– ¿Sobre qué tienda ha caído la bomba?
– No sabría decírselo, señor Trumper. Sólo sé que todo Chelsea Terrace parece estar ardiendo.
Charlie dobló la esquina de Fulham Road y vio espesas llamaradas rojas y humo negro que se elevaban hacia el cielo. La bomba había caído sobre los pisos de la señora Trentham, destruyéndolos por completo, destrozando al mismo tiempo los escaparates de tres tiendas pertenecientes a Charlie y derrumbando el tejado de «Sombreros y Bufandas».
Cuando los bomberos abandonaron la avenida, sólo quedaba de los pisos un esqueleto humeante y gris, justo en mitad del bloque. A medida que transcurrían los días, Charlie comprendió lo que era obvio: la señora Trentham no tenía la menor intención de hacer nada hasta que la guerra terminara.
En mayo de 1940, el señor Churchill sustituyó a Chamberlain como primer ministro. Charlie cobró más confianza sobre el futuro. Incluso comentó con Becky la posibilidad de alistarse otra vez.
– ¿Hace mucho tiempo que no te miras en el espejo? -preguntó su mujer, lanzando una carcajada.
– Sé que podría ponerme en forma de nuevo -dijo Charlie, metiendo el estómago-. En cualquier caso, no sólo necesitan tropas para la primera línea.
– Serás mucho más útil manteniendo abiertas al público las tiendas.
– Arnold lo haría tan bien como yo. Además, es quince años mayor que yo.
Sin embargo, Charlie llegó de mala gana a la conclusión de que Becky estaba en lo cierto cuando Daphne se presentó para comunicarles que Percy se había alistado en su antiguo regimiento.
– Le han dicho que, esta vez, es demasiado viejo para servir en el extranjero, gracias a Dios -les confió-. Le han destinado a un puesto burocrático en el ministerio de la Guerra.
La tarde siguiente, mientras Charlie inspeccionaba las reparaciones, tras otro bombardeo nocturno, Tom Arnold le avisó de que el comité de Syd Wrexall empezaba a comentar la posibilidad de vender las once tiendas restantes, así como el propio «El Mosquetero».
– No hay prisa -contestó Charlie-. Se las quitarán de encima antes de un año.
– Para entonces, cabe la posibilidad de que la señora Trentham las haya comprado por un precio ridículo.
– No lo hará mientras siga la guerra. De todos modos, esa maldita mujer sabe muy bien que estaré atado de pies y manos mientras ese maldito cráter continúe en mitad de Chelsea Terrace.
– Oh, mierda -exclamó Tom, cuando las sirenas de alarma volvieron a sonar-. Ya vuelven a la carga.
– No lo dudes -dijo Charlie, escudriñando el cielo-. Será mejor que hagas bajar al sótano a los empleados… y rápido.
Charlie salió corriendo a la calle. Un hombre de la ARP [20] pasaba en bicicleta por la calle, gritando que todo el mundo se dirigiera lo antes posible al metro más próximo. Tom Arnold había instruido a sus directores para que cerraran las tiendas y pusieran a salvo a los trabajadores en el sótano en menos de cinco minutos, lo cual trajo reminiscencias a Charlie de la huelga general. Sentados en el almacén del número 1, esperando la señal de que había pasado el peligro, Charlie observó a los conciudadanos londinenses que le rodeaban y se dio cuenta de que sus mejores hombres jóvenes ya se habían ido de «Trumper's» para alistarse, y que le quedaban menos de las dos terceras partes de su plantilla fija, la mayoría mujeres.
Algunas mecían a niños pequeños en sus brazos, otras trataban de dormir. En una esquina, dos empleados proseguían una partida de ajedrez, como si la guerra no fuera más que un inconveniente. En el centro del sótano, un par de muchachas practicaban el último paso de baile, en el estrecho espacio que aún no había sido ocupado.
Todos oyeron las bombas cuando cayeron sobre ellos. Becky aseguró a Charlie que una había caído en las cercanías.
– ¿Sobre la taberna de Syd Wrexall, tal vez? -preguntó Charlie, intentando disimular una sonrisa-. Eso le enseñará a no servir más licor de la cuenta.
La sirena que indicaba la desaparición del peligro sonó por fin. Cuando salieron, cenizas y polvo llenaban el aire nocturno.
– Acertaste respecto a la taberna de Syd Wrexall -dijo Becky, mirando a la esquina más alejada de la manzana, pero los ojos de Charlie no se hallaban fijos en «El Mosquetero».
Becky siguió la mirada de Charlie. Una bomba había caído de lleno sobre su verdulería.
– Los muy cabrones -masculló él-. Esta vez se han pasado. Voy a alistarme.
– ¿Y de qué servirá?
– No lo sé, pero al menos me sentiré más involucrado en esta guerra, en lugar de seguir sentado como un idiota.
– ¿Y las tiendas? ¿Quién se hará cargo de ellas?
– Arnold me sustituirá en mi ausencia.
– Pero ¿y Daniel y yo? ¿Se cuidará de nosotros mientras tú estés fuera? -preguntó Becky, alzando la voz.
Charlie guardó silencio unos instantes, meditando sobre los razonamientos de Becky.
– Daniel es lo bastante mayor para cuidarse de sí mismo, y tú procurarás que «Trumper's» siga a flote. Ni una palabra más, Becky, porque ya he tomado mi decisión.
Nada de lo que dijo o hizo Becky a continuación evitó que Charlie se alistara. Ante su sorpresa, los Fusileros se sintieron encantados por el regreso a sus filas de su antiguo sargento, y le enviaron de inmediato a un campamento de reclutas, cerca de Cardiff.
Charlie, ante la mirada ansiosa de Tom Arnold, besó a su esposa, abrazó a su hijo y estrechó la mano de su director gerente. Después, se despidió de los tres agitando la mano.
Mientras viajaba hacia Cardiff en un tren abarrotado de juveniles reclutas, no mucho mayores que Daniel (la mayoría de los cuales insistían en llamarle «señor»), Charlie se sintió viejo. Un destartalado camión les recogió en la estación, conduciéndoles después a los barracones.
– Me alegro de que haya vuelto, Trumper -dijo una voz cuando se detuvo en el terreno de instrucción por primera vez en veinte años.
– Stan Russell. Santo Dios, ¿ahora es usted el sargento de la compañía? Sólo era cabo interino cuando…
– Lo soy, señor. -La voz de Russell se convirtió en un susurro-. Me ocuparé de que no reciba el mismo trato que los demás, camarada.
– No, no lo hagas, Stan. Necesito un trato todavía peor -dijo Charlie, colocando las manos sobre su estómago.
Aunque los suboficiales trataron a Charlie con mayor gentileza que a los reclutas, la primera semana de entrenamiento básico le recordó el escaso ejercicio que había hecho durante los últimos veinte años, y cuando se sintió hambriento descubrió enseguida que lo ofrecido por el NAAFI no podía considerarse de ningún modo apetitoso. Intentar dormir cada noche en una cama de muelles, sobre un colchón de cinco centímetros de espesor, aumentó su desagrado hacia herr Hitler.
Al finalizar la segunda semana, Charlie ya había ascendido a cabo, y le dijeron que si deseaba quedarse en Cardiff como instructor, le nombrarían oficial de instrucción, con el grado de capitán.
– ¿Es que esperamos la visita de los alemanes en Cardiff, chaval? -preguntó Charlie-, No tenía ni idea de que jugaran al rugby.
Transmitieron a sus superiores estas palabras, de modo que Charlie continuó de cabo, hasta completar el entrenamiento básico. A las ocho semanas ya era sargento, al mando de un pelotón que se encargó de adiestrar y preparar para su siguiente destino. A partir de aquel momento, prohibió a sus hombres que perdieran cualquier tipo de concurso, desde tiro con rifle a boxeo, y los «Terriers de Trumper» se convirtieron en el ejemplo a seguir por el resto del batallón durante las cuatro semanas restantes.
Diez días antes de completar su entrenamiento, Stan Russell comunicó a Charlie que el batallón marcharía con destino a África, donde se uniría a Wavell en el desierto. A Charlie le encantó la noticia, pues admiraba desde hacía mucho tiempo la reputación del coronel poeta.
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