Charlie le pasó el papel al chófer y éste miró la dirección.
– Pero eso queda casi a ciento cincuenta kilómetros -dijo el hombre mirando por encima del hombro.
– Entonces no tenemos un momento que perder, ¿verdad?
El conductor hizo arrancar el motor y salió del antepatio del club de campo. Pasó junto al campo de cricket de Melbourne, donde Charlie vio que alguien había conseguido 147 en dos turnos. Su primer viaje a Australia, pensó fastidiado, y no tenía tiempo para asistir al partido internacional. El viaje por la autopista norte duró otra hora y media, tiempo que empleó en considerar qué método debería emplear con el señor Slade, suponiendo que no estuviera, para citar a Sinclair-Smith, «completamente gaga». Después de pasar el letrero indicador de Ballarat, el conductor paró en una gasolinera. Una vez lleno el depósito, el encargado les orientó, y les llevó otros diez minutos ir a parar delante de una casita con terraza situada en una propiedad en decadencia.
Charlie saltó fuera del coche, recorrió un corto sendero cubierto de malas hierbas y llamó a la puerta. Esperó un momento y le abrió una anciana con delantal; llevaba un vestido color pastel que casi arrastraba por el suelo.
– ¿La señora Slade? -preguntó.
– Sí -replicó ella mirándole con desconfianza.
– ¿Me sería posible hablar un momento con su marido?
– ¿Para qué? -preguntó la anciana-. ¿Es usted de asistencia social?
– No, soy de Inglaterra -repuso Charlie-, Y le traigo a su marido un pequeño legado de parte de mi tía, la señora Trentham, que falleció no hace mucho.
– Oh, qué amabilidad -dijo la señora Slade-, Pase.
La anciana le guió hacia la cocina, donde vio a un anciano vestido con chaqueta de punto, una limpia camisa a cuadros y pantalones bombachos, dormitando en un sillón junto a la chimenea.
– Hay un hombre que ha venido desde Inglaterra especialmente para verte, Walter.
– ¿Qué? -dijo el hombre restregándose los ojos con sus huesudos dedos para ahuyentar el sueño.
– Un hombre que viene de Inglaterra -repitió su esposa-. Con un regalo de la señora Trentham.
– Soy demasiado viejo para llevarla en coche ahora -Sus cansados ojos se entrecerraron al mirar a Charlie.
– No, Walter, no lo entiendes. Es un familiar que ha venido desde Inglaterra con un regalo. Verás, ella murió.
– ¿Murió?
Ambos miraban ahora a Charlie con curiosidad y él sacó rápidamente su billetero, retiró todos los billetes que llevaba, y se los dio a la señora Slade.
Ella comenzó a contar los billetes lentamente mientras Walter Slade continuaba mirando fijamente a Charlie, haciéndole sentir tremendamente incómodo, parado allí en el limpísimo suelo de piedra.
– Ochenta y cinco libras, Walter -dijo, pasándole el dinero a su marido.
– ¿Por qué tanto? -preguntó-. ¿Y después de tanto tiempo?
– Usted le hizo un gran servicio -dijo Charlie-. Y ella simplemente deseaba compensarle.
El anciano comenzó a mirar con sospecha a Charlie.
– Ya me pagó a su tiempo -dijo.
– Ya lo sé, pero…
– Y he mantenido cerrada la boca -añadió el anciano.
– Ése es sólo un motivo más para estarle agradecida -dijo Charlie.
– ¿Quiere decir que ha hecho un viaje desde Inglaterra sólo para pagarme ochenta y cinco libras? -preguntó el señor Slade-. Eso me parece absurdo, muchacho. -De pronto parecía mucho más despierto.
– No, no -dijo Charlie, notando que perdía la iniciativa-. He tenido que entregar un montón de otros legados antes de venir aquí, pero no me fue fácil encontrarle.
– No me extraña. Hace veinte años que dejé de conducir.
– Usted es de Yorkshire, ¿verdad? -dijo Charlie sonriendo-.
Reconocería ese acento en cualquier parte.
– Eh, muchacho, y usted es de Londres. Lo cual significa que no es de confianza. Así pues, ¿para qué ha venido a verme en realidad? Porque no fue para entregarme ochenta y cinco libras, eso seguro.
– No logro encontrar a la niñita que acompañaba a la señora Trentham cuando usted la llevó en coche -dijo Charlie arriesgando el todo por el todo-. Verá, le han dejado una gran herencia.
– Imagínate, Walter -dijo la señora Slade.
El rostro del señor Slade permaneció inmutable.
– En cierto modo es mi deber localizarla e informar a la dama de su buena fortuna.
La cara de Slade continuaba impasible mientras Charlie proseguía la lucha.
– Y pensé que usted era la persona que podría ayudarme.
– No, no le ayudaré -replicó Slade-, Y aún más, puede quedarse el dinero -añadió arrugando los billetes y arrojándoselos a los pies-, Y no se tome la molestia de aparecer por aquí de nuevo con sus falsas historias de fortunas. Acompaña a la puerta al caballero, Elsie.
La señora Slade se agachó y recogió cuidadosamente los billetes pasándoselos a Charlie. Cuando hubo entregado el último, condujo silenciosamente al desconocido hasta la puerta.
– Tenga la bondad de disculparme, señora Slade -le dijo Charlie-. No tenía la menor intención de ofender a su marido.
– Lo sé, señor -dijo ella-, Pero es que Walter ha sido siempre muy orgulloso. Dios sabe lo que hubiéramos podido hacer con el dinero.
Charlie sonrió y metió los arrugados billetes en el delantal de la anciana y se llevó rápidamente un dedo a los labios.
– Si usted no se lo dice, yo tampoco -le dijo. Con una leve inclinación de cabeza se dio media vuelta y se puso en marcha hacia el coche.
– Yo nunca vi a ninguna niñita -dijo ella con voz apenas audible. Charlie se detuvo en seco-. Pero Walter una vez llevó a una señora de mucha alcurnia a ese orfanato que está en Rose Hill en Melbourne. Lo sé porque yo estaba fuera en el jardín y él me lo dijo.
Charlie se volvió para darle las gracias, pero ella ya había cerrado la puerta y desaparecido dentro de la casa.
Charlie subió al coche sin un penique y con un solo nombre al que agarrarse, consciente de que, sin duda, el anciano podría haberle solucionado todo el misterio. Si no, habría dicho, «No, no lo sé», y no «No, no le ayudaré», cuando él se lo pidió.
Maldijo su estupidez varias veces durante el viaje de regreso a la ciudad.
– Roberts, ¿hay algún orfanato en Melbourne? -fueron sus primeras palabras al entrar a grandes zancadas en la oficina del abogado.
– El de Santa Hilda -dijo Neil Mitchell antes que su socio comenzada a pensar en la pregunta-. Sí, queda en algún sitio de Rose Hill. ¿Por qué?
– Ése es -dijo Charlie consultando su reloj -. Son algo así como las siete de la mañana, hora de Londres, y estoy algo cansado, así que me voy al hotel a dormir un poco. Mientras tanto necesito las respuestas a unas cuantas preguntas. Para empezar, necesito saber todo lo que se pueda averiguar sobre Santa Hilda, comenzando por los nombres de todos los miembros del personal que trabajaban allí entre mil novecientos veinticuatro y mil novecientos veintisiete, desde el director o directora hasta la última sirvienta. Y si aún queda alguien allí de esa época, hay que descubrirlo, porque deseo verla o verlas, y antes de veinticuatro horas.
Dos de los secretarios de la oficina de Mitchell habían comenzado a tomar nota a toda velocidad tratando de no perderse nada de lo que iba diciendo Charlie.
– También deseo saber los nombres de todas las niñitas registradas allí entre esos mismos años. Recuerden, buscamos a una niñita que no podía tener más de cuatro años en ese tiempo. Y cuando tengan todas las respuestas, despiértenme, sea la hora que sea.
A la mañana siguiente Trevor Roberts llegó al hotel de Charlie poco antes de las ocho y se encontró a su cliente instalado ante un buen desayuno de huevos, tomate, champiñones y bacon. Aunque a Roberts se le notaba cansando y sin afeitar, era portador de noticias.
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