Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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El sargento Trumper empleó los últimos días de la semana en ayudar a sus chicos a escribir cartas a la familia y a las novias. No les imitó hasta el último momento. Confesó a Stan que sólo se sentía preparado para librar una batalla verbal con los alemanes.

Se hallaba con su pelotón, en plena demostración de cómo funcionaba un Bren, cuando un sofocado teniente se acercó a él.

– Trumper.

– Señor. -Charlie se cuadró.

– El jefe del batallón quiere verle inmediatamente.

– Sí, señor -dijo Charlie.

Encargó al cabo que continuara la clase y corrió detrás del teniente.

– ¿Por qué vamos tan aprisa? -preguntó Charlie.

– Porque el jefe del batallón vino corriendo a buscarme.

– Entonces, se tratará de alta traición, como mínimo.

– Dios sabe de qué se trata, sargento, pero no tardará en averiguarlo -dijo el teniente, deteniéndose ante la puerta del jefe del batallón.

El teniente, con Charlie pisándole los talones, entró en la oficina del coronel sin llamar.

– Se presenta el sargento Trumper, 7312087…

– Ahórrese toda esa mierda, Trumper -dijo el coronel, mientras Charlie le veía pasear de un lado a otro, y palmearse la pierna con una fusta-. Mi coche le espera en la puerta. Se marcha ahora mismo a Londres.

– ¿A Londres, señor?

– Sí, a Londres, Trumper. El señor Churchill acaba de telefonear. Desea verle lo antes posible.

Capítulo 28

El chófer del coronel hizo todo cuanto pudo por llegar a Londres con la mayor rapidez posible. Hundió el pie en el acelerador hasta que la aguja rebasó los ciento veinte kilómetros por hora. No obstante, retenidos continuamente en ruta por convoyes de tropas, camiones de transporte y, en cierto momento, por tanques Warrior, resultó una empresa difícil. Cuando por fin llegaron a Chiswick, en los aledaños de Londres, se produjo un apagón, seguido de un ataque aéreo, seguido del cese de la alarma, seguido por incontables embotellamientos en el trayecto hasta Downing Street.

A pesar de que contó con seis horas para preguntarse por qué deseaba verle el señor Churchill, cuando el coche frenó ante el número 10 Charlie sabía tanto como cuando salió del cuartel de Cardiff, a primera hora de la tarde.

Se identificó ante el policía que montaba guardia en la puerta. Éste consultó su agenda, golpeó la aldaba de metal y permitió que Charlie entrara en el vestíbulo. La primera reacción de Charlie al cruzar el umbral del número 10 fue de sorpresa, al descubrir que la casa era muy pequeña, comparada con la residencia de Daphne en Eaton Square.

Una joven oficial se acercó para recibirle y le condujo a una antesala.

– El primer ministro se halla reunido en este momento con el embajador de Estados Unidos -explicó la muchacha-, pero no creo que la entrevista con el señor Kennedy se prolongue demasiado.

– Gracias -contestó Charlie.

– ¿Le apetece una taza de té?

– No, gracias.

Charlie estaba demasiado nervioso para pensar en beber té. Cuando la oficial cerró la puerta, cogió un ejemplar de Lilliput de una mesilla auxiliar y hojeó las páginas, sin molestarse en asimilar las palabras.

Tras mirar por encima todas las revistas de la mesa, algunas incluso atrasadas, concentró su interés en los cuadros de la pared. Wellington, Palmerston y Disraeli, cuadros inferiores que Becky no habría vendido en el número 1. Becky. Dios bendito, pensó, ni siquiera sabe que estoy en Londres. Se encaminó al teléfono que descansaba sobre el aparador, pero se arrepintió de la idea al instante. Frustrado, se puso a dar zancadas por la habitación, con la misma sensación de un paciente aguardando a que el médico le confirmara si el diagnóstico era terminal. De pronto, la puerta se abrió y la oficial apareció.

– El primer ministro le recibirá ahora, señor Trumper -dijo.

Después, le precedió por una estrecha escalera, flanqueada por cuadros de anteriores primeros ministros. Cuando llegó a Chamberlain, se encontró en el rellano ante un hombre de un metro setenta y cinco de estatura, los brazos en jarras y las piernas separadas, que le miraba con aire desafiante.

– Trumper -dijo Churchill, extendiendo la mano-. Me alegro de que haya acudido con tanta rapidez. Confío en no haber interrumpido nada importante.

Una clase, pensó Charlie, pero decidió no mencionar el hecho, y siguió al primer ministro al interior de su estudio. Churchill le indicó con un ademán que tomara asiento en una cómoda butaca de orejas, cerca del fuego. Charlie contempló los troncos que se quemaban y recordó las severas instrucciones que el primer ministro había dictado a la nación, recomendando el ahorro de carbón,

– Se estará preguntando qué ocurre -dijo el primer ministro, encendiendo un puro y abriendo una carpeta que descansaba sobre sus rodillas y empezó a leer,

– Sí, señor -contestó Charlie, sin recibir ninguna explicación.

Churchill continuaba leyendo las numerosas notas desplegadas frente a él.

– Veo que tenemos algo en común.

– ¿De veras, primer ministro?

– Ambos servimos en la Gran Guerra.

– La guerra que terminaría con todas las guerras.

– Sí, volvió a equivocarse, ¿eh? Pero era un político. -El primer ministro rió por lo bajo antes de seguir leyendo. De pronto, levantó la vista-. Sin embargo, los dos hemos de jugar papeles mucho más importantes en esta guerra, Trumper, y no puedo permitir que pierda su tiempo dando clases a los reclutas en Cardiff.

El maldito lo sabe todo, pensó Charlie.

– Cuando una nación está en guerra, Trumper -dijo el primer ministro, cerrando la carpeta-, la gente imagina que la victoria está garantizada, siempre que tengamos más tropas y mejor equipamiento que el enemigo. No obstante, pueden perderse batallas por culpa de algo que los generales no controlan. Una pieza se estropea y paraliza las ruedas. Caramba, hoy mismo he tenido que disponer un nuevo departamento en el ministerio de la Guerra para descifrar mensajes en clave. He robado a Cambridge sus dos mejores profesores, junto con sus ayudantes, para intentar resolver el problema. Piezas de incalculable valor, Trumper.

– Sí, señor -contestó Charlie, sin saber de qué estaba hablando aquel hombre.

– Tengo un problema con otra de esas piezas, Trumper, y mis consejeros me han dicho que usted es el hombre más indicado para aportar la solución.

– Gracias, señor.

– Comida, Trumper, y lo más importante, su distribución. Según me ha dado a entender el ministro responsable, las provisiones empiezan a escasear con gran rapidez. Ni siquiera nos llegan las suficientes patatas de Irlanda. Uno de los mayores problemas con el que me enfrento en este momento es mantener lleno el estómago de la nación, sufragando una guerra en las costas enemigas y, al mismo tiempo, impidiendo que nuestras rutas de aprovisionamiento queden cerradas. El ministro me ha comentado que, con frecuencia, pasan semanas antes de que se trasladen los alimentos que llegan a los puertos, y a veces terminan donde no es debido.

»Además, nuestros granjeros se quejan de que no pueden realizar su trabajo a plena satisfacción porque reclutamos a sus mejores hombres para las fuerzas armadas, y no reciben ninguna subvención del gobierno como compensación. -Hizo una pausa para volver a encender el puro -. Lo que estoy buscando, pues, es un hombre que se haya pasado la vida comprando, vendiendo y distribuyendo comida, alguien que haya vivido en la plaza del mercado y al que tanto granjeros como proveedores respeten. En suma, señor Trumper, le necesito a usted. Quiero que se convierta en la mano derecha de Woolton, se encargue de que recibamos los suministros y de que sean distribuidos a los lugares adecuados. No se me ocurre un trabajo más importante, y confío en que desee aceptar el reto.

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