Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Charlie concedió el día libre a todo el personal. Se marchó al Mall a las cuatro y media de la mañana, acompañado de Becky y Daniel, para presenciar desde un puesto privilegiado el recorrido de los reyes desde el palacio de Buckingham a la catedral de San Pablo, donde se iba a celebrar la ceremonia de acción de gracias.

Llegaron al Mall y descubrieron que miles de personas ocupaban ya cada centímetro cuadrado de la acera con sacos de dormir, mantas e incluso tiendas de campaña. Algunas estaban desayunando o permanecían clavadas en su sitio, sin moverse un milímetro.

Las horas de espera transcurrieron con rapidez, pues Charlie se puso a trabar amistad con visitantes llegados de todas partes del imperio. Cuando el desfile comenzó, Daniel se quedó maravillado al ver los diferentes soldados de la India, África, Australia, Canadá y treinta y seis otras naciones. Cuando el rey y la reina pasaron en la carroza real, Charlie se puso firmes y se quitó el sombrero, repitiendo el gesto cuando desfilaron los Fusileros Reales a los acordes de su himno. Una vez desaparecieron de la vista, pensó con envidia en Daphne y Percy, que habían sido invitados a asistir a la ceremonia en San Pablo.

Cuando el rey y la reina regresaron al palacio de Buckingham -justo a tiempo de comer, como explicó Daniel a todos los que le rodeaban -, los Trumper volvieron a casa. Pasaron de camino por Chelsea Terrace. Daniel reparó en la enorme inscripción «2. ° Premio» en el escaparate del 147.

– ¿Qué quiere decir eso, papá? -quiso saber al instante.

A su madre le complació en extremo explicar a su hijo el mecanismo del concurso.

– ¿Tú cómo quedaste, mamá?

– La decimosexta entre veintiséis -dijo Charlie-, y gracias a que los tres jueces son amigos suyos desde hace mucho tiempo.

El rey murió ocho meses más tarde. Charlie creyó que una nueva era daría comienzo con el ascenso al trono de Eduardo VIII, y decidió que había llegado el momento de peregrinar a Estados Unidos.

Anunció su intención al consejo durante la siguiente asamblea.

– ¿Algún problema en perspectiva? -preguntó el presidente a Arnold.

– Sigo buscando un nuevo director para la joyería y un par de dependientas para la tienda de ropa femenina; por lo demás, ningún problema.

Confiando en que Tom Arnold y el consejo se encargarían del trabajo durante el mes de ausencia, Charlie se convenció por fin de que debía marcharse cuando leyó los preparativos para botar el Queen Mary. Reservó un camarote doble para el viaje inaugural.

Becky pasó cinco días gloriosos en el Queen durante la travesía, y observó con satisfacción que su marido empezaba a relajarse, una vez consciente de que no tenía forma de comunicarse con Tom Arnold o con Daniel, que se hallaba por primera vez en un internado. De hecho, en cuanto Charlie comprendió que no podía molestar a nadie pareció aceptar el hecho, y se divirtió al ir descubriendo las diferentes distracciones que el transatlántico ofrecía a un hombre maduro, de salud delicada y cierto exceso de peso.

El gran Queen entró en el puerto de Nueva York el lunes por la mañana; allí fue recibido por miles de personas. Charlie pensó en cuán diferente habría sido para los pioneros, a bordo del Mayflower, sin comité de bienvenida y sin saber qué esperar de los nativos. En el fondo, Charlie tampoco estaba muy seguro de qué le depararían los nativos.

A instancias de Daphne, había reservado habitación en el hotel Waldorf Astoria, pero en cuanto deshicieron las maletas decidieron que no había motivos para sentarse y relajarse. Se levantó a las cuatro y media de la mañana siguiente y, mientras leía por encima los periódicos de la mañana, se fijó por primera vez en el nombre de la señora Simpson. [18]Devorados los diarios, salió del hotel y paseó por la Quinta Avenida, examinando los escaparates de las tiendas. La inventiva y originalidad que desplegaban los comerciantes de Manhattan, comparadas con lo que se veía en la calle Oxford, le fascinaron.

Las tiendas abrieron a las nueve y tomó nota de todos los detalles. Paseó por los pasillos de los almacenes de moda, situados sobre todo en las esquinas, examinó las existencias, observó a los dependientes y siguió a algunos clientes por el almacén para saber qué compraban. Las tres primeras noches que pasó en Nueva York llegó a la cama exhausto.

No fue hasta la cuarta mañana, después de terminar con la Quinta Avenida y Madison, cuando Charlie se desplazó a Lexington, donde descubrió «Bloomingdales», y Becky comprendió en aquel momento que había perdido a su marido por el resto de su estancia.

Charlie se concentró las cuatro primeras horas en subir y bajar por las escaleras automáticas, hasta hacerse una idea global de la distribución del edificio. Procedió después a estudiar cada planta, departamento por departamento, tomando copiosas notas. Compraron perfumes, artículos de piel y joyas en la planta baja; bufandas, sombreros, guantes y objetos de escritorio en la primera planta; prendas para caballero en la segunda, y para señora en la tercera. Artículos de hogar en la cuarta, y continuaron subiendo hasta descubrir que las oficinas de la empresa se hallaban en la duodécima planta, ocultas discretamente tras un letrero de «Prohibido entrar». Charlie ardía en deseos de conocer la distribución de aquella planta, pero carecía de medios para averiguarlo.

El cuarto día llevó a cabo un detenido estudio de la ubicación de los mostradores, y empezó a dibujar los planos individuales. Aquella mañana, cuando se encaminó a la escalera automática, que conducía a la tercera planta, dos fornidos jóvenes le cerraron el paso.

– ¿Pasa algo?

– No estamos seguros, señor -dijo uno de los gorilas-, pero somos detectives de los almacenes y queremos preguntarle si tiene la bondad de acompañarnos.

– Será un placer -contestó Charlie, incapaz de adivinar cuál era el problema.

Subieron en el ascensor a la planta que nunca había visto y le guiaron por un largo pasillo hasta una habitación desnuda que había al final. No había cuadros en las paredes ni alfombras en el suelo; el único mobiliario consistía en tres sillas de madera y una mesa. Le dejaron solo. Momentos después, entraron dos hombres de mayor edad en la habitación.

– ¿Le importaría contestar a unas preguntas, señor? -preguntó el más alto.

– No, en absoluto -contestó Charlie, asombrado por el extraño trato que le estaban dispensando.

– ¿De dónde es usted? -preguntó el primero.

– De Inglaterra.

– ¿Y cómo llegó aquí? -inquirió el segundo.

– En el viaje inaugural del Queen Mary.

Observó que ambos expresaban perplejidad al escuchar su respuesta.

– En ese caso, señor, ¿por qué lleva dos días recorriendo los almacenes y tomando nota, sin comprar ni un solo artículo?

Charlie estalló en carcajadas.

– Porque soy el dueño de veinticuatro tiendas en Londres. Comparaba, simplemente, sus métodos norteamericanos con los míos.

Los dos hombres cuchichearon nerviosamente entre sí.

– ¿Puedo preguntarle su nombre, señor?

– Trumper, Charlie Trumper.

Uno de los hombres se puso en pie y abandonó la habitación. Charlie intuyó que no habían terminado de creerse su historia. Le recordó lo que había ocurrido cuando le habló a Tommy de su primera tienda. El otro hombre permaneció en silencio, de modo que los dos estuvieron sentados frente a frente sin decir nada durante varios minutos, hasta que la puerta se abrió y entró un caballero alto y elegante, que vestía un traje marrón oscuro, zapatos del mismo color y una corbata de tonos dorados. Casi se precipitó con los brazos extendidos para abrazar a Charlie.

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