Es la mejor atalaya que podía desear. Desde aquí veo a los clientes de Yanne, superviso entradas y salidas, sigo el rastro de los repartos y no quito ojo de encima a las niñas.
La pequeña es un bicho malo; traviesa más que alborotadora y, pese a su pequeñez, bastante mayor de lo que supuse. Madame Pinot me ha dicho que tiene casi cuatro años y todavía no ha pronunciado una sola palabra, si bien parece conocer el lenguaje de signos. Madame insiste en que es una niña especial y esboza esa ligera mueca burlona que reserva para negros, judíos, viajeros y las personas políticamente correctas.
¿Una niña especial? No cabe la menor duda, aunque todavía está por verse hasta qué punto lo es.
Es obvio que también está Annie. Desde Le P'tit Pinson la veo cada mañana, poco antes de las ocho, y por la tarde, después de las cuatro y media; habla conmigo de la escuela, los amigos, los profesores y la gente que ve en el autobús. Al menos se trata de un punto de partida; de todas maneras, presiento que se refrena. Hasta cierto punto, me agrada. Yo podría aprovechar esa fortaleza; estoy segura de que, con la educación adecuada, Annie llegaría muy lejos… Además, ya sabéis que la mayor parte de la seducción se basa en la persecución.
Ya estoy harta de Le P'tit Pinson. El salario de la primera semana apenas cubre mis gastos y no es fácil dejar satisfecho a Laurent. Por si eso fuera poco, ha comenzado a fijarse en mí; lo veo en sus colores, en la forma en la que se repeina y en los cuidados que ahora dedica a su aspecto.
Sé que siempre es un riesgo. Laurent no se habría fijado en Françoise Lavery. Claro que Zozie de l'Alba tiene otro encanto. Laurent no lo entiende; los extranjeros le desagradan y esa mujer tiene determinado aspecto, cierto aire agitanado que le provoca desconfianza…
A pesar de todo, por primera vez en años escoge lo que se pone: rechaza una corbata por demasiado llamativa o ancha, sopesa los méritos de sus trajes y evalúa la conveniencia de ese viejo frasco de agua de colonia, que usó por última vez para una boda, que con el paso del tiempo se ha avinagrado y deja manchas marrones en su camisa blanca…
En condiciones normales alentaría esa situación, adularía al viejo con la esperanza de obtener ganancias fáciles como una tarjeta de crédito, un fajo de billetes o, tal vez, una caja de caudales oculta en un rincón, cuyo robo Laurent jamás denunciaría.
He dicho que lo haría en condiciones normales, pero los hombres como Laurent son fáciles de encontrar, mientras que las mujeres como Yanne…
Años atrás, cuando era otra, fui al cine a ver una película de la antigua Roma. En muchos aspectos fue una cinta decepcionante: demasiado repipi y llena de sangre falsa y redención hollywoodiense. Fueron las escenas de los gladiadores las que me resultaron extraordinariamente irreales: esas masas de personas generadas por ordenador y situadas en el fondo, seres que gritaban, reían y agitaban los brazos de forma ordenada, como papel de empapelar animado. En su momento me pregunté si los creadores de la película sabían lo que es una multitud de carne y hueso. Yo la he visto y debo reconocer que, en general, la multitud me parece más interesante que el espectáculo propiamente dicho; aunque como animación esos seres resultan convincentes, lo cierto es que carecían de colores y no había nada real en su comportamiento.
Pues bien, Yanne Charbonneau me recuerda a esos seres. Es una creación imaginaria situada en el fondo, lo suficientemente real para el observador casual pese a que actúa según una sucesión de órdenes previsibles. Carece de colores o, si los tiene, se ha vuelto muy hábil para ocultarlos tras esa pantalla de incoherencias.
Por otro lado, sus hijas están vivamente iluminadas. Aunque la mayoría de los niños presentan colores más intensos que los adultos, incluso así Annie destaca y su rastro azul mariposa irrumpe desafiante contra el cielo.
Creo que también hay algo más, una especie de sombra a su paso. Volví a verla mientras jugaba con Rosette en el callejón de la chocolatería: Annie con su nube de cabello bizantino, teñida de dorado por el sol de la tarde, aferrando la mano de su hermana pequeña mientras Rosette chapoteaba y pateaba los adoquines moteados con sus botas de agua de color amarillo claro.
Una especie de sombra…, ¿un perro, un gato?
Bien, ya lo averiguaré. Acabaré por saberlo. Dame tiempo, Nanou, solo te pido que me des tiempo.
Jueves, 8 de noviembre
Hoy Thierry regresó de Londres lleno de regalos para Anouk y Rosette y con una docena de rosas amarillas para mí.
Eran las doce y cuarto y faltaban diez minutos para cerrar y comer. Envolvía para regalo una caja de macarrones que me había pedido una clienta y me preparaba para pasar un rato tranquilo con las niñas, ya que el jueves por la tarde Anouk no tiene clase. Rodeé la caja con cinta rosa, acción que he realizado miles de veces, hice el lazo y tensé la cinta sobre una de las hojas de la tijera a fin de rizarla.
– ¡Yanne!
La tijera resbaló de mis manos y el rizo se fue al garete.
– ¡Thierry! ¡Te has adelantado un día!
Es un hombre corpulento, alto y fornido. Envuelto en el abrigo de cachemira, prácticamente ocupaba toda la puerta del pequeño local. Su cara parece un libro abierto, tiene los ojos azules y el pelo grueso, en su mayor parte todavía castaño. Sus manos de rico están acostumbradas a trabajar, ya que tiene las palmas agrietadas y las uñas limadas. Huele a polvo de yeso, cuero, sudor , jambon-frites y a algún que otro cigarro gordo que consume con culpa.
– Te echaba de menos -explicó, y me besó en la mejilla-.
Lamento no haber regresado a tiempo para el funeral. ¿Fue terrible?
– No, simplemente triste. No acudió nadie.
– Yanne, eres una estrella. No sé cómo te las apañas. ¿Qué tal la chocolatería?
– Bien.
En realidad, no es cierto. La clienta era la segunda del día, sin contar los que solo se acercan a mirar. Cuando Thierry llegó me alegré de la presencia de la clienta, una china de abrigo amarillo que sin duda disfrutaría con los macarrones, aunque habría estado mucho más contenta con una caja de fresas bañadas con chocolate. Tampoco es que tenga importancia. No es asunto mío; mejor dicho, ya no lo es.
– ¿Dónde están las niñas?
– Arriba -respondí-. Están viendo la televisión. ¿Qué tal Londres?
– Fantástico, deberías ir.
En realidad, conozco bien Londres, ya que mi madre y yo vivimos casi un año en esa ciudad. No sé muy bien por qué no se lo he contado y he permitido que crea que nací y me crié en Francia. Tal vez tiene que ver con el anhelo de ser como el resto o quizá se vincula con el temor de que me mire con otros ojos si menciono a mi madre.
Thierry es un buen ciudadano. Hijo de un constructor que ha prosperado gracias a las propiedades, casi no ha estado expuesto a lo insólito y a lo incierto. Sus gustos son convencionales: aprecia un buen filete, bebe vino tinto y le encantan los niños, los chistes malos y los versos absurdos; prefiere que las mujeres usen falda, asiste a misa por la fuerza de la costumbre y no tiene prejuicios hacia los extranjeros, aunque preferiría no ver tantos a su alrededor. Me cae bien y, sin embargo, la idea de confiar en él…, en alguien…
Tampoco es que lo necesite. Jamás me hicieron falta confidentes. Tengo a Anouk y a Rosette. ¿Cuándo he necesitado a alguien más?
– Pareces triste -comentó Thierry cuando la china se fue-. ¿Qué te parece si salimos a comer?
Sonreí. En el universo de Thierry, la comida cura la tristeza. No tenía hambre pero, si no aceptaba esa invitación, se quedaría toda la tarde en el local. Llamé a Anouk, engatusé a Rosette hasta ponerle el abrigo y cruzamos la calle en dirección a Le P'tit Pinson, que a Thierry le gusta por su encanto destartalado y la comida grasienta y que yo detesto por los mismos motivos.
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