– Estoy de acuerdo -intervino el señor Harrison. Daba su opinión tan pocas veces que, cuando lo hacía, todo el mundo le prestaba atención.
– Propongo, pues, que autoricemos al señor Selwyn a negociar en nuestro nombre -continuó Daphne-, Confiemos en que halle una forma de evitar la huelga general, sin acceder a todas las exigencias del sindicato.
– Me gustaría intentarlo -dijo Selwyn-, Informaré a la junta en la siguiente reunión. -Becky admiró una vez más la pericia con que Daphne y Arthur Selwyn habían desmontado una bomba de relojería que el presidente habría dejado estallar alegremente sobre la mesa de conferencias.
– Gracias, Arthur -dijo Charlie, algo a regañadientes-. Adelante con ello. ¿Algún otro tema?
– Sí -contestó Becky-. Deseo informar a la junta de que celebraré una subasta de plata georgiana a final de mes. Los catálogos se enviarán dentro de un par de días, y espero la asistencia de todos los directores que estén libres en esa fecha.
– ¿Cómo se saldó la última venta de antigüedades? -preguntó el señor Harrison.
Becky consultó su carpeta.
– La subasta recaudó cuarenta y cuatro mil setecientas libras, de las que el siete y medio por ciento corresponden a «Trumper's».
Sólo tres objetos no alcanzaron el precio mínimo fijado, y fueron devueltos.
– Mi curiosidad por el éxito de la subasta -indicó el señor Harrison- se debe a que mi querida esposa compró un aparador Carlos II.
– Uno de los objetos más bellos que se subastaban -comentó Becky.
– Mi esposa pensó lo mismo, porque pujó mucho más alto de lo que pensaba en un principio. Le estaré muy agradecido si no le envía el catálogo de la subasta de plata.
Los demás miembros de la junta estallaron en carcajadas.
– He leído en algún sitio -dijo Tim Newman -que «Sotheby's» está considerando la idea de elevar al diez por ciento su comisión por cada venta.
– Lo sé -contestó Becky-. Por eso me niego a imitarles hasta dentro de un año, como mínimo. Si quiero seguir robándoles sus mejores clientes, he de mostrarme competitiva a corto plazo.
Newman asintió con la cabeza.
– Sin embargo -prosiguió Becky-, si mantengo el siete y medio durante 1950, mis beneficios no serán tan altos como había pensado, pero mientras los principales vendedores sigan acudiendo a nosotros, seguiré haciendo frente al problema.
– ¿Y los compradores? -preguntó Paul Merrick.
– No constituyen ningún problema. Si tenemos el producto que desean, los compradores no dejarán de llamar a nuestra puerta. Son los vendedores el fluido vital de nuestra sala de subastas y, por lo tanto, tienen tanta importancia como los compradores.
– Menudo negocio te has montado -sonrió Charlie-. ¿Algún otro tema?
Como nadie habló, Charlie agradeció a todos los miembros de la junta su asistencia.
– La reunión de la junta se celebrará a las diez, seguida de la asamblea general a las doce. -Se levantó de su asiento, la señal habitual de que la reunión había concluido.
Becky recogió sus papeles y volvió a la galería en compañía de Simón.
– ¿Has hecho el recuento para la subasta de la plata? -preguntó ella, entrando en el ascensor.
– Sí. Terminé anoche. Ciento treinta y dos objetos en total. Calculo que obtendremos unos beneficios aproximados de siete mil libras.
– He visto el catálogo esta mañana -dijo Becky-. Me da la impresión de que Cathy ha hecho un trabajo excelente. Sólo descubrí uno o dos errores, pero me gustaría examinar las pruebas definitivas antes de enviarlo a la imprenta.
– Por supuesto. Le diré que le lleve las hojas sueltas a su despacho esta tarde.
Salieron del ascensor.
– Esa chica es un auténtico hallazgo -comentó Becky-, Dios sabe lo que hacía trabajando en ese hotel antes de acudir a nosotros. La echaré mucho de menos cuando vuelva a Australia.
– Corren rumores de que piensa quedarse.
– Una buena noticia. Creía que pensaba pasar un sólo año en Londres, antes de regresar a Melbourne.
– Es lo que ella había planeado en un principio. Sin embargo, es posible que la haya convencido de prolongar su estancia.
Becky quiso pedirle más detalles a Simón, pero cuando puso el pie en la galería se vio rodeada de empleados, ansiosos de llamar su atención.
Tras solucionar varias dudas, Becky preguntó a una de las chicas que atendían en el mostrador que localizara a Cathy y la enviara a su despacho.
– No está aquí en este momento, lady Trumper. La vi salir hace una hora.
– ¿Sabes adonde fue?
– Ni idea, lo siento.
– Bien, dile que vaya a mi despacho en cuanto vuelva. Entretanto, ¿puedes enviar estas pruebas del catálogo de la plata?
Becky se paró varias veces para hablar de algunos problemas surgidos en su ausencia, de modo que cuando se sentó ante su escritorio las pruebas ya la estaban esperando. Pasó las páginas poco a poco, examinando la foto de cada objeto y la detallada descripción. Estuvo de acuerdo con Simón: Cathy Ross había realizado un trabajo excelente. Estaba estudiando la fotografía de un bote de mostaza georgiano, adquirido por Charlie en «Christie's», cuando una joven llamó a la puerta y asomó la cabeza.
– ¿Quería verme?
– Sí. Entra, Cathy. -Becky miró a la muchacha alta, delgada, de rubio cabello rizado y un rostro que aún no había perdido todas sus pecas. Le gustaba pensar que, en otro tiempo, su silueta había sido tan esbelta como la de Cathy, pero el espejo del cuarto de baño le recordaba sin piedad que se estaba acercando a su cincuenta cumpleaños. Sólo quería examinar las pruebas definitivas del catálogo de la plata antes de enviarlas a la imprenta.
– Siento no haber estado aquí cuando volvió de la reunión. Sucedió algo que me preocupó. Tal vez exagere, pero creo que debo contárselo.
Becky se quitó las gafas, las dejó sobre el escritorio y la miró con gravedad.
– Te escucho.
– ¿Se acuerda de aquel hombre que provocó tanto alboroto durante la subasta italiana acerca del Bronzino?
– ¿Crees que puedo olvidarle?
– Bien, esta mañana volvió a la galería.
– ¿Estás segura?
– Bastante. Corpulento, cabello castaño, bigote pelirrojo y tez cetrina. Hasta tuvo la cara dura de llevar otra vez aquella espantosa chaqueta de tweed y la corbata amarilla.
– ¿Qué quería esta vez?
– No estoy segura, aunque le vigilé todo el rato. No habló con ningún empleado, pero se interesó mucho por algunos objetos de la subasta de plata… El lote 19, en particular.
Becky volvió a calarse las gafas y pasó las páginas del catálogo hasta localizar el objeto en cuestión: «Servicio de té georgiano compuesto de cuatro piezas, tetera, azucarero, colador y tenacillas para el azúcar, circa 1820. Valor estimado, setenta libras».
Becky reparó en las letras «AH» impresas en el margen.
– Uno de nuestros mejores artículos.
– Y él está de acuerdo con usted, por lo visto, porque pasó mucho tiempo examinando cada pieza por separado y tomando gran cantidad de notas antes de irse. Incluso comparó la tetera con una fotografía que había traído.
– ¿Nuestra fotografía?
– No, la trajo él.
– ¿De veras? -Becky estudió de nuevo la foto del catálogo.
– Y la razón por la que yo no estaba cuando usted llegó de la reunión es que decidí seguirle cuando se marchó de la galería.
– Buenos reflejos -sonrió Becky-, ¿Adonde se dirigió nuestro hombre misterioso?
– A Chester Square. Una casa grande situada a mano derecha. Dejó un paquete en el buzón, pero no entró.
– ¿El número diecinueve?
– Exacto -se sorprendió Cathy-. ¿Le conoce?
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