aquél un hombre que siempre luchaba por una causa. Como Sokolow había crecido en Detroit, como un chico judío de la calle que luchaba por no sucumbir ante los polacos, también era completamente reconocible, y Ira sintió de inmediato una afinidad que nunca había experimentado del todo con O'Day, un irlandés sin raíces.

En la época en que Sokolow, ya reintegrado a la vida civil y guionista de Los libres y los valientes, se presentó en Chicago, Ira actuaba durante toda una hora como Lincoln, no sólo recitando o leyendo fragmentos de los discursos y documentos, sino también respondiendo a las preguntas formuladas por el público acerca de las controversias políticas de actualidad, disfrazado de Lincoln, con el agudo acento campesino de éste, su torpe gesticulación de gigante y su actitud burlona y sincera. Allí estaba Lincoln, apoyando el control de los precios, condenando la ley Smith, defendiendo los derechos de los trabajadores, denostando a Bilbo, el senador por Mississippi. A los miembros del sindicato les encantaba la irresistible ventriloquia del resuelto autodidacta, su mezcolanza de ringoldismos, o'dayismos, marxismos y lincolnismos («¡Suéltalo todo!», gritaban al Ira barbudo y pelinegro; «¡Zúrrales la badana, Abe!»), y también encantó a Sokolow, quien habló de Ira a otro ex soldado judío neoyorquino, un productor de radionovelas con simpatía por la izquierda. La presentación al productor dio paso a una audición, tras la que Ira obtuvo el papel de belicoso portero de un bloque de viviendas de Brooklyn en una de las radionovelas.

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