Siempre digo que de nada sirve creerte la sal de la tierra.
No me presenté en el banco como Zozie, sino como la compañera de trabajo a cuyo nombre abrí la cuenta: Barbara Beauchamp, secretaria con un historial de fiabilidad hasta entonces impoluto. Vestí con discreción; aunque la verdadera invisibilidad es imposible, además de llamar demasiado la atención, la discreción está al alcance de todos y una mujer anodina, con gorro y guantes de lana, pasa desapercibida casi en cualquier parte.
Por eso lo percibí en el acto. Cuando me detuve en el mostrador experimenté una peculiar sensación de escrutinio, una alerta sin precedentes en sus colores, la petición de que esperase mientras preparaban el dinero que había solicitado, el aroma y el sonido de que algo no estaba del todo bien.
No me quedé para confirmarlo. Abandoné el banco en cuanto el cajero desapareció de mi vista, metí el talonario de cheques y la tarjeta en un sobre y lo introduje en el buzón más próximo. La dirección era falsa; los objetos incriminatorios se pasean tres meses de una oficina de correos a otra, terminan en el depósito de envíos sin destinatario conocido y nunca más se sabe. Si alguna vez tengo que deshacerme de un cadáver haré lo mismo: enviaré paquetes con manos, pies y fragmentos de torso a confusas direcciones de toda Europa mientras la policía busca inútilmente una tumba recién cavada.
El asesinato nunca me ha gustado, pero tampoco puedes descartar por completo las posibilidades. Busqué una tienda de ropa adecuada para desprenderme de madame Beauchamp y convertirme nuevamente en Zozie de l'Alba y, atenta a cualquier movimiento fuera de lo corriente, regresé dando rodeos a mi hostal del bajo Montmartre y reflexioné sobre mi futuro.
¡Maldita sea!
En la cuenta de la falsa madame Beauchamp quedaron veintidós mil euros: ese dinero representaba seis meses de planificación, investigación, actuación y perfeccionamiento de mi nueva identidad. Ya no tenía la menor posibilidad de recuperarlo; aunque no era probable que me reconociesen en las difusas grabaciones del circuito cerrado del banco, era más que posible que hubiesen bloqueado la cuenta para someterla a investigación policial. Afrontémoslo: había perdido el dinero para siempre, por lo que me quedaba poco más que otro dije en la pulsera; concretamente, un ratón, algo muy pertinente en el caso de la pobre Françoise.
Me digo que la triste verdad consiste en que ya no hay futuro para la artesanía. Seis meses desperdiciados y vuelvo a estar en el mismo punto en el que empecé: sin dinero no hay vida.
Claro que eso puede cambiar. Solo necesito una ligera inspiración. Comenzaremos por la chocolatería, ¿de acuerdo? Empezaremos por Vianne Rocher, de Lansquenet que, por razones desconocidas, se ha rebautizado como Yanne Charbonneau, madre de dos niñas y respetable viuda de la colina de Montmartre.
¿Acaso presiento un espíritu afín? No, pero reconozco que me encuentro ante un desafío. Aunque de momento es poco lo que puedo obtener de la chocolatería, lo cierto es que la vida de Yanne no carece totalmente de atractivo. Y, por añadidura, tiene a esa niña, a esa niña tan interesante.
Me alojo a la vuelta del boulevard de Clichy, a diez minutos andando desde la place de Faux-Monnayeurs. Mi vivienda consta de dos habitaciones del tamaño de un sello de correos, situadas al final de cuatro pisos de escalera estrecha, pero es lo bastante barata como para adecuarse a mis necesidades y tan discreta que me permite conservar el anonimato. Desde esa atalaya observo las calles, planifico entradas y salidas y me convierto en un elemento más del paisaje.
No es la butte, que supera con creces mis posibilidades. A decir verdad, se trata de un descenso bastante brusco desde la bonita vivienda de Françoise en el distrito XI. Pero esa no es la zona de Zozie de l'Alba y, además, a ella le gusta vivir en el límite del nivel de pobreza. En este barrio habitan personas de las clases más variadas: estudiantes, tenderos, inmigrantes y masajistas diplomados y sin diplomar. En un espacio tan reducido hay seis iglesias, lo que me recuerda que el libertinaje y la religión son siameses; la calle produce más basura que hojas secas y el olor a desagües y a mierda de perro es constante. A este lado de la colina las bonitas cafeterías dan paso a locales baratos de comida para llevar y tascas en las que, por la noche, se congregan las fulanas a beber vino tinto de botellas con tapón de plástico antes de montárselo junto a las puertas con postigos metálicos.
Probablemente no tardaré en hartarme, pero necesito un sitio en el que ocultarme hasta que desaparezca el interés por madame Beauchamp… y por Françoise Lavery. Sé que nunca está de más mostrarse cautelosa y, como solía afirmar mi madre, debes tomarte tu tiempo a la hora de recolectar las cerezas.
Jueves, 8 de noviembre
A la espera de que maduren las cerezas, he logrado reunir cierta información sobre los habitantes de la place de Faux-Monnayeurs. Madame Pinot, esa mujer como una perdiz que regenta la tienda de periódicos y de baratijas, tiene debilidad por el cotilleo y me ha permitido conocer el barrio a través de su mirada.
Por su intermedio me entero de que Laurent Pinson frecuenta los bares de solteros; de que, a pesar de que supera los ciento treinta kilos, el joven del restaurante italiano acude a la chocolatería como mínimo dos veces por semana, y de que la mujer que pasa cada jueves a la diez con el perro es madame Luzeron, cuyo marido sufrió un ataque el año pasado y cuyo hijo murió a los catorce años. Según madame Pinot, cada jueves visita el cementerio con ese perrillo ridículo a la rastra. La pobre nunca falta.
– ¿Qué me dice de la chocolatería? -pregunté, y del pequeño estante cogí Paris-Match, revista que odio.
Por encima y por debajo de las revistas hay pintorescas muestras de tonterías religiosas: vírgenes de yeso y cerámica barata; bolas de cristal del Sacré-Coeur, medallones, crucifijos, rosarios e incienso para todas las ocasiones imaginables. Sospecho que madame es mojigata, ya que miró la tapa de la revista (en la que la princesa Estefanía de Mónaco aparece en biquini y retozando difusamente en una playa) y puso cara de culo de pavo.
– En realidad, no hay mucho que decir. El marido murió en el sur, pero ella ha caído con buen pie. -La tendera volvió a fruncir los labios-. Calculo que pronto habrá boda.
– ¿En serio?
Madame Pinot movió afirmativamente la cabeza.
– Con Thierry le Tresset. Es el dueño del local. Se lo alquiló barato a madame Poussin porque era amiga de la familia. Fue allí donde conoció a madame Charbonneau. Si alguna vez he visto a un hombre perseguir a una… -Marcó el precio de la revista en la caja-. No dejo de preguntarme si ese hombre sabe en qué se mete. Calculo que ella tiene veinte años menos…, él está siempre de viaje y esa mujer tiene dos hijas, una de las cuales es especial…
– ¿Especial? -repetí.
– Vaya, ¿no se ha fijado? ¡Pobre desgraciada! Es una carga para cualquiera… y, por si con eso no bastase, tampoco puede decirse que la chocolatería dé grandes beneficios, ya que si sumamos los gastos generales, la calefacción y el alquiler…
Dejé que divagara un rato. Para las personas como madame Pinot, el chismorreo es moneda de uso corriente y tengo la sensación de que ya le he dado mucho en lo que pensar. Supongo que, con la mecha rosa y los zapatos rojo rabioso, debo de haberme convertido en una prometedora fuente de habladurías. Salí de la tienda con una alegre despedida y la sensación de que he empezado bien y regresé a mi puesto de trabajo.
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