Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Charlie procuraba pasar un par de horas al día, como mínimo, con Tom Arnold, para estar al corriente de lo que ocurría en Chelsea Terrace. Arnold admitió que «Trumper's» se las iba arreglando para mantenerse a flote, si bien había considerado necesario cerrar cinco comercios y proteger con tablones otros cuatro. La noticia deprimió a Charlie, pues Syd Wrexall le había escrito para ofrecerle su agrupación de tiendas y la bombardeada taberna de la esquina por sólo seis mil libras, una suma que, según Wrexall, Charlie le había ofrecido en firme tiempo atrás. Lo único que Charlie debía hacer, aseguraba a Arnold en una carta, era firmar el talón.

Charlie estudió el contrato que Wrexall incluía.

– Le hice esa oferta antes de que la guerra estallara -dijo-. Devuélvale los documentos. Estoy seguro de que el año que viene, para estas fechas, cederá las tiendas por cuatro mil libras. De todos modos, trata de mantenerle animado, Tom.

– No será muy difícil -contestó Tom-. Desde que la bomba cayó sobre «El Mosquetero», Syd vive en Cheshire. Es dueño de una taberna en un pueblecito llamado Hatherton.

– Mejor aún -comentó Charlie-. Nunca le volveremos a ver. Aún estoy más convencido de que dentro de un año accederá a nuestra oferta, así que hagamos como si la carta no hubiera llegado. Al fin y al cabo, el correo no funciona muy bien en estos tiempos.

Charlie tuvo que dejar a Tom y viajar a Southampton, donde había llegado el primer cargamento de Calil. Sus camioneras habían acudido a recoger los sacos, pero el director del puerto se negaba a entregarlos sin una documentación debidamente firmada. Charlie podría haberse ahorrado el viaje, y no tenía la menor intención de repetirlo cada mes.

Cuando llegó al puerto descubrió enseguida que no existían problemas con los sindicatos, que deseaban descargar los sacos, o con sus chicas, que se hallaban sentadas en los guardabarros de sus camiones, a la espera de empezar la distribución.

Mientras tomaban una pinta en la taberna, Alf Redwood, el líder de los estibadores, advirtió a Charlie que el señor Simkins, director general de la Junta Portuaria, era muy meticuloso en lo concerniente al papeleo, y quería que todo se hiciera según las reglas.

– ¿De veras? -dijo Charlie-. En ese caso, tendré que proceder de acuerdo con las reglas, ¿verdad?

Pagó su ronda y se dirigió al edificio de la administración, donde solicitó ver al señor Simkins.

– Está bastante ocupado en este momento -contestó la recepcionista, absorta en pintarse las uñas.

Charlie pasó de largo y entró en el despacho de Simkins. Descubrió a un hombre calvo y delgado sentado detrás de un enorme escritorio, mojando un biscote en una taza de té.

– ¿Quién es usted? -preguntó el director del puerto, tan sorprendido que dejó caer el biscote dentro del té.

– Charlie Trumper. He venido a averiguar por qué no me entrega el arroz.

– Carezco de la autoridad pertinente -respondió Simkins, intentando rescatar el biscote que flotaba en la bebida-. Falta la documentación oficial procedente de El Cairo, y sus formularios de Londres son muy inadecuados, muy inadecuados.

Dedicó a Charlie una sonrisa de satisfacción.

– Tardaría días en conseguir la documentación necesaria.

– Ese no es mi problema.

– Pero estamos en guerra, señor.

– Por eso es fundamental respetar las ordenanzas. Estoy seguro de que los alemanes lo hacen.

– Me importa una mierda lo que hagan los alemanes. Tengo un millón de toneladas de arroz que entran por este puerto cada mes, y quiero distribuir hasta el último grano lo antes posible. ¿Me he expresado con claridad?

– En efecto, señor Trumper, pero yo necesito la documentación oficial, debidamente cumplimentada, antes de entregarle su arroz.

– Le ordeno que me entregue ese arroz de inmediato -gritó Charlie.

– No hace falta que eleve la voz, señor Trumper porque, como ya le he explicado, carece de autoridad para darme órdenes. Esto es la Junta Portuaria y no se halla, como usted sin duda sabrá, bajo la autoridad del ministerio de Alimentación. Vuelva a Londres y procure que la próxima vez nos entreguen los formularios debidamente cumplimentados.

Charlie pensó que era demasiado viejo para golpear al hombre, de modo que descolgó el teléfono del escritorio y pidió un número.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Simkins-. Ese es mi teléfono… Carece de autoridad para utilizar mi teléfono.

Charlie aferró el teléfono con determinación y dio la espalda a Simkins.

– Soy Charlie Trumper -dijo, cuando oyó la voz al otro lado de la línea-. ¿Puede ponerme con el primer ministro?

Las mejillas de Simkins se tiñeron de rojo y después de blanco, cuando la sangre abandonó su rostro a gran velocidad.

– No creo que sea necesario… -empezó.

– Buenos días, señor -dijo Charlie-. Estoy en Southampton. Es por el problema del arroz que le comenté anoche. Parece que existen ciertos impedimentos. Tengo problemas…

Simkins agitó las manos frenéticamente para llamar la atención de Charlie, mientras cabeceaba con insólita energía.

– Tengo un millón de toneladas de arroz que llegan cada mes, primer ministro, y las chicas están sentadas en sus…

– Todo irá bien -susurró Simkins-, Todo irá bien, le doy mi palabra.

– ¿Quiere hablar con el responsable, señor?

– No, no -farfulló Simkins-, No será necesario. Tengo todos los formularios, todos los formularios que usted necesita, todos los formularios.

– Se lo comunicaré, señor -dijo Charlie, haciendo una pausa-, Volveré a Londres esta noche. Sí, señor, sí, le informaré en cuanto llegue. Adiós, primer ministro.

– Adiós -contestó Becky, colgando el teléfono-. Ya me dirás de qué va esto cuando vuelvas a casa esta noche.

El ministro estalló en carcajadas cuando Charlie le contó lo sucedido aquella noche. Jessica Allen le imitó.

– ¿Sabe una cosa? Al primer ministro le habría encantado hablar con ese hombre si usted se lo hubiera pedido -dijo Woolton.

– En ese caso, Simkins habría sufrido un infarto -contestó Charlie-. Y entonces, mi arroz y mis conductoras se habrían quedado atascados en ese puerto para siempre. En cualquier caso, dada la escasez de comida, no me habría gustado que el pobre hombre echara a perder otro de sus biscotes.

Charlie se hallaba en Carlisle, asistiendo a una conferencia de granjeros, cuando le llamaron urgentemente desde Londres.

– ¿Quién es? -preguntó, mientras intentaba concentrarse en las explicaciones que daba un delegado sobre los problemas de aumentar la plantación de nabos.

– La marquesa de Wiltshire -dijo Arthur Selwyn.

– Voy -dijo Charlie.

Abandonó la sala de conferencias y volvió a la habitación del hotel, mientras la operadora le pasaba la llamada.

– Daphne, ¿qué puedo hacer por ti, mi amor?

– No, querido, soy yo la que va a hacer algo por ti, como de costumbre. ¿Has leído el Times esta mañana?

– Eché un vistazo a los titulares. ¿Por qué?

– Será mejor que leas con detenimiento la página de las necrológicas. En particular, la última línea de una. No te haré perder más tiempo, querido, pues el primer ministro no deja de recordarme el papel vital que estás jugando en la victoria.

Charlie rió cuando se cortó la comunicación.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó Arthur Selwyn.

– Sí, Arthur, tráeme un ejemplar del Times.

Arthur volvió con el periódico y Charlie pasó las páginas hasta llegar a las necrológicas: almirante sir Alexander Dexter, comandante de sobresaliente habilidad táctica durante la Primera Guerra Mundial; J. T. Macpherson, el aeronauta y autor teatral, y sir Raymond Hardcastle, el industrial…

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