– Estaba en clase de educación física, haciendo un examen. Una parte consistía en subir por una cuerda que colgaba del techo. En el instituto no tenía la forma física que tengo ahora.
King suspiró.
– Naturalmente.
– De manera que me preocupaba no llegar hasta arriba. Al final, ése no fue el problema. El problema fue bajar, porque al haber subido con la cuerda entre las piernas se me había puesto dura.
– Pues ahí lo tienes-dijo King-. Pregunta a diez personas, y la mitad no será capaz de recordar nada concreto del instituto, lo habrán bloqueado. La otra mitad recordará un momento doloroso o embarazoso. Se te queda para toda la vida.
– Eso es increíblemente deprimente-comentó Jordan.
– Bueno, la mayoría de nosotros crece y se da cuenta de que, en el gran esquema de la vida, esos incidentes son sólo una parte pequeña del puzzle.
– ¿Y los que no se dan cuenta?
King miró a Jordan.
– Se convierten en Peter.
El motivo por el cual Alex estaba rebuscando en el armario de Josie era, en primer lugar, porque Josie le había agarrado la falda negra y no se la había devuelto, y Alex la necesitaba para esa noche. Tenía una cena con Whit Hobart, su antiguo jefe, que se había jubilado de la oficina de abogados de oficio. Tras la audiencia del día, en que la acusación había presentado la moción para recusarla, necesitaba un consejo.
Encontró la falda, pero encontró también un tesoro oculto. Alex se sentó en el suelo, con una caja abierta en el regazo. El fleco de un antiguo vestido de Josie de las clases de jazz que había tomado cuando tenía seis o siete años le cayó en la mano como un susurro. La seda era fría al tacto. Estaba sobre la falsa piel de un disfraz de tigre que Josie había llevado un Halloween y que había guardado para disfrazarse, la primera y única incursión de Alex en la costura. A mitad de la tarea, se había dado por vencida y lo había enganchado a la tela con pegamento. Alex tenía previsto llevarse a Josie casa por casa para la petición de caramelos de ese año, pero por aquel entonces era abogada de oficio y habían arrestado a uno de sus clientes. Josie terminó saliendo con los vecinos y sus hijos, y aquella noche, cuando Alex llegó a casa, Josie vació en la cama la funda de almohada llena de caramelos. «Coge la mitad-le dijo Josie-, porque te lo has perdido todo».
Hojeó el atlas que Josie había hecho en primero, coloreando los continentes y laminando las páginas. Leyó las fichas informativas. Encontró una goma para el pelo y se la puso en la muñeca. En el fondo de la caja había una nota, escrita con la caligrafía redondeada de una niña pequeña: Mamá te quiero mucho.
Alex recorrió las letras con los dedos. Se preguntó por qué Josie la había guardado. Por qué no se la había dado nunca a su destinataria. ¿Acaso Josie había esperado tanto que se le había olvidado? ¿Se había enfadado por algo con Alex y había decidido no dársela?
Alex se puso en pie y dejó con cuidado la caja donde la había encontrado. Dobló la falda negra sobre el brazo y se fue a su habitación. Sabía que la mayoría de los padres rebuscaban entre las cosas de sus hijos por si guardaban condones o bolsitas de marihuana, intentando agarrarlos por sorpresa. Para Alex era distinto. Para ella, rebuscar entre las cosas de Josie era la manera de aferrarse a lo que había perdido.
La triste verdad de estar soltero era que Patrick no podía justificar molestarse en cocinar. Tomaba la mayor parte de las comidas de pie frente al fregadero, así que ¿de qué servía llenarlo todo con docenas de tarros, cazuelas e ingredientes frescos? No iba a decirse a sí mismo «Patrick, gran receta, ¿de dónde la has sacado?».
De modo que lo tenía perfectamente organizado. El lunes era la noche de la pizza. El martes, Subway. El miércoles, chino. El jueves, sopa. Y el viernes se comía una hamburguesa en el bar donde solía tomarse una cerveza antes de ir a casa. Los fines de semana eran para las sobras, y siempre había muchas. A veces se limitaba a encargar comida-¿hay alguna frase más triste que «Arroz con camarones y cerdo agridulce para uno»?-, pero en realidad esa rutina le había permitido hacer muchos amigos. Sal, de la pizzería, le daba pan de ajo gratis porque iba cada semana. El tipo del Subway, cuyo nombre Patrick ignoraba, lo señalaba y sonreía. «Una buena pechuga de pavo italiano con extra de queso-mayonesa-olivas y pepinillos-sal-y-pimienta», solía exclamar, el equivalente verbal de su apretón de manos secreto.
Al ser miércoles, estaba en el Dragón Dorado, esperando a que le preparasen lo que había encargado en la hoja del pedido. Vio que May movía la sartén en la cocina-siempre se preguntaba dónde demonios podría comprar alguien un wok tan grande-, y prestó atención a la televisión que había en la barra, donde la partida de los Sox acababa de comenzar. Una mujer estaba sentada sola, rompiendo el borde del posavasos mientras esperaba a que el camarero le trajera la bebida.
Ella le daba la espalda, pero Patrick era un detective, y podía deducir algunas cosas de lo que veía. Como que tenía un buen culo, por un lado, y que debería deshacerse el moño de bibliotecaria que llevaba y dejar que el pelo le cayera por los hombros. Vio que el camarero-un coreano llamado Spike, nombre que a Patrick siempre le sonaba divertido-abría una botella de Pinot Noir, de manera que archivó también ese detalle: ella tenía clase. Nada con una pequeña sombrilla de papel dentro.
Se deslizó por detrás de la mujer y le dio a Spike uno de veinte.
– La invito-dijo Patrick.
Ella se dio la vuelta, y por un momento Patrick se quedó inmóvil, preguntándose cómo era posible que aquella mujer misteriosa tuviese la cara de la jueza Cormier.
A Patrick le vino un recuerdo de haber estado en el instituto, con quince o dieciséis años, y haber catalogado de Nena Sexy en Potencia a la madre de un amigo antes de darse cuenta de quién era en realidad. La jueza le quitó a Spike el billete de veinte dólares de las manos y se lo devolvió a Patrick.
– No puede pagarme una bebida-dijo, y sacó algo de dinero del monedero para dárselo al camarero.
Patrick se sentó en el taburete junto a ella.
– Bueno, pero usted sí puede pagarme una a mí-dijo.
– No creo-contestó ella mirando alrededor-. No creo que deban vernos hablando juntos.
– El único testigo es la carpa de la pecera, junto a la caja registradora. Creo que está a salvo-replicó Patrick-. Además, sólo estamos hablando. No estamos hablando del caso. Todavía se acuerda de cómo hablar fuera de un juzgado, ¿verdad?
Ella agarró el vaso de vino.
– Por cierto, ¿qué hace aquí?
Patrick bajó la voz.
– Llevo un caso de drogas de la mafia china. Importan opio sin refinar en los paquetes de azúcar.
Ella abrió los ojos desorbitadamente.
– ¿En serio?
– No. Además, ¿se lo diría si fuera verdad?-preguntó él sonriendo-. Estoy esperando mi pedido. ¿Y usted?
– Espero a alguien.
Cuando ella dijo eso, él se dio cuenta de que estaba disfrutando de su compañía. Le encantaba ponerla nerviosa, algo que, la verdad, no era tan difícil. La jueza Cormier le recordaba al Gran y Poderoso Oz: todo voces, campanas y silbidos, pero cuando retirabas la cortina no era más que una mujer normal.
Y tenía un buen culo.
Él sintió que el calor se le subía a la cabeza.
– Familia feliz-dijo Patrick.
– ¿Perdón?
– Es lo que he pedido. Sólo intentaba ayudarla en nuestra conversación casual.
– ¿Sólo ha pedido un plato? Nadie va a un restaurante chino y pide un único plato.
– Bueno, no todos tenemos chicos en edad escolar en casa.
Ella pasó el dedo por el borde de la copa de vino.
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