Jeffrey Archer - Como los cuervos

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No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo -el de más fino olfato para la venta- que le guió con su ejemplo en sus primeros tiempos.
Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.

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Cuando Daniel regresó de Estados Unidos, fui a buscarle a Southampton. No sé qué había ocurrido, pero el chico parecía cambiado. Parecía diferente, más sereno, y me dio un gran abrazo nada más verme, lo cual me sorprendió. Durante el trayecto de vuelta a Londres hablamos de los Estados Unidos, que le habían gustado mucho, y le informé, sin entrar en detalles, de los problemas que acuciaban a nuestra solicitud de permiso para construir en Chelsea Terrace. No aparentó excesivo interés por mis noticias, pero, para ser justa, Charlie nunca le había tenido al corriente de los progresos de «Trumper's», en cuanto ambos se dieron cuenta de que Daniel estaba destinado a una carrera universitaria.

Daniel pasó con nosotros las dos semanas siguientes, antes de volver a Cambridge, y hasta Charlie, que no era el más observador de los hombres, comentó que lo encontraba muy cambiado. Seguía siendo tan serio y tranquilo, e incluso introvertido, como siempre, pero nos trataba con tanta ternura que me pregunté si habría conocido a una chica durante su ausencia. Así lo esperé, pero Daniel no mencionó a nadie en particular, a pesar de las trampas que le tendí. Pocas veces había traído chicas a casa en el pasado, y siempre se comportaba con timidez cuando le presentábamos a las hijas de nuestros amigos. De hecho, desaparecía sin dejar rastro cuando Clarissa Wiltshire hacía acto de presencia, lo que ocurría con bastante frecuencia en los últimos tiempos, pues durante las vacaciones del colegio los gemelos trabajaban detrás del mostrador del número 1.

Un mes después del regreso de Daniel, Charlie me dijo que la señora Trentham había retirado todas sus objeciones a nuestro proyecto de enlazar las dos torres. Salté de alegría. Cuando añadió que tampoco iba a reconstruir los pisos, me negué a creerle y supuse al instante que se trataba de una trampa.

– Esta vez, no tengo ni idea de lo que se propone -admitió el propio Charlie. Ninguno de los dos compartíamos la teoría de Daphne de que, con la vejez, se estaba reblandeciendo.

El CML confirmó dos semanas más tarde que todas las objeciones a nuestro proyecto habían sido retiradas y que podíamos iniciar el programa de construcción. Ésta era la señal que Charlie esperaba para informar al mundo exterior de que íbamos a convertirnos en empresa pública.

Charlie convocó una asamblea plenaria para que se aprobaran las resoluciones necesarias.

El señor Merrick, a quien Charlie no había perdonado que le obligara a vender el van Gogh, nos aconsejó que, a fin de reflotar la deuda, eligiésemos el banco mercantil Robert Fleming. El banquero expresó su esperanza de que la empresa recién formada seguiría utilizando Child y Compañía como banco de liquidación. Charlie le hubiera mandado a la mierda de buena gana, pero sabía muy bien que, si cambiaba de banco diez semanas antes de convertirse en sociedad anónima, provocaría inquietud en la City. La junta aceptó por unanimidad ambos consejos, e invitó a Tim Newman, del banco Robert Fleming, a engrosar el consejo de administración. Newman llevó una bocanada de aire puro a la empresa: representaba a la nueva generación de banqueros. Sin embargo, aunque Tim Newman me cayó bien desde el primer momento, no ocurría lo mismo con Paul Merrick.

A medida que se acercaba el día de emitir las obligaciones, Charlie pasaba más tiempo con el banquero mercantil. Entretanto, Tom Arnold asumió la responsabilidad de controlar todas las tiendas, así como de supervisar la construcción del edificio, a excepción del número 1, que aún era mi dominio personal.

Yo había decidido, varios meses antes del anuncio definitivo, que quería montar una gran venta en la casa de subastas, coincidiendo con la declaración de Charlie anunciando que nos convertíamos en empresa pública, y confiaba ciegamente en que la colección italiana, a la que había dedicado gran parte de mi tiempo, sería la oportunidad ideal para que Chelsea Terrace, 1, cobrara la importancia que merecía.

Mi jefe de investigaciones, Francis Lawson, había tardado casi dos años en reunir cincuenta y nueve lienzos, pintados entre 1519 y 1768. Nuestra mejor pieza era un Canaletto (La basílica de San Marcos), un cuadro que una anciana tía de Daphne, residente en Cumberland, le había legado.

– No es tan bueno como los dos que Percy tiene en Lanarkshire -nos dijo, con su estilo inimitable-. De todos modos, confío en que el cuadro alcance un precio justo, querida. Si no es así, en el futuro tendré que visitar Sotheby's con más asiduidad.

Fijamos un precio mínimo para el cuadro de treinta mil guineas. Insinué a Daphne que se trataba de una cifra muy sensata, recordándole que el precio máximo obtenido por un Canaletto se elevaba a treinta y ocho mil guineas, subastado en Christie's el año anterior.

Mientras ultimaba los preparativos de la venta, Charlie y Tim Newton dedicaban casi todo su tiempo a visitar instituciones, bancos, compañías financieras y grandes inversores, informándoles de por qué arriesgaban su dinero en «el carretón más grande del mundo».

Tim se sentía optimista sobre el desenlace y creía que el número de peticiones superaría al de las acciones en venta. Aun así, consideraba que Charlie y él debían ir a Nueva York para despertar el interés de los inversores norteamericanos. Charlie calculó que debía volver del viaje a los Estados Unidos el día anterior a la subasta, y tres semanas antes de que nuestra oferta de obligaciones se abriera al público.

Sucedió un lunes de enero por la mañana. Es posible que no me encontrara en mi mejor momento, pero habría podido jurar que reconocí a una clienta que charlaba animadamente con una de nuestras empleadas nuevas. Lamenté no conseguir ubicar a aquella mujer madura, cuyo aspecto indicaba que se encontraba en dificultades de índole económica, y que tal vez se vería obligada a vender parte de su herencia.

En cuanto se marchó me acerqué al escritorio y pregunté a Cathy quién era.

– Una tal señora Bennett -contestó la muchacha. Como el nombre no significó nada para mí, le pregunté qué deseaba.

Cathy me tendió un pequeño óleo de la Virgen María y el Niño.

– La señora me preguntó si esta pintura podía aún incluirse en la subasta de piezas italianas. Ignoraba su procedencia, y por su aspecto pensé si no se trataría de una obra robada.

Miré el pequeño óleo y comprendí al instante que la mujer era la hermana menor de Charlie.

– Yo me ocuparé de esto.

– Por supuesto, señora Trumper.

Subí en ascensor a la última planta, pasé junto a Jessica Allen y entré en el despacho de Charlie. Le di el cuadro para que lo examinara y le expliqué cómo había venido de nuevo a parar a nuestras manos.

Apartó los papeles del escritorio a un lado y contempló el cuadro durante un rato, sin decir una palabra.

– Bien, una cosa es cierta -dijo por fin-. Kitty nunca nos dirá cómo o dónde lo consiguió, pues de lo contrario habría acudido directamente a verme.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Ponerlo a la venta, tal como ha dicho, porque te aseguro que nadie va a pujar por él más que yo.

– Pero si lo único que quiere es algo de dinero, ¿por qué no le haces una oferta justa por el cuadro?

– Si Kitty quisiera dinero, habría acudido directamente a mí. No, nada le gustaría más que verme de rodillas ante ella, para variar.

– ¿Y si robó el cuadro?

– ¿A quién? Y aunque lo haya hecho, nada nos impide indicar en el catálogo la procedencia auténtica. Al fin y al cabo, la policía guardará todavía los detalles del robo en sus expedientes.

– ¿Y si Guy se lo dio?

– Guy está muerto -me recordó concisamente.

El interés que la prensa y el público dedicaban a la venta me complajo en extremo. Se produjo otro buen augurio cuando algunos conocidos críticos de arte y coleccionistas fueron vistos la semana anterior, examinando los cuadros que se exhibían en la galería principal.

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