El obispo de Reims llegó en avión a Londres el jueves. Fue recibido por una hilera de fotógrafos que dispararon sin cesar sus flashes antes de que se trasladara en coche a Westminster, donde se alojaría como huésped del arzobispo.
El obispo accedió a visitar la galería a las cuatro de aquella misma tarde, y podía disculparse a cualquiera que paseara por Chelsea Terrace si creía que Frank Sinatra estaba a punto de aparecer en persona. Tres filas de gente esperaban ya en el bordillo la llegada del sacerdote.
Recibí al obispo en la entrada de la galería y le presenté a Charlie, quien se inclinó y le besó el anillo episcopal. Creo que el obispo se quedó algo sorprendido al averiguar que Charlie era católico. Dediqué una sonrisa al obispo, cuyo rostro parecía brillar… Un rostro enrojecido por los efectos del vino, no del sol, sospeché. Se deslizó por el pasillo con su larga sotana púrpura. Cathy le guió hasta mi despacho, donde la pintura le aguardaba. Barker, el reportero del Telegraph, se presentó a Simón y le trató como si fuera un personaje del hampa. Me abstuve de ser cordial cuando Simón trató de entablar conversación con él.
El obispo entró en mi pequeño despacho y aceptó un café. Yo había dispuesto la pintura sobre un caballete y, a instancias de Charlie, había repuesto el antiguo marco negro. Todos nos sentamos alrededor de la mesa en silencio, mientras el sacerdote contemplaba a la Virgen María.
– ¿Me permiten? -preguntó, extendiendo los brazos.
– Desde luego -contesté, y le acerqué el pequeño óleo.
Clavé la vista en sus ojos, mientras el hombre sostenía el cuadro frente a él. Al principio, dedicó el mismo interés a Charlie, al que nunca había visto tan nervioso. También echó un vistazo a Barker, cuyos ojos, en contraste, brillaban de esperanza. Después, el obispo concentró su interés en el cuadro, sonrió y pareció quedar fascinado por la Virgen María.
– ¿Y bien? -preguntó el periodista.
– Bellísima. Una inspiración para cualquier no creyente.
Barker también sonrió y copió las palabras.
– Este cuadro me trae muchos recuerdos -añadió el sacerdote. Vaciló un momento y yo creí que mi corazón iba a dejar de latir-, pero debo decirle, señor Barker, que no es el auténtico. Una simple copia de la pintura que yo conocía tan bien.
El periodista dejó de escribir.
– ¿Una copia?
– Sí, eso temo. Una copia excelente, pintada probablemente por un joven discípulo del maestro, pero una copia, en fin de cuentas.
Barker, incapaz de ocultar su decepción, dejó el cuaderno sobre la mesa. Parecía que tuviera ganas de protestar.
El obispo se puso en pie e inclinó la cabeza en mi dirección.
– Lamento que le hayan causado tantos problemas, lady Trumper.
Yo también me levanté y le acompañé a la puerta, donde se enfrentó de nuevo a la prensa congregada. Los periodistas guardaron silencio, a la espera de que el obispo hiciera alguna revelación. Pensé por un momento que se lo estaba pasando en grande.
– ¿Es auténtica, obispo? -gritó un periodista.
– Es un retrato de la Santísima Virgen, en efecto -sonrió el obispo-, pero temo que se trata de una copia de escaso valor. -Subió a su coche sin decir nada más y desapareció.
– Qué alivio -exclamé, cuando el coche se perdió de vista. Me volví, pero no vi a Charlie por ninguna parte. Corrí a mi despacho y le encontré allí, sujetando el cuadro con ambas manos. Cerré la puerta para estar solos.
– Qué alivio -repetí-. Ahora, la vida recobrará la normalidad.
– Te habrás dado cuenta, por supuesto, de que éste es el Bronzino -dijo Charlie, mirándome a los ojos.
– No seas tonto. El obispo…
– ¿Te fijaste en cómo lo cogía? Nadie acaricia una falsificación de esa forma. Además, observé sus ojos mientras tomaba la decisión.
– ¿La decisión?
– Sí, la de arruinar o no nuestras vidas, a cambio de su amado Bronzino.
– ¿Quieres decir que hemos poseído una obra maestra durante veinte años sin saberlo?
– Eso parece, pero no estoy seguro de quién se llevó la pintura de la capilla.
– No pensarás que Guy…
– Convengo en que Tommy es más plausible, aunque estoy convencido de que ignoraba el auténtico valor del cuadro…
– ¿Y cómo descubrió Guy dónde estaba, aparte de su valor?
– Tal vez mediante los registros de la compañía, o puede que una conversación casual con Daphne le pusiera sobre la pista.
– Eso no explica cómo descubrió que se trataba de un original.
– Estoy de acuerdo. Sospecho que no lo descubrió, sino que vio en la pintura otra manera de desacreditarme.
– Entonces, ¿cómo…?
– La señora Trentham ha tenido varios años para averiguarlo.
– Santo Dios. ¿Qué papel ha jugado Kitty?
– Una mera distracción que la señora Trentham utilizó para perjudicarnos.
– ¿Hasta dónde llegará esa mujer con tal de destruirnos?
– Lo único que sé es que no se alegrará cuando descubra que su gran proyecto se ha ido al traste.
Me derrumbé en la silla, al lado de mi marido.
– ¿Qué haremos ahora?
Charlie continuaba aferrando la pequeña obra de arte como si temiera que alguien se la fuera a quitar.
– Sólo podemos hacer una cosa.
Aquella noche nos dirigimos en coche a casa del arzobispo y aparcamos frente a la puerta de servicio.
– Es más apropiado -indicó Charlie, antes de llamar a la vieja puerta de roble. Un sacerdote nos abrió y, sin pronunciar una palabra, nos condujo a presencia del arzobispo, que estaba tomando una copa de vino con el obispo de Reims.
– Sir Charles y lady Trumper -anunció el sacerdote.
– Bienvenidos, hijos míos -dijo el arzobispo, levantándose para recibirnos-. Es un placer inesperado -añadió, después de que Charlie le besara el anillo-, ¿Qué os trae a mi casa?
– Tenemos un pequeño regalo para el obispo -dijo, tendiéndole un paquete envuelto en papel a su Excelencia.
La sonrisa del obispo fue idéntica a la que había aparecido en su rostro cuando afirmó que la pintura era una copia. Abrió el paquete poco a poco, como un niño que recibe un regalo sin ser su cumpleaños. Sostuvo la pequeña obra maestra en sus manos durante un rato, antes de ofrecerla a la consideración del arzobispo.
– Verdaderamente magnífica -comentó el arzobispo, examinándola con atención. Después, la devolvió al obispo-. ¿Dónde la colgará?
– Creo que el lugar apropiado será sobre la cruz de la capilla de St. Augustine. Dentro de un tiempo, alguien mucho más versado que yo en estas materias declarará que el cuadro es un original. -Levantó la vista y sonrió, una sonrisa demasiado perversa para venir de un obispo.
El arzobispo se volvió hacia mí.
– ¿Les apetece a usted y a su marido quedarse a cenar con nosotros?
Le agradecí su amabilidad, pero aduje un compromiso previo. Los dos nos despedimos de ellos y salimos de la casa en silencio.
Cuando la puerta se cerró a nuestras espaldas, me pareció oír decir al arzobispo.
– Has ganado la apuesta, Pierre.
– ¿Veinte mil libras? -preguntó Becky, parándose frente al número 141 -, Estás bromeando.
– Es el precio que pide el agente -dijo Tim Newman.
– Pero si la tienda no puede valer más de tres mil libras -dijo Charlie, contemplando el único edificio de la manzana que aún no le pertenecía-. En cualquier caso, firmé un acuerdo con el señor Sneddles…
– Pero no por los libros -señaló el banquero.
– Pero si no queremos los libros -protestó Becky, advirtiendo por primera vez que una pesada cadena y un cerrojo impedían el paso al local.
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