Sonó el timbre de la puerta.
– Pero si aún no estoy vestida-dijo Alex, presa del pánico.
– Yo le entretengo.
Josie bajó la escalera a toda prisa. Mientras Alex se retorcía para enfundarse un vestido negro y unos zapatos de tacón, podía oír un expectante intercambio de palabras procedente del piso de abajo.
Joe Urquhardt era un banquero canadiense que había sido compañero de habitación del primo de Liz, en Toronto. Era un buen tipo, le había prometido ella. Alex le había preguntado por qué entonces, siendo tan buen tipo, aún seguía soltero.
– ¿Y tú? ¿Por qué no te preguntas eso mismo de ti?-le había replicado Liz, y Alex había tenido que pensarlo unos segundos.
– Yo no soy un buen tipo-había respondido.
Se llevó una agradable sorpresa al descubrir que Joe no tenía la envergadura de un troll, que tenía una mata de pelo castaño ondulado que no parecía enganchada con pegamento a la cabeza, y que tenía dientes. Dejó escapar un silbido cuando vio a Alex.
– Todos de pie-dijo-. Y por todos me refiero también al Señor Feliz.
A Alex se le heló la sonrisa en la cara.
– ¿Querría disculparme un momento?-le pidió, y arrastró a Josie hasta la cocina-. Tierra trágame.
– Cierto, eso ha sido bastante lamentable, pero al menos come verdura. Se lo he preguntado.
– ¿Por qué no sales y le dices que me he puesto malísima?-dijo Alex-. Podríamos salir tú y yo, ¿qué te parece? O alquilar un vídeo, qué sé yo.
A Josie se le borró la sonrisa de la cara.
– Pero mamá, yo ya tengo planes.-Espió por la puerta hacia donde estaba Joe esperando-. Podría decirle a Matt que…
– No, no-dijo Alex, forzando una sonrisa-. Por lo menos que una de las dos se lo pase bien.
Salió de la cocina y se encontró a Joe con un candelabro en la mano, examinándolo por debajo.
– Lo siento mucho, pero me ha pasado una cosa.
– Cuéntamelo, muñeca-dijo Joe con mirada lasciva.
– No, me refiero a que no puedo salir esta noche. Es por un caso urgente-mintió-, tengo que volver al tribunal.
Quizá el hecho de que fuera de Canadá impidió que Joe comprendiera lo increíble e improbable que era que un tribunal celebrara una sesión un sábado por la noche.
– Oh-dijo-. Bueno, lejos de mi intención impedir el buen funcionamiento de los engranajes de la justicia. ¿En otra ocasión, a lo mejor?
Alex asintió con la cabeza, mientras lo acompañaba al exterior. A continuación entró, se quitó los zapatos de tacón y corrió descalza escalera arriba para cambiarse y ponerse el chándal más viejo que encontrara. Se pondría hasta arriba de chocolate para cenar y vería dramones hasta hartarse de llorar. Al pasar junto a la puerta del cuarto de baño, oyó correr el agua de la ducha. Josie se estaba preparando para ir a su cita.
Por un momento, Alex se quedó con la mano apoyada en la puerta, preguntándose cómo la recibiría Josie si entraba y la ayudaba a maquillarse y a arreglarse el pelo, tal como Josie había hecho con ella hacía un momento. Pero para Josie aquello era natural, se había pasado la vida arañando minutos del tiempo de Alex, mientras ésta se preparaba para irse. De algún modo, Alex había dado por sentado que el tiempo era infinito, que siempre tendría a Josie allí esperándola. Nunca había imaginado que algún día sería a ella a la que su hija dejaría.
Por fin, Alex se alejó de la puerta sin llamar. Tenía demasiado miedo a oír que Josie le decía que no necesitaba la ayuda de su madre como para arriesgarse a dar aquel primer paso.
Lo único que había salvado a Josie de un total ostracismo social tras la exposición de Peter en clase de matemáticas había sido su designación simultánea como novia oficial de Matt Royston. A diferencia de casi todo el resto de estudiantes de segundo, que formaban uniones ocasionales (encuentros aleatorios en fiestas, amigos con derecho a roce, etc.), ella y Matt eran pareja. Matt la acompañaba hasta clase y muchas veces, al dejarla en la puerta, le daba un beso delante de todo el mundo. Cualquiera tan estúpido como para asociar el nombre de Peter Houghton con el de Josie habría tenido que rendirle cuentas a Matt.
Cualquiera salvo el propio Peter, se entiende. En el trabajo, parecía incapaz de captar las señales que Josie le enviaba, volviéndose de espaldas cuando él entraba en la misma habitación, ignorándole cuando le hacía una pregunta. Hasta que al final, una tarde, él la había arrinconado en el almacén de repuestos.
– ¿Por qué te comportas así conmigo?-le había preguntado.
– Porque cuando era amable contigo, tú entendías que éramos amigos.
– Pero es que somos amigos-había replicado él.
Josie se le había encarado.
– Tú no eres quién para decidir eso-le había dicho.
Una tarde, en el trabajo, cuando Josie salió a tirar un montón de desechos al contenedor, se encontró a Peter allí. Eran sus quince minutos de descanso, durante los que solía cruzar la calle y comprarse un jugo de manzana. Pero aquel día allí estaba, subido sobre la tapa de metal del contenedor.
– Aparta-dijo ella, alzando las bolsas de desechos.
En cuanto cayeron al fondo del contenedor, saltó una lluvia de chispas.
Casi de inmediato, el fuego prendió en el cartón almacenado en el interior, crepitando al contacto con el metal.
– Peter, bájate de ahí-gritó Josie.
Peter no se movió. Las llamas danzaban delante de su rostro, cuyos rasgos parecían distorsionados por el calor.
– ¡Peter! ¡Por favor!
Ella lo tomó del brazo y tiró de él hacia el suelo, mientras algo-¿tóner? ¿gasolina?-explotaba en el interior del contenedor.
– Tenemos que llamar a los bomberos-gritó Josie, mientras se ponía en pie con dificultad.
Los bomberos llegaron en cuestión de minutos, apagando el fuego. Josie llamó al busca del señor Cargrew, que estaba en el club de golf.
– Gracias a Dios que no les ha pasado nada-les dijo a los dos al llegar.
– Josie me ha salvado-replicó Peter.
Mientras el señor Cargrew hablaba con los bomberos, ella se volvió al interior de la copistería, seguida de Peter.
– Sabía que me salvarías-le dijo Peter-. Por eso lo he hecho.
– Hecho, ¿el qué?
Pero no necesitaba oír la respuesta de Peter, porque Josie ya sabía por qué se lo había encontrado subido en el contenedor cuando se suponía que estaba en su rato de descanso. Sabía quién había tirado el fósforo dentro en el momento en que la había oído salir por la puerta de atrás con las bolsas de basura.
En el momento en que le decía al señor Cargrew que tenía que hablar un momento con él a solas, Josie se dijo a sí misma que estaba haciendo lo que cualquier empleado responsable habría hecho: contarle al dueño quién era la persona que había atentado contra su propiedad. No reconoció estar asustada por lo que había dicho Peter; por el hecho de que fuera verdad. Y fingió no sentir aquella ligera vibración en el interior de su pecho, una versión reducida del fuego provocado por Peter, la cual identificó por primera vez en su vida como un deseo de venganza.
Cuando el señor Cargrew despidió a Peter, Josie no estuvo delante y no oyó la conversación. Luego sintió la mirada de Peter clavada en ella, intensa, acusadora, cuando se marchaba, aunque ella procuró concentrarse en el encargo que estaba haciendo para un banco local. Mientras observaba las páginas que salían de la fotocopiadora, reflexionaba acerca de la extraña naturaleza de aquel trabajo, cuyo éxito se medía en función de la similitud del producto con su original.
Después de clase, Josie esperaba a Matt junto al asta de la bandera. Él llegaba por detrás de ella, a escondidas, y ella hacía como que no lo había visto, hasta que la besaba. La gente los miraba, cosa que a Josie le encantaba. En cierto modo, pensaba en su posición en la pequeña sociedad del instituto como en una identidad secreta: ahora, si sacaba sobresalientes o decía que a ella le gustaba leer, ya no pensaban que fuera un bicho raro, y eso por el mero hecho de que cuando la gente la veía, antes que nada se fijaban en su popularidad. Se imaginaba que era un poco como lo que experimentaba su madre allá adonde fuera: si tú eras la jueza, las demás cosas pasaban a un segundo término.
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