– Esto es un modesto ejemplo de lo que he dejado atrás, los restos de un negocio fundado por mi padre, y por su padre antes que él. Ahora, debo vender lo que ha quedado para asegurar la supervivencia de mi familia.
– ¿Se dedicaba al negocio de la joyería?
– Veintiséis años -contestó el judío-. Desde muy joven.
– ¿Cuánto confía en obtener por este lote? -Charlie señaló el maletín abierto.
– Tres mil libras -contestó sin vacilar el señor Schubert-, Mucho menos de su valor auténtico, pero ya no tengo tiempo ni voluntad para regatear.
Charlie abrió el cajón de la derecha, sacó un talonario y escribió las palabras «Páguese al señor Schubert la cantidad de tres mil libras». Lo empujó hacia el judío.
– No ha verificado su valor -dijo el señor Schubert.
– No es necesario -replicó Charlie, poniéndose en pie-, porque las venderá como nuevo director de mi joyería. Eso significa también que deberá rendir cuentas ante mí si no alcanzan el valor que usted proclama. Cuando haya pagado el préstamo, hablaremos de su comisión.
Una astuta sonrisa deformó las facciones del señor Schubert.
– Le enseñaron bien en el East End, señor Trumper.
– Ustedes son nuestro ejemplo viviente -sonrió Charlie-, No olvide que mi suegro era de los suyos.
Ben Schubert se levantó y abrazó a su nuevo patrón.
Lo que Charlie no había previsto era que muchos refugiados judíos se precipitarían hacia la joyería «Trumper's», y cerrarían tal cantidad de tratos con el señor Schubert que Charlie nunca más tendría que preocuparse por el negocio.
Una semana más tarde, aproximadamente, Tom Arnold entró en el despacho del presidente sin llamar a la puerta. Charlie observó que su director gerente se encontraba muy agitado.
– ¿Cuál es el problema? -se limitó a preguntar.
– Un robo.
– ¿Dónde?
– En el 133, ropa de señora.
– ¿Qué han robado?
– Dos pares de zapatos y un vestido.
– En ese caso, sigue los procedimientos habituales especificados en las ordenanzas de la empresa. Empieza por llamar a la policía.
– No es tan sencillo.
– Claro que es sencillo. Un ladrón es un ladrón.
– Pero ella afirma…
– Que su madre tiene noventa años y se está muriendo de cáncer, dejando aparte el hecho de que todos sus hijos son subnormales.
– No, que es su hermana.
Charlie hizo girar la silla, calló un momento y exhaló un largo suspiro.
– ¿Qué has hecho?
– Todavía nada. Le dije al director que la retuviera hasta que yo hablara con usted.
– Bien, vamos a ello -dijo Charlie.
Se levantó y avanzó hacia la puerta. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que llegaron al 133, donde un nervioso Jim Grey les esperaba en la puerta.
– Lo sentó, señor presidente -fueron sus primeras palabras.
– No has de sentir nada, Jim -contestó Charlie, dirigiéndose a la trastienda.
Encontró a Kitty sentada a una mesa, la polvera en la mano, aplicándose carmín a los labios.
En cuanto vio a Charlie cerró la polvera y la dejó caer en su bolso. Sobre la mesa, frente a ella, había dos pares de zapatos y un vestido. Charlie pensó que a Kitty todavía le gustaba lo mejor, porque había elegido los artículos de precio más elevado. Kitty sonrió a su hermano, pero el lápiz de labios no la favorecía.
– Ahora que ha llegado el gran jefe, te vas a enterar de quién soy yo -dijo Kitty, mirando a Jim Grey.
– Eres una ladrona -dijo Charlie-, Eso es lo que eres.
– Vamos, Charlie, ahórratelo. -Su voz no expresó el menor remordimiento.
– Esa no es la cuestión, Kitty. Si yo…
– Si me llevas ante la ley diciendo que soy una choriza, la prensa se lo va a pasar en grande. No te atreverás a permitir que me detengan, Charlie, y tú lo sabes.
– Esta vez no, tal vez, pero es la última, te lo prometo. Si esta dama -continuó, volviéndose hacia el director- intenta otra vez irse sin pagar, llame a la policía y ocúpese de que la acusen sin hablar de mí para nada. ¿Me he expresado con claridad, señor Grey?
– Sí, señor.
– Sí, señor, no, señor, bla bla bla. No te preocupes, Charlie, no volveré a molestarte.
Charlie no pareció muy convencido.
– La semana que viene me voy a Canadá, donde vive un miembro de la familia que todavía se preocupa por mí.
Charlie iba a protestar, pero Kitty cogió los zapatos y el vestido y los guardó en el bolso. Pasó sin pestañear frente a los tres hombres.
– Un momento -dijo Tom Arnold.
– Vete a tomar por el culo -dijo Kitty, saliendo de la tienda.
Tom se volvió hacia el presidente, que contemplaba a su hermana. Esta se alejó sin mirar atrás ni una vez.
– Tranquilo, Tom. Aún nos ha salido barato.
El 30 de septiembre de 1938, Chamberlain regresó de Múnich, donde había sostenido conversaciones con el canciller alemán. A Charlie no le convenció el documento «Paz en nuestros días, paz con honor» que agitaba ante las cámaras, porque después de escuchar las descripciones de primera mano que Ben Schubert le había proporcionado sobre los acontecimientos en el Tercer Reich, estaba seguro de que la guerra con Alemania era inevitable. El reclutamiento forzoso para los mayores de veinte años ya se había debatido en el Parlamento. Daniel cursaba el último año en San Pablo, a la espera de solicitar el ingreso en la universidad, y Charlie no podía soportar la idea de perder a un hijo en otra guerra con los alemanes. La beca en Cambridge conseguida por Daniel sólo hacía que aumentar sus temores.
Cuando Hitler invadió Polonia, el uno de septiembre de 1939, Charlie comprendió que Ben Schubert no había exagerado. Dos días después, Inglaterra declaró la guerra.
Durante las primeras semanas posteriores a la declaración de hostilidades se produjo una calma pasajera, casi un anticlímax, y de no haber sido por el creciente número de hombres uniformados que desfilaban en ambas direcciones de Chelsea Terrace, Charlie casi habría olvidado que Gran Bretaña se hallaba comprometida en una guerra.
Durante este período sólo se puso a la venta el restaurante, y Charlie ofreció al señor Scallini un precio justo, que el hombre aceptó sin dudarlo, antes de regresar a su Florencia natal. Tuvo más suerte que otros, internados por el simple motivo de poseer un apellido alemán o italiano. Charlie cerró de inmediato el local (pues no estaba seguro de lo que iba a hacer con el edificio). Comer fuera ya no era una prioridad para los londinenses. Una vez transferida la propiedad de Scallini, sólo la librería de viejo y la agrupación presidida por el señor Wrexall seguían en manos de otros comerciantes, pero el significado del bloque de pisos vacíos propiedad de la señora Trentham se hacía más evidente a cada día que pasaba.
El 6 de septiembre de 1940 finalizó la falsa tregua, cuando las primeras bombas cayeron sobre la capital. Después de aquello, los londinenses emigraron en oleadas al campo. Charlie se negó a trasladarse, y llegó a ordenar que se colocaran letreros de «El negocio continúa» en todos los escaparates de sus tiendas. De hecho, las únicas concesiones que hizo a herr Hitler fue cambiar su dormitorio al sótano y encontrar alojamiento en Cambridge para Daniel, con el fin de que no necesitara regresar a Londres para pasar las largas vacaciones.
Dos meses después, en plena noche, un agente de policía despertó a Charlie para comunicarle que la primera bomba había caído en Chelsea Terrace. Corrió en bata y zapatillas a Gilston Road para inspeccionar los daños.
– ¿Han matado a alguien? -preguntó, sin dejar de correr.
– Creemos que no -respondió el agente, intentando no quedarse atrás.
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