Peter estaba haciendo abdominales, cosa que odiaba. En realidad, odiaba cualquier forma de ejercicio, pero las alternativas eran abandonarse y reblandecerse tanto que cualquiera pensase que podía meterse contigo, o salir afuera durante la hora al aire libre. Fue un par de veces, no a jugar a baloncesto, ni a correr, ni a hacer intercambios clandestinos cerca de la valla para conseguir drogas o cigarros introducidos en el correccional, sino sólo para estar fuera y respirar aire que no hubiesen respirado los otros presos del lugar. Desafortunadamente, desde el patio se veía el río. Parecía una ventaja, pero de hecho era la peor tomadura de pelo. A veces, el viento soplaba de tal manera que Peter lo olía, la tierra de la orilla y el agua fría, y lo destrozaba saber que no podía ir allí, sacarse los zapatos y los calcetines, meterse en el agua, nadar y ahogarse si le daba la gana. Después, dejó de salir.
Peter terminó sus cien abdominales-lo irónico era que, después de un mes, estaba tan fuerte que probablemente podría patear al mismo tiempo los culos de Matt Royston y Drew Girard-, y se sentó en su litera con el formulario de peticiones. Una vez a la semana, podías comprar cosas como elixir bucal y papel, a precios absurdamente hinchados. Peter recordó haber ido a St. John un año con su familia. En el supermercado, los cereales costaban algo así como diez dólares, porque eran un lujo. Allí, el champú no era de lujo, pero en la cárcel estabas a merced de la administración, lo que quería decir que te podían pedir tres dólares con veinticinco centavos por una botella o dieciséis dolares por un ventilador. Tu otra alternativa era esperar que un preso que se fuese a la prisión estatal te dejase sus pertenencias, pero a Peter eso le parecía propio de un buitre.
– Houghton-dijo un oficial del correccional de botas pesadas que resonaban en el suelo de metal del pasillo-, tienes correo.
Dos sobres se deslizaron a toda velocidad bajo la litera de Peter. Los agarró, rascando con las uñas el suelo de cemento. La primera carta, que él casi daba por supuesta, era de su madre. Peter recibía correo de su madre al menos tres o cuatro veces por semana. Las cartas solían tratar de estupideces como editoriales en el periódico local o lo bien que estaban sus plantas. Por un momento había pensado que ella quizá le escribía en código algo que él necesitaba saber, algo trascendente e inspirador, pero luego comenzó a darse cuenta de que lo único que hacía era llenar espacio. Entonces dejó de abrir el correo de su madre. En realidad no se sentía mal por eso. Peter sabía que la razón por la cual su madre le escribía no era para que él leyera las cartas, sino para poder decirse a sí misma que le había escrito.
Él no culpaba a sus padres por ser torpes. En primer lugar, él tenía mucha práctica en eso y, en segundo, los únicos que en realidad podían entenderlo eran los que habían estado en el instituto ese día; y ésos no le estaban llenando el buzón con misivas precisamente.
Peter tiró la carta de su madre al suelo y se quedó mirando la dirección del segundo sobre. No la reconoció. No era de Sterling, ni siquiera de New Hampshire. Elena Battista, leyó. Elena de Ridgewood, New Jersey.
Abrió el sobre y leyó la carta.
Peter:
Siento que ya te conozco, porque he estado siguiendo lo que ha sucedido en el instituto. Estoy en la universidad, pero creo que sé por lo que has pasado…porque también yo lo pasé. De hecho, estoy escribiendo mi tesis acerca del acoso escolar. Sé que no puedo esperar que quieras hablar conmigo…pero creo que si hubiese conocido a alguien como tú cuando estaba en el instituto, mi vida habría sido diferente. Quizá no sea tarde…
Sinceramente,
ELENA BATTISTA
Peter golpeó el sobre contra su muslo. Jordan le había dicho específicamente que no podía hablar con nadie; es decir, a excepción de sus padres y del propio Jordan. Pero sus padres eran inútiles y Jordan no había mantenido su parte del trato, que implicaba estar físicamente presente el tiempo necesario para que Peter le contase lo que le pasara por la cabeza.
Además, ella era una universitaria. Era divertido pensar que una universitaria quisiera hablar con él. Por otra parte no iba a decirle nada que ella no supiera ya.
Peter volvió a tomar el formulario de peticiones y marcó la casilla de la tarjeta de saludo estándar.
Un juicio se puede dividir en dos partes distintas: qué ocurrió el día del suceso, que es el tesoro de la acusación; y todo lo que llevó a eso, que es lo que la defensa tiene que presentar. En ese sentido, Selena estaba intentando entrevistar a gente que hubiese estado en contacto con su cliente durante los últimos diecisiete años de su vida. Dos días después de la comparecencia de Peter en el Tribunal Superior, Selena se sentó con el director del Instituto Sterling en su oficina de la escuela de primaria. Arthur McAllister tenía la barba rojiza, la barriga rechoncha y dientes que no mostraba al sonreír. A Selena le recordaba a uno de aquellos horribles osos parlantes de cuando ella era pequeña-Teddy Ruxpin-, y eso empeoró cuando él comenzó a contestar sus preguntas acerca de políticas contra el acoso en el instituto.
– No lo toleramos-dijo McAllister; Selena ya había esperado tal declaración-. Lo controlamos absolutamente.
– De manera que si un chico se dirige a usted para quejarse de que lo molestan, ¿cuáles son las consecuencias para el acosador?
– Una de las cosas que hemos descubierto, Selena, ¿puedo llamarla Selena?, es que si la administración interviene, la situación del chico acosado empeora.-Hizo una pausa-. Sé lo que la gente está diciendo acerca del tiroteo. Que lo están comparando con los de Columbine y Paducah, y los que vinieron luego. Pero yo creo honestamente que no fue el acoso lo que llevó a Peter a hacer lo que hizo.
– Lo que supuestamente hizo-lo corrigió automáticamente Selena-. ¿Guarda usted registros de incidentes de acoso?
– Si va a más, y los chicos terminan en mi despacho, sí.
– ¿Mandaron a alguien a su despacho por haber acosado a Peter Houghton?
McAllister se levantó y sacó una carpeta de un fichero. Se puso a hojearla y se detuvo en una página.
– En realidad, fue Peter el que vino dos veces este año. Por pelearse en el vestíbulo.
– ¿Pelearse?-preguntó Selena-. ¿O defenderse?
Cuando Katie Riccobono hundió cuarenta y seis veces un cuchillo en el pecho de su marido mientras éste dormía, Jordan recurrió al doctor King Wah, un psiquiatra forense especializado en el síndrome de mujeres maltratadas. Se trata de una derivación específica del trastorno de estrés postraumático, según la cual una mujer que haya sido repetidamente maltratada, tanto mental como físicamente, puede temer por su vida de modo tan constante, que la línea entre la realidad y la fantasía se difumine hasta el punto de que se sienta amenazada incluso cuando la amenaza esté inactiva o, en el caso de Joe Riccobono, mientras él dormía la mona de una juerga de tres días.
King les ganó el caso. En los años siguientes, se convirtió en uno de los expertos más destacados en el síndrome de mujeres maltratadas, y apareció como testigo en multitud de procesos por parte de los abogados defensores de todo el país. Sus honorarios se dispararon. Estaba muy solicitado.
Jordan se dirigió a la oficina de King en Boston sin cita previa, imaginando que su encanto lo ayudaría a ganarse a cualquier secretaria que tuviese el doctor. Pero no contaba con una bruja casi jubilada llamada Ruth.
– El doctor está ocupado hasta dentro de seis meses-dijo ella sin molestarse siquiera en mirar a Jordan.
– Pero es una visita personal, no profesional.
– Lo tendré en cuenta-replicó ella con un tono que sugería claramente lo contrario.
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