Ya cruzaban el Westminster Bridge cuando Charlie acabó su historia con un «¿Alguna pregunta?», pero Becky seguía en silencio. Charlie esperó un momento y por último preguntó:
– ¿No tienes nada que decir?
– Sí -dijo ella-. Que no cometamos con Cathy el mismo error que cometimos con Daniel.
– ¿A saber?
– No decirle toda la verdad.
– Tendré que hablar con el doctor Miller antes de pensar siquiera en correr el riesgo -dijo Charlie-. Pero el problema más inmediato es asegurarnos que presente su reclamación a tiempo.
– Sin contar con el problema más inmediato aún de dónde esperas que deje el coche -dijo Becky girando a la izquierda por Belvedere Road para continuar hacia la entrada del Royal Festival Hall con sus líneas amarillas dobles y sus letreros de «No aparcar».
– Justo delante de las puertas de entrada -dijo Charlie, y ella obedeció sin objeción.
Tan pronto se detuvo el coche Charlie saltó fuera, corrió por la acera y pasó por las puertas de cristal.
– ¿A qué hora termina el concierto? -preguntó al primer uniformado que vio.
– A las diez treinta y cinco, señor, pero no puede dejar el coche allí.
– ¿Y dónde queda la oficina del director?
– Quinta planta a la derecha, segunda puerta a la izquierda según sale del ascensor. Pero…
– Gracias -le gritó Charlie ya corriendo en dirección al ascensor.
Becky acababa de alcanzar a su marido cuando llegó el ascensor.
– Su coche, señor -alcanzó a decir el portero, pero las puertas del ascensor ya se cerraban tras él.
Tan pronto se abrieron las puertas del ascensor en la quinta planta, Charlie saltó fuera, miró a su derecha y vio una puerta a la izquierda con el letrero «Director». Golpeó una vez antes de entrar. Adentro había dos hombres de esmoquin disfrutando de un cigarrillo y escuchando el concierto por un altavoz. Se volvieron a ver quién los interrumpía.
– Buenas noches, sir Charles -dijo el más alto incorporándose y avanzando hacia él-, Jackson. Soy el director del teatro. ¿Hay algo en que pueda servirle?
– Espero que sí, señor Jackson -repuso Charlie-. Tengo que sacar a una damita de la sala de conciertos tan pronto como sea posible. Es una emergencia.
– ¿Sabe su número de asiento?
– No tengo idea.
Charlie miró a su esposa que sólo meneó la cabeza.
– Entonces síganme -dijo el director saliendo a grandes pasos hacia el ascensor.
Cuando se volvieron a abrir las puertas se encontraron frente a frente al primer empleado que se habían encontrado al llegar.
– ¿Algún problema, Ron?
– Sólo que este señor ha dejado su coche en la misma puerta de entrada, señor.
– Entonces cuídeselo, ¿de acuerdo? -El director pulsó el botón de la tercera planta y preguntó volviéndose a Becky-. ¿Cómo va vestida la joven?
– Vestido rojo y esclavina blanca.
– Bravo, señora -dijo el director.
Salió del ascensor y los condujo rápidamente a una entrada lateral adyacente al palco de autoridades. Una vez dentro el señor Jackson quitó una pequeña fotografía de la reina inaugurando el edificio en 1957 y tiró de la ventana oculta de forma que podía observar al público por un espejo.
– Una precaución de seguridad en caso de que se presentara algún problema -explicó. Luego desenganchó dos pares de gemelos de debajo del apoyabrazos y se los pasó uno a Becky y otro a Charlie-. Si pueden localizar el asiento de la dama, alguien de mi personal la hará salir discretamente. -Se volvió a escuchar la música durante unos segundos y añadió-: Quedan diez minutos para que termine el concierto, doce a lo más. No hay bises programados para esta noche.
– Tú miras la platea, Becky, y yo miro el piso principal.
Charlie comenzó a enfocar los gemelos hacia el público sentado debajo de ellos. Entre los dos escudriñaron las mil novecientas localidades primero rápido y luego lentamente fila por fila. Ninguno de los dos logró localizar a Cathy ni en platea ni en el piso principal.
– Pruebe con los palcos del otro lado, sir Charles -sugirió el director.
Dos pares de gemelos recorrieron de un lado a otro el teatro. Aún no había señales de Cathy, de modo que Charlie y Becky volvieron su atención nuevamente al auditorio principal, escudriñando las filas.
El director de orquesta bajó su batuta por última vez a las diez y treinta y dos y comenzaron las oleadas de aplausos mientras Charlie y Becky continuaban su búsqueda entre la multitud, ahora de pie, hasta que finalmente se encendieron las luces y el público comenzó a abandonar el teatro.
– Tú continúa mirando, Becky. Yo iré a ver si los localizo al salir.
Se precipitó por la puerta del palco de autoridades seguido por Jackson y casi chocó con un hombre que salía del palco contiguo. Charles se volvió para disculparse.
– Hola, Charlie, no sabía que te gustaba Mozart -dijo una voz.
– No me gustaba pero de pronto se ha convertido en mi héroe -dijo Charlie incapaz de esconder su alegría.
– Por supuesto -dijo el director-. El único lugar que no podían ver era el contiguo al nuestro.
– Permíteme que te presente…
– No tenemos tiempo para eso -dijo Charlie-. Sígueme -dijo tomando a Cathy por el brazo-, Becky, discúlpame con el caballero y explícale por qué necesito a Cathy. Puede recuperarla después de la medianoche. Y gracias, señor Jackson. -Miró su reloj -. Aún tenemos tiempo.
– ¿Tiempo para qué, Charlie? -preguntó Cathy mientras corrían por el vestíbulo y salían a Belvedere Road.
El hombre de uniforme estaba de guardia junto al coche.
– Gracias, Ron -dijo Charlie tratando de abrir la puerta de adelante-. Maldita sea, Becky le echó llave.
Se volvió a observar un taxi que salía de la fila de espera. Le hizo señas.
– Eh, amigo -dijo el hombre que estaba al comienzo de la cola para taxis-. Creo que descubrirá que ese es mi taxi.
– Está a punto de tener un hijo -dijo Charlie abriendo la puerta y empujando a Cathy en el compartimiento posterior del taxi.
– Ah, qué buena suerte -exclamó el hombre retrocediendo.
– ¿Adonde, jefe? -preguntó el taxista.
– Ciento diez High Holborn y sin perder tiempo -dijo Charlie.
– Creo que en esa dirección es más probable que encontremos un abogado que un ginecólogo -comentó Cathy-, Y espero que tengas una explicación digna de por qué me estoy perdiendo la cena con un hombre que me ha pedido la primera cita en semanas.
– No inmediatamente -confesó Charlie-. Todo lo que necesito que hagas por el momento es firmar un documento antes de la medianoche, y luego te prometo que vendrá la explicación.
Unos pocos minutos pasadas las once se detuvo el taxi delante de la oficina del abogado. Charlie bajó del coche y se encontró a Harrison que los esperaba para saludarlos.
– Son ocho con seis, jefe.
– Oh, Dios, no tengo dinero.
– Así es como trata a todas sus chicas -dijo Cathy pasándole al taxista un billete de diez chelines.
Ambos siguieron a Harrison a su oficina donde ya había un montón de documentos dispuestos sobre su escritorio.
– Después de hablar con usted tuve una larga conversación telefónica con mi sobrino en Australia -dijo Harrison a Charlie-. De modo que creo estoy bien informado de todo lo sucedido durante su estancia allí.
– Lo cual es mucho más de lo que puedo decir yo -dijo Cathy desconcertada.
– Todo a su tiempo -dijo Charlie-. Las explicaciones después. Entonces ¿ahora qué? -preguntó volviéndose a Harrison.
– La señorita Ross ha de firmar aquí, aquí y aquí -dijo el abogado sin dar más explicaciones, señalando un espacio entre dos cruces a lápiz en la parte inferior de tres hojas distintas-. Como usted no tiene parentesco alguno con la beneficiaria ni es el beneficiario usted mismo, sir Charles, puede actuar como testigo de la firma de la señorita Ross.
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