Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Se volvió y caminó de regreso a su oficina a unos pocos metros más allá por el corredor.

– Comience a rezar -dijo Charlie.

– Ya he comenzado -repuso Roberts.

A los pocos minutos regresó la señora Campbell con un sobre que entregó a la custodia de Charlie. En enérgica letra caligráfica se leía en el sobre:

Director de Coutts & Company

The Strand

London WC2

– Espero realmente que mi pedido no le resulte demasiado oneroso, sir Charles.

– Es un gran placer para mí que lo haya recordado, señora Campbell -le aseguró Charlie, despidiéndose de la supervisora.

Una vez de vuelta en el coche Roberts dijo:

– Sería muy poco ético de mi parte aconsejarle sobre si debe o no abrir esa carta, sir Charles. Sin embargo…

Pero Charlie ya había rasgado el sobre y estaba sacando su contenido.

Un cheque por 92 libras acompañaba la detalladísima factura por los años de 1953 a 1964: un completo y definitivo final de la cuenta de la señorita Mavis Benson.

– Dios bendiga a los escoceses y a su puritana educación -dijo Charlie cuando vio a nombre de quién estaba extendido el cheque.

Capítulo 46

– Si se diera prisa, sir Charles, aún tendría tiempo de coger el primer vuelo -dijo Trevor Roberts cuando el coche entraba en el antepatio del hotel.

– Entonces me daré prisa -dijo Charlie-. Ya que me gustaría estar de vuelta en Londres lo antes posible.

– De acuerdo, yo me encargaré de la cuenta del hotel y luego telefonearé al aeropuerto para ver si pueden cambiar su pasaje.

– Muy bien. Aunque tengo un par de días disponibles, hay todavía algunos cabos sueltos que atar en Londres.

Charlie había saltado del coche antes de que el chófer alcanzara a abrirle la puerta, y se precipitó hacia su habitación; rápidamente metió sus cosas dentro de la maleta. Estuvo de vuelta en el vestíbulo a los doce minutos, pagó la cuenta y a los quince minutos ya se dirigía hacia la puerta. El conductor no sólo estaba esperándole, sino que además tenía abierta la puerta del maletero.

Una vez cerrada la tercera puerta, el conductor aceleró por el antepatio del hotel y lanzó el coche por la vía rápida en dirección a la autopista.

– ¿Pasaporte y pasaje? -dijo Roberts.

Charlie sonrió y sacó ambas cosas de un bolsillo interior como un niño que comprueba su lista.

– Muy bien, ahora no nos queda más que esperar que lleguemos a tiempo al aeropuerto.

– Ha hecho usted maravillas -dijo Charlie.

– Gracias, sir Charles -dijo Roberts-. Pero ha de comprender que aunque ha reunido gran cantidad de pruebas para confirmar su caso, la mayor parte de ellas son como mucho circunstanciales. Aunque usted y yo podamos estar convencidos de que Cathy Ross es, de hecho Margaret Ethel Trentham, estando en su tumba la señorita Benson y siendo la señorita Ross incapaz de recordar los detalles concernientes a este asunto, no hay forma de saber si un tribunal fallaría a su favor.

– Tiene razón en lo que dice -repuso Charlie-, pero al menos ahora cuento con algo. Hace una semana no tenía nada.

– Es cierto. Y después de haberlo visto actuar durante estos días, me inclinaría a concederle más de un cincuenta por ciento de suerte. Pero, haga lo que haga, no deje ese cuadro fuera de su punto de mira: es tan convincente como cualquier huella digital. Y procure mantener en todo momento esa carta de la señora Campbell en lugar seguro hasta que pueda sacarle copia. Encárguese también de que el original se envíe a Coutts. No nos hace ninguna falta que ahora lo arresten por robar noventa y dos libras. Ahora bien, ¿hay alguna otra cosa que pueda hacer yo por usted en este extremo del mundo?

– Sí, podría intentar obtener una declaración escrita de Walter Slade en que reconozca que llevó a la señora Trentham y a una niñita llamada Margaret a Santa Hilda y que después volvieron sin ella. También podría tratar de hacerle concretar una fecha.

– Puede que eso no resulte fácil después de su experiencia -sugirió Roberts.

– Bueno, al menos inténtelo. Luego vea si puede descubrir si la señorita Benson recibió otros pagos de la señora Trentham antes de mil novecientos cincuenta y tres, y si fuera así, las cantidades y las fechas. Sospecho que ha estado recibiendo giros bancarios trimestrales durante más de treinta y cinco años, lo cual explicaría que haya podido acabar sus días en ese relativo lujo.

– De acuerdo, pero una vez más, eso es algo enteramente circunstancial, y ciertamente no hay forma alguna de que un banco me permita investigar la cuenta personal de la señorita Benson.

– ¡Desgraciadamente! Pero la señora Culver sí podría decirle lo que ganaba la señorita Benson cuando era directora, y si daba la impresión de que vivía mejor de lo que podía permitirse con su salario. Y después de todo, siempre puede averiguar qué otra cosa necesita Santa Hilda aparte de un minibús.

Roberts comenzó a tomar notas mientras Charlie seguía desgranando una serie de otras sugerencias.

– Si logra convencer a Slade y demostrar que hubo pagos hechos a la señorita Benson, entonces me podría encontrar en posición firme para pedirle a Nigel Trentham que explicara por qué su madre era tan entusiasta benefactora de la directora de un orfanato situado en el otro lado del globo, y si esto no se debía a la hija de su hermano.

– Haré lo que pueda -prometió Roberts-, Si consigo algo me comunicaré con usted a su regreso a Londres.

– Gracias -dijo Charlie-, ¿Y hay algo que yo pueda hacer por usted?

– Sí, sir Charles. ¿Sería tan amable de transmitir mis mejores deseos a tío Ernest?

– ¿Tío Ernest?

– Sí, Ernest Harrison.

– Qué buenos deseos, ni un jamón. Lo denunciaré al Colegio de Abogados.

– ¿Por qué?

– Por nepotismo.

– Cierto. Pero eso todavía no es delito. Mi madre fue igual de culpable. Tuvo tres hijos, los tres abogados; los otros dos le representan a usted ahora en Perth y en Brisbane.

El coche se detuvo junto al bordillo delante del terminal aéreo de Qantas. De un salto el conductor bajó del coche y sacó el equipaje del maletero mientras Charlie corría hacia el mostrador de facturación de equipaje y pasajes. Robert le seguía a un metro con el cuadro de Cathy a cuestas.

– Sí -dijo la chica del mostrador-. Aún está a tiempo de tomar el primer vuelo a Londres. Pero vamos a cerrar las puertas dentro de pocos minutos.

Charlie soltó un suspiro de alivio y se volvió para despedirse de Trevor Roberts, a tiempo que el conductor llegaba con su maleta y la colocaba para pesarla.

– Maldición -exclamó Charlie-, ¿Me puede dejar diez libras?

Roberts sacó los billetes de su billetero y Charlie rápidamente se las pasó al conductor que se tocó el gorro en saludo y volvió al coche.

– ¿Cómo puedo comenzar siquiera a agradecerle? -dijo a Trevor Roberts al estrecharle la mano.

– Agradézcaselo a tío Ernest, no a mí -dijo Roberts.

Cuando el avión despegó, con diez minutos de retraso, Charlie se acomodó en su asiento y, con el conocimiento adquirido en esos tres días, trató de comenzar a armar las piezas. Le parecía lógica la teoría de Roberts de que no había sido una coincidencia que Cathy hubiera ido a trabajar a Trumper's. Seguramente había descubierto alguna conexión entre ellos y los Trentham, aunque no se le ocurría cuál podría ser esa conexión ni por qué Cathy no se lo había dicho a ellos. ¿Decírselo a ellos…? ¿Qué derecho tenía él para criticar? Si él se lo hubiera dicho a Daniel, quizá el chico aún estaría vivo. Porque una cosa era cierta: Cathy no podía haber sabido que Daniel era su hermanastro, aunque ahora temía que la señora Trentham lo hubiera descubierto y dado a conocer a su nieto la horrible verdad.

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