– Un Montecristo, por favor -dijo Charlie sacando un billete de una libra de su billetero y colocándolo frente al camarero. Éste abrió un antiguo humidor para que diera su aprobación-, ¿Lleva mucho tiempo aquí? -preguntó.
– Serán cuarenta años el mes que viene -dijo el camarero al tiempo que otro billete de una libra caía sobre el primero.
– ¿Tiene buena memoria?
– Me complace pensar que sí -repuso el camarero mirando los dos billetes.
– ¿Recuerda a una señora de apellido Trentham? Inglesa, remilgada, puede que haya estado un par de semanas o más, allá por mil novecientos veintiséis -dijo Charlie acercando los billetes hacia el anciano.
– ¿Recordarla? -exclamó el camarero-. Jamás la olvidaré. En aquel tiempo yo era aprendiz y ella no hacía otra cosa que quejarse todo el tiempo de la comida y del servicio. No podía beber otra cosa que agua, decía que no se fiaba de los vinos australianos y se negó a gastar dinero en los franceses; por eso siempre me mandaban a mí a atender su mesa. Al final del mes se marchó sin decir una palabra y ni siquiera me dio propina. Seguro que me acuerdo de ella.
– Eso describe muy bien a la señora Trentham -dijo Charlie-, ¿Pero llegó a saber para qué vino a Australia? -Sacó otro billete de su billetero y lo colocó sobre los otros.
– No tengo ni idea, señor -dijo tristemente el camarero-. Jamás hablaba con nadie en todo el día, y ni siquiera sé si el señor Sinclair-Smith podría saber la respuesta a su pregunta.
– ¿El señor Sinclair-Smith?
El camarero hizo un gesto por encima del hombro señalando a un caballero mayor sentado solo en una mesa en el rincón opuesto con una servilleta metida en el cuello de la camisa. Estaba muy atareado atacando un buen trozo de tarta a la Selva Negra.
– El actual propietario -explicó el camarero-. Su padre era la única persona con quien hablaba alguna vez la señora Trentham.
– Gracias -dijo Charlie-, ha sido usted muy amable. -El camarero se echó al bolsillo los tres billetes-. ¿Tendría usted la amabilidad de preguntarle al director si puedo hablar con él un momento?
– Por supuesto -dijo el anciano cerrando el estuche y alejándose a toda prisa.
– El director es demasiado joven para recordar…
– Abra bien los ojos, señor Roberts, y es posible que hasta aprenda uno o dos trucos que tal vez no le enseñaron en sus clases de contratos empresariales en la facultad de Derecho -dijo Charlie cortando la punta de su puro.
– ¿Ha preguntado por mí, sir Charles? -dijo el director acercándose a la mesa.
– Me agradaría saber si el señor Sinclair-Smith aceptaría acompañarme a beber algún licor -dijo Charlie entregándole al joven una de sus tarjetas.
– Se lo comunicaré inmediatamente, señor -repuso el director dirigiéndose en seguida a la otra mesa.
– Es hora de que me espere en el vestíbulo nuevamente, Roberts -dijo Charlie-, porque sospecho que mi conducta durante la siguiente media hora podría ofender su sentido de ética profesional.
Miró hacia el otro extremo de la sala donde en ese momento el anciano estaba observando su tarjeta con atención. Roberts lanzó un suspiro y se marchó.
Una gran sonrisa apareció en las mofletudas mejillas del señor Sinclair-Smith. Se levantó de su silla y avanzó anadeando a reunirse con su visitante inglés.
– Sinclair-Smith -dijo con aflautado acento inglés extendiendo su flácida mano.
– Muy amable por acompañarme, amigo -dijo Charlie-. Sé reconocer a un compatriota en cuanto lo veo. ¿Se serviría un coñac?
El camarero desapareció a toda prisa.
– Muy amable de su parte, sir Charles. Espero que mi humilde establecimiento le haya ofrecido una comida tolerable.
– Excelente -contestó Charlie-, Pero es que me lo recomendaron -añadió dando una chupada a su cigarro alegremente.
– ¿Se lo recomendaron? -repitió Sinclair-Smith tratando de disimular su sorpresa-, ¿Puedo preguntarle quién?
– Mi vieja tía, la señora Trentham.
– ¡La señora Trentham! Cielo santo, no hemos visto a la querida señora desde los tiempos de mi difunto padre.
Charlie frunció el entrecejo a la vez que el anciano camarero reaparecía con dos copas de coñac grandes.
– Ella se encuentra bien, espero, sir Charles.
– Mejor que nunca -repuso Charlie-. Y deseaba que usted la recordara.
– Qué amable -contestó Sinclair-Smith agitando el coñac en la gran copa-, Y qué extraordinaria memoria la suya, porque yo era muy joven en ese tiempo, acababa de comenzar a trabajar en el hotel. Ella debe tener ahora…
– Más de noventa -completó Charlie-. Y en la familia aún no tenemos idea de cuál fue el motivo de su viaje a Melbourne -añadió.
– Ni yo -dijo Sinclair-Smith sorbiendo su coñac.
– ¿Usted nunca habló con ella?
– No, jamás. Aunque mi padre y su tía mantenían largas conversaciones, él jamás me contó de qué hablaban.
Charles trató de ocultar su frustración ante ese dato.
– Bueno, si usted no supo el motivo de su visita -dijo-, supongo que no quedará nadie vivo que lo sepa.
– Oh, yo no estaría tan seguro -dijo Sinclair-Smith-. Slade debe de saber, eso es, si es que no está ya completamente gagá.
– ¿Slade?
– Sí, un hombre de Yorkshire que trabajaba en el Club cuando estaba mi padre, en la época en que todavía teníamos un chófer fijo. En realidad, todo el tiempo que se alojó en el Club la señora Trentham siempre insistió en emplear los servicios de Slade. Decía que no quería que la llevara ningún otro.
– ¿Trabaja aquí aún? -preguntó Charlie lanzando una gran nube de humo.
– Cielo santo, no -contestó Sinclair-Smith-. Se retiró hace unos años. Ni siquiera sé si aún vive.
– ¿Viaja mucho a su país actualmente? -preguntó Charlie, convencido de haber obtenido la única información pertinente que esta particular fuente podía ofrecerle.
– La verdad es que no…
Durante los siguientes veinte minutos Charlie se mantuvo echado hacia atrás en su silla, disfrutando de su puro al tiempo que escuchaba hablar al señor Sinclair-Smith de todo, desde el fallecimiento del imperio hasta el lamentable estado del cricket inglés. Finalmente Charlie pidió la cuenta y el propietario se marchó deslizándose discretamente.
El anciano camarero arrastró sus pies hacia la mesa tan pronto vio aparecer sobre el mantel otro billete de una libra.
– ¿Se le ofrece algo, señor?
– Significa algo para usted el apellido Slade?
– ¿El viejo Walter Slade, el chófer del Club?
– El mismo.
– Se retiró hace unos años.
– Eso lo sé, pero ¿vive aún?
– Ni idea -dijo el camarero-. Lo último que supe de él fue que vivía en algún lugar por la región de Ballarat.
– Gracias -dijo Charlie y apagó el cigarro en el cenicero, sacó otro billete de una libra, y fue a reunirse con Roberts en el vestíbulo.
– Telefonee a su oficina inmediatamente -ordenó a su abogado-. Pídales que localicen a un tal Walter Slade, que debe estar viviendo en algún lugar llamado Ballarat.
Roberts se precipitó en dirección de un letrero que decía «teléfono», mientras Charlie se paseaba arriba y abajo del corredor rogando por que el hombre estuviera vivo. A los pocos minutos regresó su abogado.
– ¿Puedo saber qué se propone esta vez, sir Charles? -preguntó entregándole un papel con la dirección de Walter Slade escrita en letras mayúsculas.
– -Nada bueno, eso seguro -dijo Charlie leyendo el papel-. Para esto no le necesito a usted, joven amigo, pero sí necesitaré el coche. Nos veremos en la oficina a mi vuelta… y no sé a qué hora. -Le hizo un gesto de despedida al pasar por la puerta dejando a un perplejo Roberts solo en el vestíbulo.
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