Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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– Porque eso me mantiene en movimiento.

– Pero Becky se quedará igualmente impresionada por tu éxito si logras tu propósito un año más tarde.

– No sería lo mismo. Tendré que trabajar con más ahínco.

– El día tiene un número limitado de horas -me recordó Daphne-, Incluso para ti.

– Bien, no es culpa mía.

Daphne lanzó una carcajada.

– ¿Cómo va la tesis sobre Luini que prepara Becky?

– Ya ha terminado ese rollo. Está a punto de corregir el borrador final de treinta mil palabras, así que me lleva una buena delantera. De todas formas, con la huelga general y la adquisición de las nuevas propiedades, dejando aparte a la señora Trentham, tengo la impresión de haber estado ocupado todos los minutos de los últimos tiempos.

– ¿Becky aún no ha adivinado tus propósitos?

– No, y procuro estar ausente cuando se queda a trabajar hasta tarde en Sotheby's o se va a catalogar alguna colección importante. Aún no se ha dado cuenta de que me levanto cada mañana a las cuatro y media, cuando me dedico al verdadero trabajo.

Le pasé la bolsa de ciruelas y siete chelines con diez peniques de cambio.

– Igual que un pequeño Trollop, ¿eh? A propósito, aún no le he contado a Percy nuestro secreto, pero ardo en deseos de ver la expresión de su rostro cuando…

– Shhh, ni una palabra…

Como tantas cosas que había perseguido durante mucho tiempo, descubrí que el premio final te cae del cielo cuando menos lo esperas.

Aquella mañana estaba atendiendo en el 147. A Bob Makins siempre le molestaba que me arremangara, pero me gusta charlar con mis clientes de toda la vida, y era la única oportunidad que tenía de hacerlo, así como de descubrir qué opinaban de mis demás tiendas. Sin embargo, confieso que cuando le llegó el turno al señor Fothergill, la cola se alargaba casi hasta el colmado, al que Bob Makins consideraba como un rival.

– Buenos días -saludé, cuando el señor Fothergill se paró frente al mostrador-. ¿Qué le apetece hoy, señor? Tengo unos magníficos…

– ¿Podríamos hablar un momento en privado, señor Trumper?

Mi sorpresa fue tanta que no le contesté al instante. Sabía que a la señora Trentham todavía le quedaban nueve días para cumplir el contrato, y yo había dado por sentado que no sabría nada hasta aquel momento. Al fin y al cabo, sus propios Hadlows y Sandersons se encargarían de la documentación.

– Me temo que el almacén es el único sitio libre -le advertí. Me quité la bata verde, me bajé las mangas y cogí la chaqueta -. Mi director ocupa ahora el piso de arriba -expliqué, mientras guiaba al subastador a la parte posterior de la tienda.

Le invité a sentarse en una caja de naranjas vuelta del revés, y yo me acomodé en otra caja frente a él. Nos miramos, a sólo unos pasos de distancia, como dos jugadores de ajedrez. Un lugar extraño para discutir el negocio más importante de mi vida, pensé. Intenté mantener la calma.

– No iré con rodeos -empezó Fothergill-. Hace varias semanas que no veo a la señora Trentham, y últimamente se niega a contestar a mis llamadas telefónicas. Además, Savill's me ha dejado bastante claro que no han recibido instrucciones de completar la transacción en representación suya. Han llegado a decirme que, en su opinión, a esa mujer ya no le interesa la propiedad.

– De todas maneras, usted todavía conserva el depósito de mil quinientas libras -le recordé, tratando de reprimir una sonrisa.

– Es posible, pero desde entonces he tenido otros compromisos, y con la huelga general…

– Son tiempos duros, estoy de acuerdo.

Las palmas de mis manos empezaron a sudar.

– Pero jamás ha ocultado su deseo de ser el propietario del número 1.

– Es cierto, pero desde la subasta me he dedicado a comprar varias otras propiedades con el dinero que había reservado para su tienda.

– Lo sé, señor Trumper, pero ahora desearía acordar un precio mucho más razonable…

– Y yo deseaba pujar hasta tres mil quinientas libras, si lo recuerda.

– Su última oferta ascendió a doce mil libras, si no recuerdo mal.

– Estrategia, señor Fothergill, pura estrategia. No tenía la intención de pagar doce mil libras, como usted sabrá sin duda.

– Pero la señora Trumper pujó hasta cinco mil quinientas libras, olvidando que su última oferta había sido de catorce mil.

– No puedo contradecirle -le dije, adoptando mi acento barriobajero-, pero si se hubiera casado, señor Fothergill, sabría muy bien por qué en el East End siempre se refieren a ellas como «Problemas y conflictos».

– Cedería la propiedad por siete mil libras, pero sólo a usted.

– La cedería por cinco mil a cualquiera que se las pagara.

– Nunca.

– En un plazo de nueve días, diría yo, pero le voy a decir lo que haré -añadí. Me incliné hacia adelante y estuve a punto de caer-. Me mantendré fiel a la oferta de mi esposa, cifrada en cinco mil quinientas libras, el límite que mi junta nos había autorizado, pero sólo si tiene todos los documentos preparados para la firma antes de medianoche. -El señor Fothergill abrió la boca para protestar-. Por supuesto -añadí, antes de que me diera su opinión-, no le costará mucho trabajo. Al fin y al cabo, el contrato está en su escritorio desde hace ochenta y un días. Sólo ha de cambiar el nombre. Bien, si me perdona, debo atender a mis clientes.

– Nunca me habían tratado de una forma tan arrogante, señor -declaró el señor Fothergill, poniéndose en pie de un furioso salto.

Se volvió y desapareció, dejándome solo en la trastienda.

– Nunca pensé que yo era arrogante -le dije a la caja de naranjas-. Más bien un puritano, diría yo.

Después de acostar a Daniel le conté a Becky toda la conversación durante la cena.

– Qué pena -fue la inmediata reacción de mi mujer-. Ojalá hubiera hablado antes conmigo. Ahora, es posible que el número 1 nunca sea nuestro.

Repitió esta idea antes de irse a la cama. Cerré la luz de gas, pensando que Becky podía tener razón. Empezaba a adormecerme cuando sonó el timbre de la puerta.

– Son más de las once y media -dijo Becky-. ¿Quién será?

– ¿Tal vez un hombre que sabe lo que son los ultimátums? -sugerí, mientras encendía de nuevo la luz.

Salí de la cama, me puse la bata y bajé a abrir.

– Acompáñeme al estudio, Peregrine -dijo, después de dar la bienvenida al señor Fothergill.

– Gracias, Charles -respondió él.

Me detuve un momento para reír y aparté el ejemplar de Matemáticas, Segunda Parte del escritorio, para coger el talonario de la empresa.

– Cinco mil quinientas libras, si no me equivoco -dije, destapando la pluma y mirando el reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea.

A las once y treinta y siete entregué al señor Fothergill la cantidad definitiva, a cambio de la propiedad de Chelsea Terrace, I.

Nos estrechamos la mano para cerrar el trato y me despedí del antiguo subastador. Subí al dormitorio y me quedé sorprendido al ver a Becky sentada ante su escritorio.

– ¿Qué haces? -pregunté.

– Redacto la carta de dimisión para Sotheby's.

Tom Arnold limpió a fondo el número 1, preparando el momento en que Becky se convertiría, un mes después, en director gerente de «Subastadores y Especialistas en Bellas Artes Trumper». Me di cuenta de que consideraba ya nuestra nueva adquisición como el buque insignia de todo el imperio Trumper…, a pesar de que los gastos empezaban a competir con los de un navío de guerra.

Becky anunció su despedida de Sotheby's el viernes 16 de julio de 1926. Entró en «Trumper's», antes «Fothergills's», a las siete de la mañana del día siguiente para asumir la responsabilidad de restaurar el local, mientras al mismo tiempo liberaba a Tom Arnold para que regresara a sus tareas habituales. Transformó de inmediato el sótano del número 1 en un almacén; la recepción continuó en la planta baja, y la sala de subastas en el primer piso.

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