Lo que preocupó a Charlie fue la palabra «locales».
Una vez desembarcado del avión corrió de mostrador en mostrador de las distintas líneas aéreas para ver si había algún vuelo a cualquier lugar de Europa que saliera esa noche de Nueva Delhi. Muy pronto descubrió que no salía ningún avión hacia el norte hasta la mañana siguiente. Comenzó a rogar por la velocidad y eficiencia de los ingenieros indios.
Se instaló en la sala de espera, hojeando revista tras revista y bebiendo bebida tras bebida sin alcohol, en espera de cualquier información que le diera luz sobre el destino del vuelo 107. Lo primero que captó fue la novedad de que habían enviado a buscar al ingeniero jefe.
– ¿A buscar? -preguntó-, ¿Qué significa eso?
– Le hemos enviado un coche -le explicó el sonriente funcionario del aeropuerto.
– ¿Un coche? -exclamó Charlie-, Pero ¿por qué no se encuentra aquí en el aeropuerto cuando se lo necesita?
– Es su día libre.
– ¿Y no tienen aquí otros ingenieros?
– No para un trabajo de esta magnitud -confesó el zarandeado empleado.
Charlie se golpeó la frente con la palma de la mano.
– ¿Y dónde vive el ingeniero jefe?
– En algún lugar de Nueva Delhi -fue la respuesta-. Pero no se preocupe, señor, lo tendremos aquí antes de una hora.
El problema con este país, pensó Charlie, es que te dicen exactamente lo que deseas oír.
Por alguna razón el mismo empleado fue incapaz de explicarle después por qué les había llevado dos horas localizar al ingeniero jefe, otra hora para traerlo al aeropuerto y otros cincuenta minutos más para que el ingeniero descubriera que necesitaba todo un equipo de tres ingenieros cualificados que acababan de terminar su jornada por esa noche.
Un viejo y desvencijado bus trasladó a todos los pasajeros del vuelo 107 al hotel Taj Mahal en el centro de la ciudad. Allí, sentado en su cama, Charlie se pasó la mayor parte de la noche intentando comunicarse con Becky. Cuando finalmente lo consiguió, la comunicación se cortó antes de que alcanzara a decirle quién era. No se molestó en continuar intentándolo y se durmió.
A la mañana siguiente, cuando el bus los dejó de vuelta en el aeropuerto, allí estaba para recibirlos el empleado del aeropuerto con la misma sonrisa todavía en su lugar.
– El avión saldrá a la hora -prometió.
A la hora, pensó Charlie; en circunstancias normales se habría echado a reír.
Una hora más tarde despegó el avión. Charlie preguntó al sobrecargo a qué hora estaba previsto aterrizar en Heathrow; la respuesta fue que en algún momento del sábado a media mañana: era difícil ser exactos.
Cuando el avión hizo otra escala fuera de programa en Roma el sábado por la mañana, Charlie telefoneó a Becky desde el aeropuerto Leonardo da Vinci. Ella no alcanzó ni a abrir la boca.
– Estoy en Roma -dijo él-, y necesitaré a Stan para que vaya a recogerme a Heathrow. Como no puedo saber a qué hora llegará el avión, dile que salga hacia el aeropuerto ahora mismo y que se siente a esperar. ¿De acuerdo?
– Sí -dijo Becky.
– También necesitaré a Harrison en su oficina, de modo que si ya ha desaparecido para pasar el fin de semana en el campo, pídele que deje todo y vuelva a Londres.
– Pareces algo molesto, cariño.
– Lo siento -dijo él-. No ha sido éste el más relajado de los viajes.
Con el cuadro bajo el brazo y sin interesarse por cuál sería el problema del avión esta vez ni dónde acabaría su maleta, tomó el primer vuelo europeo disponible para Londres esa tarde. Una vez en el aire, comenzó a consultar su reloj cada diez minutos. A las ocho de la noche el piloto cruzó el canal de la Mancha y Charlie se sintió confiado: aún le quedaban cuatro horas, tiempo más que suficiente para reivindicar los derechos de Cathy, siempre que Becky hubiera logrado localizar a Harrison.
Mientras el avión sobrevolaba en círculos sobre Londres de la forma acostumbrada, Charlie miró por la ventanilla oval y contempló el serpenteante Támesis.
Pasaron otros veinte minutos y ahora veía frente a él las dos hileras de luces de la pista de aterrizaje. En seguida vio la bocanada de humor al tocar tierra las ruedas, y el avión se dirigió hacia la puerta asignada. Finalmente se abrieron las puertas del avión a las ocho y veintinueve minutos.
Cogió el cuadro y corrió todo el trayecto hasta el control de pasaportes, luego la aduana. No se detuvo hasta ver una cabina de teléfonos, pero como no tenía monedas para hacer una llamada local, tuvo que llamar a través de la operadora con cobro revertido. Un momento después escuchó a Becky.
– Becky, estoy en Heathrow. ¿Dónde está Harrison?
– En viaje de regreso desde Tewkesbury. Espera estar en su oficina alrededor de las nueve y media, a las diez a más tardar.
– Bien, entonces iré directamente a casa. Debería estar contigo en cuarenta minutos.
Colgó de un golpe el receptor, miró su reloj y vio que no tenía tiempo para llamar al doctor Miller. Corrió a la acera notando entonces la brisa fría. Stan le esperaba junto al coche. Con los años, el ex brigada se había acostumbrado a la impaciencia de Charlie y le condujo sin tropiezos por las afueras de Londres sin hacer caso de la limitación de velocidad hasta llegar a Chiswick, donde hasta una moto habría sido detenida por exceso de velocidad. A pesar de la lluvia torrencial tuvo de regreso a su jefe en Eaton Square a las nueve y dieciséis.
Charlie estaba a medio camino de su narración a una callada Becky de todo lo que le había sucedido en Australia, cuando llamó Harrison para decir que ya estaba en su oficina en High Holborn. Charlie le dio las gracias y le transmitió los saludos de su sobrino y le pidió disculpas por estropearle el fin de semana.
– No se habrá estropeado si las noticias son positivas -dijo Harrison.
– Guy Trentham tuvo más descendencia.
– No creo que me haya hecho venir de Tewkesbury para contarme los últimos detalles del Internacional de cricket en Melbourne -dijo Harrison-. ¿Hombre o mujer?
– Mujer.
– ¿Legítima o ilegítima
– Legítima.
– Entonces puede reivindicar sus derechos sobre la propiedad en cualquier momento antes de la medianoche.
– ¿Tiene que hacerlo ante usted en persona?
– Eso es lo que estipula el testamento -dijo Harrison -. Sin embargo, si está en Australia puede hacerlo con Roberts Trevor, ya que a él le he dado…
– No, está en Inglaterra y la tendré en su oficina antes de la medianoche.
– A propósito, ¿cómo se llama? -preguntó Harrison-. Lo pregunto para poder preparar los papeles.
– Cathy Ross -dijo Charlie-. Pero pídale a su sobrino que se lo explique todo porque no tengo tiempo disponible -añadió colgando antes de que Harrison pudiera contestar.
Corrió al vestíbulo en busca de Becky.
– ¿Dónde está Cathy? -le preguntó.
– Fue a un concierto en el Festival Hall. Mozart, creo que dijo, fue con un nuevo galán de la city.
– Muy bien, vámonos -dijo Charlie.
– ¿Vamos?
– Sí, vámonos -dijo Charlie prácticamente gritando y ya en la puerta.
Ya había subido al coche cuando se dio cuenta de que no tenía chófer. Se bajó y volvió a la casa encontrándose con Becky que casi corría en sentido opuesto.
– ¿Dónde está Stan?
– Probablemente cenando en la cocina.
– Muy bien -dijo Charlie pasándole las llaves-. Tú conduces, yo hablo.
– Pero ¿a dónde vamos?
– Al Festival Hall.
– Qué divertido -comentó Becky-, después de todos estos años, y yo sin saber que te gustaba Mozart.
Becky subió al coche y se instaló tras el volante mientras él corriendo daba la vuelta para sentarse junto a ella en el asiento delantero. Salió el coche y Becky condujo con destreza por entre el tráfico nocturno mientras Charlie continuaba su relato de los detalles de sus descubrimientos en Australia, explicándole lo urgente que era encontrar a Cathy antes de la medianoche. Ella lo escuchaba con atención sin interrumpir.
Читать дальше