Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Había un juego al que Lewis solía jugar consigo mismo, cuando sus dos hijos habían nacido ya, y él se sentía tan ridículamente feliz que estaba seguro de que algo trágico tenía que pasar. Se tumbaba en la cama y se forzaba a escoger entre qué preferiría perder primero, su matrimonio, su trabajo o un hijo. Se preguntaba cuánto podía soportar un hombre antes de quedar reducido a nada.

Cerró la ventana de datos y se quedó mirando el fondo de pantalla de su computadora. Era una foto de cuando sus hijos tenían ocho y diez años, en un zoo infantil de Connecticut. Joey llevaba a su hermano a la espalda, y ambos sonreían, con una rosada puesta de sol como telón de fondo. Momentos después, un gamo (que debía de haber tomado esteroides, según dijo Lacy luego) había hecho perder el equilibrio a Joey dándole un topetazo, y los dos hermanos se habían caído al suelo, deshaciéndose en lágrimas…Pero no era así como a Lewis le gustaba recordarlo.

La felicidad no sólo era lo que podía consignarse con datos objetivos, sino también aquello que uno elegía recordar.

Había otra conclusión más que había incluido en su ponencia: la felicidad tenía forma de U. Las personas eran más felices cuando eran muy jóvenes y cuando eran muy mayores. El bajón se producía, más o menos, al cumplir los cuarenta.

O, en otras palabras, pensó Lewis con alivio, eso era lo peor que podía pasar.

Aunque sacaba sobresalientes y le gustaba la asignatura, la nota de matemáticas era por la que Josie más debía esforzarse. No tenía una facilidad extraordinaria para los números, si bien era capaz de razonar con lógica y de escribir un ensayo sin esfuerzo. En eso era como su madre, suponía.

O posiblemente como su padre.

El señor McCabe, el profesor de matemáticas, se paseaba por los pasillos entre las filas de pupitres, arrojando una pelota de tenis hacia el techo y cantando un remedo de una canción de Don McLean:

Bye-bye, ¿cuál es el valor de pi?

Calculen los dígitos con los dedos.

Hasta el final de clase, McCabe

A los de noveno hace sudar y suspirar.

Y ellos dicen: venga, McCabe, ¿por qué?

Oh, señor McCabe, ¿por qué, por qué…?

Josie borró una coordenada del papel milimetrado que tenía delante.

– Si hoy no entra el número pi-dijo un chico.

El profesor giró en redondo y lanzó la pelota de tenis, que botó sobre el pupitre del chico que había hablado.

– Andrew, estoy muy contento de que te hayas despertado a tiempo para darte cuenta de eso.

– ¿Va a contar para nota?

– No. A lo mejor tendría que ir a la tele-reflexionó el señor McCabe-. ¿No hay ningún programa tipo «Quiere ser matemático»?

– Dios, espero que no-murmuró Matt, sentado detrás de Josie. Le dio un empujoncito en el hombro, y ella colocó su hoja en la esquina superior izquierda del pupitre, de forma que él pudiera ver mejor sus respuestas.

Aquella semana estaban trabajando con gráficas. Además de un millón de tareas a partir de las cuales había que obtener datos y encajarlos en gráficas de barras y tablas, cada uno de los alumnos había tenido que idear y presentar una gráfica de algo que les resultara familiar y estimado. El señor McCabe reservaba diez minutos al final de las clases para las presentaciones. El día anterior, Matt había mostrado con presunción una gráfica con la edad relativa de los jugadores de hockey sobre hielo de la NHL. Josie, que debía presentar la suya al día siguiente, había encuestado a sus amigos para comprobar si existía una relación proporcional entre el número de horas que empleaban para hacer los deberes y la media de las notas obtenidas.

Aquel día le tocaba el turno a Peter Houghton. Ella le había visto llevar su gráfica a clase, en forma de póster enrollado.

– Vaya, qué les parece-dijo el señor McCabe-. Resulta que hoy tenemos quesitos de postre.

Peter había optado por un diagrama circular, con sectores triangulares en forma de quesito. Resultaba muy claro y esquemático, con colores y etiquetas hechas con computadora que identificaban cada una de las secciones. El título de la parte superior del gráfico decía: POPULARIDAD.

– Cuando quieras, Peter-dijo el señor McCabe.

Peter parecía como si fuera a perder el conocimiento de un momento a otro pero, por otra parte, siempre tenía ese aspecto. Desde que Josie trabajaba en la copistería, volvían a hablar y relacionarse, aunque, siguiendo una norma tácita, sólo fuera del ámbito escolar. Dentro del instituto era diferente, como una pecera en la que nada de lo que hicieran o dijeran era observado y tenido en cuenta por ninguno de ellos.

Cuando eran pequeños, Peter nunca parecía darse cuenta de si llamaba la atención. Como cuando le dio por hablar en marciano en el recreo, por ejemplo. Josie suponía que el reverso de la moneda de esa actitud, es decir, su lado positivo, era que Peter no intentaba imitar nunca a nadie, lo cual no era algo que ella pudiera decir de sí misma.

Peter se aclaró la garganta.

– Mi gráfica es sobre el estatus en este instituto. Mi muestra estadística está sacada de los veinticuatro alumnos de esta clase. Aquí se puede ver-continuó, señalando uno de los quesitos del círculo-que algo menos de un tercio de la clase son populares.

En violeta, el color de la popularidad, había siete quesitos, cada uno de ellos con el nombre de un alumno diferente de la clase. Estaban Matt y Drew, y algunas de las chicas que se sentaban con Josie a la hora del almuerzo. Pero también el payaso de la clase estaba incluido en el grupo, advirtió Josie, así como el chico nuevo, cuya familia se había trasladado procedente de Washington, D.C.

– Aquí están los fuera de serie-dijo Peter, y Josie pudo ver los nombres del cerebrín de la clase y de la chica que tocaba la tuba-. El grupo más amplio es el que yo llamo normal. Y apenas un cinco por ciento son los desclasados.

Todo el mundo se había quedado mudo. Josie pensó que aquél era uno de esos momentos en que podría llamarse a los asesores escolares para que administraran a todos una inyección de refuerzo de tolerancia hacia lo diferente. Pudo apreciar cómo el entrecejo del señor McCabe se arrugaba como una figurita de papel mientras se esforzaba por imaginar cómo podía reconvertir la presentación de Peter en una enseñanza asimilable. Vio a Drew y a Matt intercambiar una sonrisa. Y, sobre todo, observaba a Peter, feliz e ignorante como un bendito de haber destapado la caja de los truenos.

El señor McCabe carraspeó.

– Está bien, Peter, tal vez tú y yo podríamos…

Matt levantó la mano de pronto.

– Señor McCabe, tengo una pregunta.

– Matt…

– No, en serio. Desde aquí no leo esa porción pequeña de la gráfica. La de color naranja.

– Oh-dijo Peter-. Eso es un puente. Bueno, una persona que puede encajar en más de una categoría, o que se relaciona con diferentes tipos de personas. Como Josie.

Se volvió hacia ella con una sonrisa de oreja a oreja, mientras Josie percibía que todas las miradas convergían en su persona, como una lluvia de flechas. Se encogió escondiéndose en su pupitre, como una flor nocturna, haciendo que el pelo le cubriera el rostro. Para ser sincera, estaba acostumbrada a que la miraran, como cualquiera que fuera a cualquier sitio con Courtney, pero era diferente que la gente te mirara porque quería ser como tú, a que la gente te mirara porque tu desgracia les hacía subir un peldaño.

Como mal menor, todos se acordarían de que hubo un tiempo en que Josie había sido una desclasada que se relacionaba con Peter. O bien todo el mundo pensaría que a Peter le gustaba, lo cual era aún peor, y el asunto podía traer cola. Un murmullo se extendió por la clase como una descarga eléctrica. « Freak », dijo alguien, y Josie rogó, rogó, rogó que no lo dijeran por ella.

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