El deseo de comenzar cuanto antes debió reflejarse en los ojos de Charlie, porque el primer ministro no se molestó en esperar su respuesta.
– Bien, veo que ha captado la idea básica. Preséntese en el ministerio de Alimentación a las ocho de la mañana. Un coche le recogerá en su casa a las ocho menos cuarto.
– Gracias, señor -dijo Charlie, sin explicarle al primer ministro que si un coche se hubiera presentado sin avisar a las ocho menos cuarto, habría llegado con un retraso de tres horas.
– Ah, Trumper, voy a nombrarle general de brigada, para darle ánimos.
– Prefiero seguir siendo Charlie Trumper, nada más.
– ¿Por qué?
– Es posible que en algún momento deba tratar con dureza a un general.
El primer ministro se quitó el puro de la boca y lanzó una estentórea carcajada. Después, acompañó a su invitado hasta la puerta.
– Trumper -dijo, apoyando la mano en el hombro de Charlie-, si lo considera necesario, no dude en venir a verme, si considera que vale la pena. De día o de noche. Ya sabe que no pierdo el tiempo durmiendo.
– Gracias, señor -contestó Charlie, empezando a bajar la escalera.
– Buena suerte, Trumper, y dele de comer a la gente.
La oficial acompañó a Charlie al coche y le saludó cuando se sentó en el asiento delantero. Charlie se quedó sorprendido, porque aún llevaba el uniforme de sargento.
Pidió al chófer que le condujera a Little Boltons, pasando por Chelsea Terrace. Le entristeció ver las calles del West End devastadas por las bombas, y comprendió que ninguna parte de Londres había escapado a los incesantes bombardeos aéreos alemanes.
Cuando llegó a casa, Becky abrió la puerta y le echó los brazos al cuello.
– ¿Qué quería el señor Churchill? -fue su primera pregunta.
– ¿Cómo sabes que he ido a ver al primer ministro?
– Llamaron del número 10 para preguntar dónde te podían localizar. Bien, ¿qué quería?
– Alguien que reparta frutas y verduras regularmente.
A Charlie le cayó bien James Woolton desde el primer momento. Aunque lord Woolton había llegado al ministerio de Alimentación con fama de ser un brillante hombre de negocios, admitió que no era un experto en el campo de Charlie, pero su departamento se encargaría de que Charlie recibiera toda la ayuda necesaria.
Destinaron a Charlie una amplia oficina en el mismo pasillo del ministro, así como un equipo de catorce personas, encabezado por un joven ayudante personal llamado Arthur Selwyn, recién salido de Oxford.
Charlie no tardó en descubrir que Selwyn tenía un cerebro agudísimo y, aunque carecía de experiencia en el ramo de Charlie, sólo necesitaba escuchar las cosas una vez.
La Marina le proporcionó una secretaria personal llamada Jessica Allen, la cual, al parecer, tenía ganas de trabajar las mismas horas que Charlie. Éste se preguntó por qué una chica tan atractiva e inteligente carecía de vida social, hasta que, repasando el expediente de la muchacha, descubrió que su prometido se había ahogado cuando los alemanes hundieron el Hood.
Charlie pronto recobró su vieja costumbre de presentarse en el despacho a las cuatro y media, antes de que llegaran las mujeres de la limpieza. Así podía leer los papeles hasta las ocho sin que nadie le molestara.
Dada la naturaleza especial de su misión, y el obvio apoyo del ministro, todas las puertas se abrían cuando él aparecía. Al cabo de un mes, casi todos los miembros de su equipo llegaban a las cinco, aunque sólo Selwyn se quedaba con él por las noches,
Durante aquel primer mes, Charlie se limitó a leer informes y escuchar las detalladas explicaciones de Selwyn sobre los problemas a que se habían enfrentado durante casi todo el año; de vez en cuando, iba a ver al ministro para que le aclarara un punto que no terminaba de comprender.
Al iniciarse el segundo mes, Charlie decidió visitar todos los puertos importantes del reino para averiguar quién retenía la distribución de comida, comida que, en ocasiones, se quedaba pudriéndose durante días en los almacenes de los muelles de toda la nación.
Al llegar a Liverpool descubrió que los alimentos no tenían prioridad sobre tanques u hombres en lo tocante a desplazamientos. Solicitó al ministerio que dispusiera una flota de vehículos propios, con el único propósito de distribuir los alimentos por todo el país.
Woolton logró conseguir setenta camiones, muchos de ellos, admitió, rechazados como excedentes de guerra.
– Nunca se me ocurriría algo semejante -dijo Charlie.
Sin embargo, el ministró aún no podía pedir hombres para que los condujeran.
– Si no hay hombres disponibles, señor ministro, necesito doscientas mujeres -pidió Charlie, y a pesar de las discretas burlas de los caricaturistas respecto al tema, la comida empezó a salir de los muelles a las pocas horas de su llegada.
Los estibadores reaccionaron positivamente ante las conductoras, y los líderes sindicales jamás se enteraron de que Charlie utilizaba un acento para hablar con ellos y otro cuando volvía al ministerio.
Una vez resuelto el problema de la distribución, Charlie tuvo que enfrentarse a dos dilemas más. Por una parte, los granjeros se quejaban de que no podían hacer repartos, porque las fuerzas armadas requisaban sus mejores hombres; por otra, Charlie averiguó que no recibía la suficiente comida del exterior a causa del éxito alcanzado por los submarinos alemanes.
Presentó dos soluciones a la consideración de Woolton.
– Me ha proporcionado chicas para conducir camiones -le dijo-. Esta vez necesito cinco mil para trabajar en las granjas.
Al día siguiente, la BBC entrevistó a Woolton, quien solicitó a la nación muchachas para trabajar la tierra. Se inscribieron quinientas durante las primeras veinticuatro horas, y el ministro consiguió las cinco mil que Charlie había pedido al cabo de diez semanas. Charlie dejó que prosiguieran las solicitudes hasta tener siete mil, y distinguió una amplia sonrisa en el rostro del presidente de los sindicatos agrícolas.
En cuanto a la falta de suministros, Charlie aconsejó a Woolton que comprara arroz, como dieta básica sustitutoria, a causa de la escasez de patatas.
– ¿Y de dónde sacamos el producto? -preguntó Woolton -. Los viajes a China y el Extremo Oriente son tan peligrosos que están fuera de toda consideración.
– Lo sé -contestó Charlie-, pero conozco a un proveedor de Egipto que nos proporcionará un millón de toneladas al mes.
– ¿Es de confianza?
– Por supuesto que no, pero su hermano aún trabaja en el East End, y si le internáramos durante unos meses, creo que podría llegar a un acuerdo con la familia.
– Si la prensa se entera de lo que vamos a hacer, Charlie, harán ligas con mis intestinos.
– Yo no se lo voy a decir, señor ministro.
Al día siguiente, Eli Calil se encontró internado en la cárcel de Brixton, mientras Charlie volaba a El Cairo para acordar con su hermano la entrega de un millón de toneladas de arroz al mes, arroz que había sido destinado previamente a los italianos.
Charlie accedió a que Nasim Calil recibiera la mitad del pago en libras esterlinas y la otra mitad en piastras, sin necesidad de documentación alguna, siempre que los cargamentos llegaran a tiempo. De lo contrario, el gobierno de Calil recibiría información detallada de la transacción.
– Eres muy justo, Charlie, como siempre. ¿Qué pasará con mi hermano Eli? -preguntó Nasim Calil.
– Le pondremos en libertad al finalizar la guerra, pero sólo si los cargamentos llegan a tiempo.
– Casi tan considerado como justo -replicó Nasim-. Un par de años en la cárcel no perjudicarán a Eli. Al fin y al cabo, es uno de los escasos miembros de mi familia que todavía no ha pasado por tal experiencia.
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